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Las ovejas avanzaron hacia el rastrojo, azuzadas por los dos changuitos que venían detrás. El aire tibio de la mañana anunciaba que sería un día caluroso. El cielo estaba límpido, de un celeste profundo, ausente de nubes. Mientras pastaba el rebaño, Aldito y Ramón se sentaron sobre los restos de una cerca de adobe y se dedicaron a tirar piedritas, tratando de embocarle a una botella abandonada, semienterrada en un surco. Mientras, charlaban y hacían planes para la tarde, cuando fueran al pueblo. En eso estaban cuando un olor penetrante, como a azufre, invadió el aire. Desviaron la vista de la botella, para encontrarse con un hombre alto y flaco. Vestía un traje negro y sedoso, demasiado elegante para andar saltando entre los surcos. El hombre se acercó, sonriente, y los saludó. "Hola, ¿qué hacen acá?". Su voz era suave y melosa, hecha para encantar. Sin embargo, los changos no podían dejar de sentir una sensación incómoda, de inexplicable inquietud. "El papi nos ha mandado a cuidar las ovejas”, respondió Aldito.
"Pero qué cosa, dos changuitos tan simpáticos teniendo que trabajar. ¿Por qué no vienen conmigo? Donde yo voy solo se puede jugar…", invitó el hombre, y su sonrisa se hizo aún más amplia. Demasiado amplia para el gusto de Ramón, a quien le pareció que sus dientes eran un poco más grandes y largos. "No podemos", contestó, "El papi se va a enojar mucho si sabe que hemos dejado las ovejas solas". Fue en ese momento cuando, por primera vez, los changos miraron con atención los ojos de aquel hombre. Un estremecimiento les trepó velozmente por la columna vertebral. Aquellos ojos eran rojos como ascuas, y las pupilas eran iguales a las de una víbora. La voz del hombre se hizo sibilante: “Permítanme entonces hacerles un regalo”. Se abrió levemente el saco, e introdujo una mano en él, como buscando algo, y al hacerlo una vaharada de olor a azufre azotó el rostro de los dos niños. El interior de aquel saco parecía contener la negrura absoluta de un vacío interminable. Era como si aquella criatura hubiera sumergido su mano en un pozo de profundidad infinita. Cuando la extrajo, portaba dos tortillas. Sin decir palabra, se las ofreció. Aldito y Pedro las miraban como hipnotizados, lucían deliciosas, tanto que el estómago les gruño de hambre. Se sentían incapaces de resistir la tentación de hincarles el diente. Y a punto estaban de hacerlo cuando oyeron una risa extraña, aterradora, que parecía venir desde adentro de sus cabezas. Levantaron la vista. El hombre había desaparecido. Sin embargo, la risa seguía resonando en sus cabezas, llenándolo todo. Arrojaron las tortillas al suelo y huyeron hacia las casas. No pararon de correr hasta que dejaron de escuchar aquella carcajada espantosa. Pero, cuando su padre los vio llegar sin el rebaño, pensó que andaban en alguna travesura. Los retó, los acusó de irresponsables, y los obligó a regresar con él para buscar las ovejas. Temblando de pavor, los changos siguieron a su padre. Al llegar, se dieron con que el rebaño estaba todavía allí, pastando pacíficamente. Pero había algo más. Allí, junto a la cerca de adobe, en el mismísimo lugar en el que habían dejado caer la tortilla, había dos chanchos, horrendos y deformes, y tan rojos como los ojos de aquel hombre infernal.

Texto agregado el 02-08-2007, y leído por 88 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
23-07-2021 Buena narrativa donde convive la pureza y la invitación a lo tenebroso e infernal, sacudido con creencias religiosas. Paulasol
 
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