La ciudad sigue siendo uno de esos escenarios en los que pueden llegar a ocurrir tantos eventos inimaginables para cualquiera. La calle era su escenario. De alguna manera el hedor que producía el asfalto en las noches era un gran atractivo para poderse sentir a gusto. Su calle. Su olor. Su asfalto. Todo era un simple ingrediente para que la caótica e incontrolable vida siguiera su curso normal. Su nombre era Lucía y le encantaban esas horas en las que la gente camina y mira mal. Esos momentos en que se desconfía hasta del mismo perro con el que se han pasado los mejores años de la vida. La traición alcanza a sentirse en las llantas de un carro cuando se pinchan. Esa hora le gustaba. La hora en que los gatos no miran de frente, sino miran de lado. La hora en que las gatas no ven por la familia y no ven a los gatos, ni siquiera de lado. Lucía adoraba ese instante... Cuando el reloj le avisaba que había llegado el momento, ella tomaba todo entre sus pequeñas y malolientes manos y se lo llevaba a pasear por las calles aterrando a la gente con su belleza, con sus ojos claros y bien definidos, con su pelo mono y sucio, pero pegachento. Alertaba a todos los ejecutivos como diciéndoles ¡Hey, aquí llegué yo para saludarlos y compartir un ratico con su billetera! Su caminar simulaba a las serpientes. Ella se arrastraba. Lucía se deslizaba por el suelo asustando al perro más feroz, al perro del guardia del centro comercial y al Poodle de la señora adinerada. Lucía robaba. Era una vil ladrona, de esas que roba almas, dinero, joyas y sueños. Lucía robaba minutos de vida a cualquier persona con solo mirarla. Lucía era droga, alegría, comida, pan. Lucía era una mujer hermosa y fea. Lucía no tenía a qué temerle, simplemente se dedicaba a caminar en ese instante en que los gatos miraban de lado.