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Tarde, tras tarde, se sentaba frente a la ventana de su nueva habitación y miraba con dedicación un árbol. Horas enteras sin comer ni dormir lo observaba. A veces reía, a veces hablaba, e incluso cuentan que algunos la vieron llorar; pero nunca despegó su mirada de ese árbol. Analizaba los cambios según las estaciones y según las horas. Cuando alguien se le acercaba, ella lograba entablar conversaciones pasajeras, pero no más que eso, en cuanto se desocupaba, volvía a fijar la mirada y conversación con aquel árbol. Los enfermeros del asilo la miraban con tristeza, decían que desde que su familia se había aburrido de compartir aire con ella la habían internado, le prometieron que vendrían todas las semanas a visitarlas y argumentaron que esto sería lo mejor para ella, tendría compañía asegurada y un horario que cumplir, lo cual en su casa nunca se lo habían podido proporcionar. Aún cuando era lo único que esta viejecita pedía: un poco de orden en el caos de ese gran departamento de matrimonio joven.

Desde que la habían internado, nunca regresaron a visitarla, ni siquiera para su cumpleaños. De vez en cuando la llamaban, siempre proporcionando argumentos y justificaciones falsas e innecesarias. El árbol, según los enfermeros, se había convertido en la compañía que su familia le había prometido. No quería relacionarse con los otros viejos que compartían lugar con ella. Sólo quería ver una vez más a su familia, quería tener las cosas claras, quería saber si su familia se había olvidado de ella, de su existencia, de su historia, de su legado.

Que superficial el mundo, pensó. Dedique mi vida, todos mis trabajos, todas mis experiencias, fueron destinadas ellos, mis hijos, lo único que tenía. Cuando fueron creciendo, fui perdiendo importancia en sus vidas. Pasé a ser sólo la mujer que les preparaba la comida y ordenaba la cama. Sí tenía suerte recibía un abrazo a cambio. Lamentablemente no siempre tenía suerte, es más, casi nunca tenía. Siguieron creciendo, encontraron parejas, trabajos y un nuevo lugar al cual llamar hogar. Uno siguió su vida y sueño en el extranjero, siempre supe que lograría ser exitoso en el exterior, nunca pensé que se olvidaría tan rápido de mi. La otra, encontró rápidamente marido, me hizo tan feliz al saber que era abuela, fui feliz y mimé todo lo que pude a ese pequeño ser. Después de un infarto me aceptaron en su casa, pero no me sentía cómoda. No entiendo a estas familias modernas, donde cada persona tiene su mundo paralelo en su pieza y con suerte se juntan a comer o a actuar que son una familia. Un día me dijeron que me querían mucho, pero (estas conversaciones siempre tienen un PERO) que lo mejor para mi era que me cambiara a un lugar donde me sintiera cómoda, donde la gente se pudiera preocupar por mi, donde tuviera personas con quienes hablar, y me trajeron acá. Todavía estoy esperando que me visiten para despedirme e irme al lugar que me prometieron.

Texto agregado el 04-07-2007, y leído por 63 visitantes. (0 votos)


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