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“Frater ferri”.

Y la cimitarra se desdobló. Empuñando ágilmente el arma clónica giró sobre sí misma repeliendo el ataque del Príncipe con sendos impactos de cada uno de sus metales. Incrédulo ante semejante muestra de brujería, el adversario retrocedió unos pasos. Volteando la alabarda que portaba, mantuvo por unos instantes su eléctrica mirada sobre la de ella. Lo vio dudar por vez primera, se alegró. Flexionando las piernas tomó el impulso necesario para encauzar la acometida, quería llevar la iniciativa. Intercalando las raudas estocadas conseguía ponerlo en apuros. El Nómada sentía cómo la lentitud de su defensa acabaría por jugarle una mala pasada, así que desenvainó la espada que se sujetaba a su espalda por dos anchas cintas de cuero de camélido. El combate parecía equilibrarse y subsistía mientras el Valle de Zullín quedaba sembrado con los cuerpos de los hombres y mujeres de menor resistencia.

Ast comprendió que su infantería era blanco fácil para los arqueros montados, la joya del ejército nómada. Mientras intercambiaba embestidas con su rival recordó aquella canción del marinero a la deriva. Como una oración, recitaba cada verso rogando a Eolo su imprescindible colaboración. El Príncipe Nómada suprimió su cadencia belicosa como hipnotizado por la melodía de la muchacha (y no era éste el propósito del canto, por lo que debió sentir, si cabe, una fuerza mayor que la de la magia). Entre tanto, los siervos de Mesen seguían cayendo derribados por las flechas que silbaban antes de impactarlos. De pronto, un ulular lejano se alojó en los oídos de cuantos allí se encontraban y en unos segundos cada cabellera, capa, árbol, estandarte e incluso los guerreros menos corpulentos eran agitados por la furia del Señor de los Vientos. En estas circunstancias las características flechas coronadas con plumas de halcón eran del todo ineficaces. Ast lo achacó a la rabia que podía haberle producido la invocación, pero fue la tremenda sensación de necesidad, la imperiosa atracción que le producía la Reina de Mesen, lo que obligó al Príncipe Nómada a continuar batiéndose con Ast; no conocía mejor manera de acercarse a aquel ser capaz de levantar los vientos con la voz y mirarlo con calma desde el infinito. No buscaban las maniobras de su estoque encontrar la carne de ella, sino entrechocar sus metales y propinarle la oportunidad de continuar cerca de ella por unos segundos.

Alentado por la eficacia del conjuro, el ejército real experimentó la bravura de quienes se sienten elegidos e intensificó el empuje de la retaguardia, obligando a los nómadas a replegarse. El Príncipe, consciente del aumento de moral del enemigo, tomó la decisión de ordenar la retirada. Hizo sonar el silbato de junco prendido a su pecho y, arrodillándose ante Ast hizo una suerte de reverencia humillando la testa; tras levantar la vista sonrió a la Reina con cierta pose de arrogancia y en un suspiro, desapareció entre el gentío a base de agilísimos saltos sin ser alcanzado. La Reina de Mesen reagrupó a los suyos, que gritaban jubilosamente y alzaban las manos en señal de victoria, pero ella sabía que la guerra se hallaba aún lejos de su fin. Podía divisar al Príncipe Nómada montado en su yegua de batalla, cerrando la procesión de la derrota. El fuerte viento todavía no había cesado y delataba su situación con el ondear de la capa. Repentinamente, la montura se giró y en sólo un segundo la espada de Ast recibió el impacto de una certera flecha que la hizo caer al suelo. Sobrecogidos, los hombres que la rodeaban hicieron ademán de volver a la carga, pero ella les ordenó parar al ver que el Príncipe desmontaba y se dirigía hacia ellos, arco en mano. Mas su porte no era amenazador, y su andar transmitía serenidad. Un silencio se adueñó de la escena hasta que los líderes se encontraron frente a frente. Ofreciéndole aquel obsequio se calmaron los ánimos, el arco que le tendió tenía un aspecto impresionante, desde luego no estaba tallado en madera, su color blanquecino desvelaba que su origen se debía al hueso de alguna bestia lo suficientemente grande y la destreza de un magnífico artesano capaz de trabajarlo.

Aquel día, ya en palacio, Ast meditó sobre ese acto final del Príncipe. La guerra de Mesen continuó al menos durante los seis años siguientes; pero eso, amigos, es otra historia.






* (Nota: No he podido evitar tomar prestada para cerrar el relato, o plagiarla…llámenlo como deseen, la frase final de una de mis películas favoritas de la infancia “Conan The Barbarian”).

Texto agregado el 21-07-2007, y leído por 387 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
13-09-2007 La ambientación de Conan no tiene nada que envidiar a esta que has recreado en esta bonita historia bélica. Fantástico cuento. 5 estrellas. jau
13-09-2007 Jejeje, no está mal para un futuro fiscal... Saludos. nomecreona
05-09-2007 Me pareció ver la batalla en toda su crudeza y dramatismo. margarita-zamudio
10-08-2007 me sumo a las congratulaciones... nada más que agregar a este derroche de talento. Dendritta
23-07-2007 no soy experto en critica, pero sí puedo decir lo que siento, y sigo diciendo que estas narraciones sólo las hacen los maestros.Mis felicitaciones y saludos.****** Raiandoelsol
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