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Solía pasar los días festivos en soledad. Sentado en una silla giratoria, su cabeza se inclinaba en dirección a la mesa, a unos documentos que me era imposible discernir desde el exterior. No se molestaba en correr la cortina, de forma que sus movimientos eran registrados por los mudos testigos del otro lado del cristal que le observábamos del mismo modo que lo hace un niño clavando la nariz en una pecera. Él parecía abstraído en sus asuntos, ora moviendo un documento determinado, ora buscando alguna información perdida en la pantalla del ordenador... Pasaba horas y horas frente a impresos que en mi imaginación yo creí que debían de estar en blanco y que jamás poseyeron texto alguno. Nunca pude verle el rostro al completo, pues su posición me impedía ver el otro perfil. Sin embargo, de la mitad de lo que era su cara puedo decir que mantenía con asiduidad una expresión melancólica. Se ataviaba con un traje gris marengo y camisas de color claro con corbatas invariablemente monocolores en tonos que no siempre congeniaban con el resto de su indumentaria. Sus zapatos se escondían en un rincón bajo la mesa y, sentado como estaba en su sillón giratorio de cuero negro como los de antes, era imposible adivinar cómo eran. Debía de tener estatura media y su semblante, ya ajado por el peso de la experiencia, se veía surcado por algunas rayas que de manera aleatoria le nacían en la frente, ojos y comisuras de los labios. Por aquella época estaría a punto de llegar a su jubilación, rozaría los sesenta y cinco años aproximadamente. Era empleado de seguros y trabajaba para una conocida compañía que tiene todavía sus oficinas en el mismo lugar, en una vía muy transitada de Barcelona, junto a la plaza de Cataluña. Normalmente su presencia en días festivos, solitaria en cuanto a la permanencia de algún que otro empleado además de él, se veía enturbiada por la de la mujer de la limpieza que alternaba el oficio de la mopa con las miradas al trabajador. Jamás supe su nombre, solamente recuerdo su presencia en días festivos. Cuando la calle de Fontanella se veía asaltada por jaurías humanas dispuestas a las compras en los días de Navidad, o algunos domingos cuando todos salíamos a pasear o a buscar el periódico, él invariablemente se encontraba frente a aquel escritorio con un legajo de papeles, leyendo. No puedo hablar de cuán productivo era como trabajador, siquiera sé si su tarea servía para algo o simplemente era un eslabón de una cadena sin sentido, como aquel personaje de Chaplin en la película Tiempos Modernos. Tampoco sé si él se consideraba útil ni si su jefe llegó a recompensarle alguna vez con una semana extra de vacaciones. Tan sólo sé que en los días en que debía estar con su mujer e hijos, consumía la existencia tras un cristal, frente a una mesa de escritorio, en un edificio de oficinas de seguros de una céntrica calle de Barcelona.

Un día, sin embargo, dejé de verle al pasar por allí. Supuse que habría enfermado y que estaría en baja laboral y no le di mayor importancia. Pero después de no haberle visto en días sucesivos, empecé a hacer cábalas, a imaginar que quizás se hubiera jubilado y que todo aquel trabajo que realizara hubiera dejado de hacerse y su escritorio permanecía vacío, infestado de peste en un rincón frente a la vidriera que da a la calle. No puedo dejar de mirar el lugar donde habitualmente se encontraba y noto su soledad como si él hubiera sido un personaje mediocre de una película de Arte y Ensayo, un arrepentido de la vida y del lugar que le había tocado vivir en ella. Y, lo cierto es que acabo identificándome con lo que fue la existencia de ese personaje que jamás llegué a conocer. Noto su ausencia, quizá porque adivino que aquella empresa no se portó demasiado bien con él. Es posible que más de uno piense que me precipito, que no tengo pruebas para acusar, pero una cosa es cierta, las horas que ese hombre dedicó de sus días festivos no se pagan de ningún modo. Aunque es posible que su tarea hubiese dejado de ser útil y que hubiesen amortizado el puesto de trabajo o que alguien hubiera tenido la brillante idea de hacer un expediente de regulación de empleo y enviar al mediocre empleado a la calle o, tanto peor, que tan sólo fuera un trabajador de poco más de cincuenta que, después de haber dedicado treinta años de su vida a la empresa, ahora se ve ingratamente en la calle.


No me resisto a pensar que ése fue su final. Hoy me he colado en las oficinas, ahora que nadie se dedica a seguir trabajando, cuando la mujer de la limpieza se sienta en un despacho contiguo, con los pies encima de la mesa y toma el teléfono para hacer suya la centralita y comunicarse con los parientes que seguro tiene en Hispanoamérica, yo he penetrado en esa empresa de seguros. No sé porqué motivo lo he hecho pero hoy, al pasar por allí, he sentido que algo tiraba de mí hacia su interior y he entrado. Me he dirigido directamente al despacho y me he sentado en la butaca vacía. La mesa permanecía atestada de polvo, los archivadores y bandejas vacías, los cajones entreabiertos eructaban su vacuidad como un estómago sin alimento. He pasado largo rato allí sentado y cuando he pensado que ya mi presencia era más que suficiente me he levantado con ademán de marcharme pero entonces me he apercibido de una pequeña sombra junto a un cuadro. Lo he retirado con cuidado y un hilillo de claridad ha iluminado el despacho. He mirado a través del agujero que había en la pared y que por el otro lado era imperceptible. Pronto me he sentido absorbido y sin saber de qué modo he acabado en una playa paradisíaca y casi desierta si no fuera por que, en medio del agua, había una tumbona y sobre ella un hombre al que vagamente he reconocido. Algunos niños jugaban a su alrededor y me ha consolado saber que, en algún lugar, existe sentido de la ley y que a los justos se les recompensan sus acciones. En el momento de terminar de pensar en ello, algo me ha devuelto al despacho en el preciso instante en que entraba la mujer de la limpieza. Ella se ha asustado:-Perdone, creí que este despacho estaba vacío.Yo simplemente le he respondido:-Sí, es cierto, está vacío. He terminado lo que tenía que hacer aquí. Yo ya me marchaba.


FIN

Luis Vea García, 2002©

Texto agregado el 23-07-2007, y leído por 236 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-08-2007 Precioso cuento. Me invadió al leerlo una especie de paz y sosiego muy especial...no sé si me explico. margarita-zamudio
28-07-2007 Tu texto me ha gustado. Impregnado de nostalgia y cierta tristeza que se ve recompensada con la luz que lleva a una conclusión llena de esperanza. Ser consciente de la existencia de otro a quien no se “conoce”, notar su ausencia e intentar encontrar respuestas desde su sillón, son cosas que no todo el mundo hace y que por consiguiente nos vuelve más humanos en una sociedad cada vez menos preocupada por los demás. anyglo
 
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