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EL TROMPETISTA FELIZ
Por Cid Campeador

















BENITO MORGADO ZÁRATE, vendedor ambulante. Fue encontrado muerto en los roqueríos colindantes a un populoso sector en el extremo norte de la ciudad, al parecer víctima de asfixia por inmersión, aunque también presentaba visibles signos de haber sido golpeado y arrastrado a lo menos durante tres cuartos de hora. Quienes hallaron su cuerpo no podían creer el ensañamiento con que había sido tratado. Dicen los vecinos que uno de los pescadores que lo encontró, cerca de las siete de la mañana del martes, todavía no puede conciliar el sueño y que hasta el cura del barrio lo ha visitado para lograr que se calme. La última vez que se le vio fue en la madrugada, a eso de las cuatro de la mañana, desplazándose en el vehículo en que él y su conjunto, The Benny Morgan, solían recorrer las diferentes poblaciones para animar casamientos, bautizos y aniversarios de los centros de madres.

Tres detalles serán recordados de Benito: su buen humor, siempre con los chistes a flor de piel, la respuesta ingeniosa, la amena conversación salpicada de garabatos que no molestaban a nadie porque estaban bien escogidos y mejor matizados; su vestimenta excéntrica, en especial los fines de semana, cuando sacaba del ropero el trajecito de seda amarillo con chaqueta brillosa azul, llena de lentejuelas algo exageradas pero que al fin y al cabo le otorgaban un sello espectacular, sobre todo cuando se desplazaba por las grises callejuelas de su barrio, enclavado en la punta del cerro donde desde hace más de cuarenta y ocho horas se venía haciendo cadenas de oración para saber por el paradero del maestro Benito. El otro detalle era su trompeta. Un instrumento que lo acompañaba donde él fuera, bautizada como mi bienamada y que él dominaba a la perfección, vaya uno a saber de dónde la había sacado el hombre.

Hay versiones un tanto encontradas respecto del último fin de semana en que se vio con vida a Benito. La señora Florencia, por ejemplo, insiste en que pasó a eso de las ocho de la noche del sábado, en evidente estado de ebriedad y que le solicitó unos pesos para una deuda que tenía que cancelar antes de medianoche. Llegó al extremo de pedirle que se dejara la trompeta en prenda, pero la buena mujer le dijo que no, que cómo se le ocurría maestro Benito, que si tuviera la platita se la paso enseguida pero guarde usted la trompeta, mire que la desgracia siempre cae en lo ajeno. Según ella, Benito se despidió cortésmente y se alejó a duras penas por la calle que remata en la cancha de fútbol, recién inaugurada por el señor alcalde. A ella le pareció muy raro que estuviera tan mal, tan bebido, en especial sabiendo que siempre a esa hora andaba preparándose y acicalándose para empezar su periplo de fiestas y celebraciones, todo perfumadito y engominado. A lo más su copetito en la misma fiesta, antes de irse al otro lugar donde los esperaban para que animaran algún casorio.

Lo mismo dice la señora Maruja, sólo que ella acota que no estaba bebido, al contrario, andaba muy sobrio, muy compuestito, ya preparado para irse a sus bautizos y pichangas. Coincide en que le pidió prestada una gran cantidad de dinero, ofreciéndole la trompeta como prenda. La mujer, tan agradecida estaba de muchos favores que el maestro le había hecho, no dudó en entregarle cerca de treinta mil pesos envueltos en un elástico que ella tenía para cancelar el almacén el lunes por la mañana, pero no tuvo problema alguno en prestárselo a Benito, sobre todo porque no era la primera vez que le pasaba sus moneditas y él siempre se las devolvía, incluso con unas de más. Asimismo, porque Benito nunca había tenido reparo en dejarle mercadería fina que traía de Iquique, sobre todo cuando ella necesitaba hacer un regalo y no tenía un veinte con qué pagarla. Llévela, no más, casera, le decía Benito, que después usted me puede ayudar a mí. Por esta razón la señora Maruja se quedó tranquila esa noche, imaginando que Benito tendría una deuda urgente y que de seguro el lunes tempranito pasaría por su casa para llevarle el dinero de regreso, con lo caballero que es y tan buenmozo, a pesar de que ya casi está en los sesenta, ¿no?

