Kilómetros y kilómetros de cemento
ordenados en las anónimas fachadas de esta ciudad,
una ciudad que está entristecida,
rostros que reflejan el gris del cemento que todo lo invade.
Una extraña ciudad que perdió una orilla de su río,
o la cambió por su actual horizonte celeste
de donde cuelga un inquieto paño color león
que bate embravecido con el viento del sudeste,
o se aleja como un amante despechado,
cuando sopla del oeste y se va
hasta donde la mirada no puede llegar,
mostrando sus entrañas de arena del mismo color león;
pero esta vez más oscuro,
como teñido por la sangre de una herida mortal
que lo entrega al mundo del silencio y la quietud.
En esa ciudad de repente
el suelo y las paredes se tapizan de flores:
han brotado claveles, rosas, fresias y gladiolos.
Miles de helechos envuelven protectores
el color de las flores frescas,
las rosas, que han perdido su fragancia,
lucen esbeltos tallos rectos coronados de pimpollos
rojos como un corazón alborotado
por el torbellino de sangre que lo mueve;
otros pimpollos blancos, pálidos, fríos,
iguales entre sí, anónimos e inamovibles como las piedras;
más atrás pimpollos rosas,
un pálido color que las transforma en flores etéreas,
sutiles, sufridas, melancólicas;
que invitan a soñar con el amor y el sufrimiento
que trae la no correspondencia,
el vínculo roto,
la mano que se extiende hacia la nada, hacia nadie
solo un brazo ansioso que pide en silencio ...
unas rosas amarillas;
estas son las únicas que no tienen su color puro;
las puntas de sus pétalos están teñidos de rojo
como si alguno de aquellos corazones vecinos hubiera estallado
y con su sangre salpicado sus pétalos
regalándoles pasión al desprecio del amarillo.
El mismo desprecio que pintara de gris
las anónimas fachadas de mi ciudad,
y los rostros de aquellos que la viven,
con el mismo desprecio,
que hace estallar los corazones,
robando río, flores y horizonte.