La versión más extraña la tiene don Ramiro Márquez, el dueño del único kiosco de la cuadra. Estaba cerrando cuando pasó Benito. De acuerdo a lo que nos dice don Ramiro, le llamó de inmediato la atención la cara de susto que traía, si parecía que había visto al mismísimo demonio en la esquina. Como estaría de descompuesto que se sentó en la banca que don Ramiro utilizaba para tomar un poco de sol en las tardes y le tuvo que dar un vaso con agua para que se calmara. ¿Qué le pasa por la flauta, don Benito, que está tan agitado? ¿Que lo persigue la policía? –le habría dicho el buen hombre al maestro. Éste solamente le pidió que le guardara la trompeta, que tenía miedo de perderla, que esa noche tendría asuntos especiales que atender. En un comienzo don Ramiro iba a acceder, pero de pronto se acordó que unos muchachos de los alrededores le habían robado una vez, haciéndole un hoyo al kiosco en una esquina, desde habían sustraído una cantidad apreciable de revistas y galletas, justo antes de que los sorprendiera una vecina y llamara a los carabineros. Por eso lo pensé dos veces y desistí, porque es mucha la responsabilidad pues maestro. El buen hombre pareció comprender y en medio de su nerviosismo, le pidió un cigarrito, el lunes se lo pago. Don Ramiro le pasó cuatro y cuando Benito había desaparecido de su vista cayó en la cuenta que el maestro no fumaba y que, al contrario, le molestaba llenarse de humo en las fiestas en que le tocaba actuar con sus boys.

Cualesquiera fuera la verdadera versión, hay una cuarta que no se conoce muy bien. La aportó mucho tiempo después la Paulina Rubio, el flaquito de la esquina, ése que sólo sale de noche a comprar sus traguitos y arma las fiestas en su pieza con los cabros del sector cruzando la línea del tren y que según cuentan las malas lenguas anduvo metido en líos harto turbios con un pelao del regimiento que le sacaba la cresta después de las borracheras. Bueno, el asunto es que cuando ya los ánimos estaban más calmados, la Paulina Rubio le confidenció a doña Chelita y ésta a la señora del carnicero, que eran íntimas del maestro, que Benito pasó a eso de las dos a su pieza y antes que alcanzara a reaccionar se coló al interior de la habitación, cerrando con llave doble la puerta. La Paulina Rubio se pasó cualquier película, incluyendo una declaración algo tardía del músico del barrio, pero después reaccionó al verle la cara tan rara y los ojos fuera de las órbitas. Le dio tanto miedo y justo estaba solo en la pieza. ¿Se habrá vuelto loco el Benito? –pensó, pero después se serenó, al ver que el maestro estaba sentado y quietito en el sillón de la entrada. ¿Quiere un cafecito o una agüita de perra, Benito? Está tan pálido, ¿qué le pasa? Pero él no dijo nada y sólo se abrazó a la Paulina Rubio y le dijo algo al oído que, en medio de los nervios por la inesperada situación, no alcanzó a comprender ni una sola palabra. Dice que le pidió permiso para pasar al baño y salió como si no hubiera pasado nada, fresquito como lechuga y hasta peinadito y oliendo al perfume que la Paulina Rubio guardaba para las grandes ocasiones. No le molestó para nada lo sucedido, sino más bien lo descolocó. No se lo dijo a nadie porque pocas eran las personas con las que se juntaba, la mayoría sólo se burlaban de él y eso lo tenía siempre a la defensiva. Cuando se enteró de lo ocurrido casi le da soponcio, fíjese usted doña Chelita, que a lo mejor fui el último en verlo con vida.

Todo habría quedado hasta ahí de no ser que la Paulina Rubio llegó tres días después a la comisaría del barrio bastante nervioso, sin una gota del maquillaje con que se tapaba las ojeras y bien peinado. Al llegar lo anduvo intimidando la cantidad de verdes que había en la sala, pero ya estaba ahí y entró portando una bolsa como si fuera una guagua entre sus brazos. No pudo dejar de notar las miradas entre maliciosas y extrañadas que le dirigieron los policías, pero justo salió el sargento gordito, amigo de su mamita, Dios la tenga en su Santo Reino y abriéndole calle entre tanto uniformado con cara de actor de cine, le dijo cordial: ¿y qué andái haciendo por estos lados, flaco? La Paulina Rubio debió sentirse como protagonista de un filme negro cuando le dijo, casi en un susurro al sargento: mire lo que me encontré en mi baño, en el fondo de donde guardo la ropa sucia. El sargento lo miró con seriedad, primero, y después con suspicacia: ¿a ver? Y el flaquito le extendió la guagua que llevaba en los brazos y que no era otra cosa que la trompeta del infeliz Benito.


***

Los funerales del maestro Benito fueron bien llorados y estrambóticos. Primero salió el cortejo a pie, desde la capilla del barrio hasta llegar al bazar donde trabajaba Benito. Allí se detuvo la comitiva por espacio de diez minutos, tiempo en que todos los trabajadores del sector llenaron su ataúd con claveles rojos y serpentinas multicolores. Alguien habló en representación de los compañeros de Benito, pero nadie escuchó nada porque los perros se pusieron a aullar con tal escándalo que ni siquiera a piedrazos los hicieron callar. Después, el cortejo siguió en dirección al barrio viejo, donde siempre vivió el maestro y mientras pasaban por las calles todos salían a las puertas, haciendo señas y aplaudiendo. Muchas viejitas se hincaron en señal de reverencia y respeto. A esa altura, el calor era insoportable, salió un viento inesperado que dejó a todos casi ciegos mientras trataban de avanzar hacia el cementerio y dicen que una mujer embarazada se desmayó en medio de la calle, debiendo ser socorrida por las mismas vecinas.

En la puerta del cementerio estaban The Benny Morgan y apenas apareció en la esquina el séquito empezaron a tocar con todas las ganas que podían en medio del bullicio de los niños y los ladridos de los perros. Muchos recién cayeron en la cuenta que, de día, eran harto atorrantes los pobres muchachos, sobre todo con esa pinta de cafiches enfundados en esos trajes tan mal hechos, tan deshilachados y de colores tan… poco elegantes, murmuró Doña Jovita, y su comentario fue aprobado con un simple movimiento de cabeza. Lo peor de todo fue que, tal vez por la hora, por el minuto de congoja o por el ambiente endiablado que se vivía, los chiquillos de The Benny Morgan sonaban peor que la banda del litro y a todos les llamó la atención cuando apenas unos días eran el alma de la fiesta. Es por el dolor, dijo la señora Guillermina, es por el puro dolor que suenan como tarros. Y todos asintieron, aunque algunos sonrieron, irónicos, por lo bajo.

De ahí en adelante la cosa fue de mal en peor. The Benny Morgan empezaron a tener cada vez menos presentaciones y las escasas que lograron contactar fueron tan deplorables que daban lástima. Dicen que el colmo ocurrió en un bingo solidario donde, a pesar de que actuaban sin cobrar ni un solo peso y que hasta ayudaron a cantar los números de la tómbola, la gente terminó lanzándoles botellas para que se bajaran del escenario. Una lástima, diría más tarde la Paulina Rubio, al fin y al cabo los chiquillos eran harto colaboradores y no se merecían ese desprecio tan grande, ¿no es cierto?

Nunca se supo quién asesinó a Benito. Corrieron durante meses los más descabellados comentarios y nadie logró entender de qué manera la trompeta del maestro fue a parar a una vitrina del museo de la alcaldía bajo el rótulo de ‘objeto curioso de la tradición popular’. Lo único cierto fue que los chicos de The Benny Morgan desaparecieron de la noche a la mañana, luego de una reunión a puertas cerradas en la sede social, en que cada uno de los integrantes se tomó hasta la molestia para después hacer un minuto de silencio en memoria de Benito. Su fin coincidió con la colocación de una foto del maestro en el salón parroquial que, por mucho tiempo, sobrevivió a todos los arreglos, temblores y cambios del recinto. Un día el cuadro desapareció. Pocos se percataron de la pérdida, salvo las ancianas devotas que todavía encendían velas en los roqueríos donde el maestro Benito pasó a mejor vida y la Paulina Rubio que en la dignidad de su soledad, y con hartas copas en el cuerpo, le contaba a quien quisiera oírle que había sido él quien encontró la trompeta del infortunado músico, aunque pocos le daban crédito a sus palabras. Atribuyeron la ausencia de la imagen a un milagro. Era más decoroso pensar eso a suponer que alguien lo había mandado derechito a la basura porque de tan desteñido que estaba ni siquiera se podía saber con certeza si era el maestro o algún santo poco conocido.

Así, Benito Morgado Zárate, vendedor ambulante y músico por vocación, se perdió en la ignominia del olvido. Alguna vez, alguien comentó durante una fiesta de aniversario de la sede social, escuchando los sones de la flamante Sonora del Desierto, que el maestro y The Benny Morgan no se merecían un final tan poco digno y todos lo quedaron mirando sin saber de quién diablos hablaba, pensando que deliraba. Como se dio cuenta que nadie entendió el motivo de su comentario nostálgico, se tomó un vaso de vino tinto y se amurró, apoyándose en una pared. Al rato, el tema se olvidó y todos terminaron bailando cumbia.





Texto agregado el 12-08-2007, y leído por 174 visitantes. (0 votos)


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