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La Infancia, cuando nos dejamos ver.


Todo fuimos niños, todos hemos pasado, con mejores o peores recuerdos, lo que fue nuestra infancia. El sello que se transmite o asume en la infancia, será la base de un resultado posterior en los modelos de comportamiento de una persona.

Surge entonces la pregunta, ¿Qué tan niños nos sentimos? ¿Qué conservamos de ese tiempo?
Muchos conservan los recuerdos, otros experiencias, otras las actitudes, pero, ¿consideramos la infancia como una etapa superada? En general sí, y en este punto se haya un gran error. En primer lugar, debemos llegar a comprender que la infancia es una etapa de la vida que no se debe superar, que no se deber olvidar ni recordar, es un tiempo de nosotros, ese niño que recuerdo, es la misma persona que soy ahora, no es otro, y por lo mismo, es una etapa que debemos aprender a integrar en nosotros, la cual debemos lograr llevar a nivel consciente su trascendencia en nuestro yo actual.

El estudio histórico de la psicología, nos ha entregado a lo largo de su historia, una importante visión de la magnitud y trascendencia que tiene la época de la infancia en nuestra vida.

En la infancia el personaje es el niño. El niño es un ser aparentemente (Nótese: aparentemente”) simple, pues es impulsivo, ya que no existe un mayor cuestionamiento de las realidades, sino que la vida es una vivencia, en que el aprendizaje está basado en el experimentar, y no en una imposición. El niño aprende viviendo. Por lo tanto su atención se encuentra en el presente y no en el pasado ni en el futuro.

Lo recién mencionado, nace de que el niño es un ser íntegro, es la representación de la pureza y por lo tanto del equilibrio. Este ser vive tanto de lo emocional como de lo racional, el equilibrio ideal. Pero como toda etapa inherente al hombre, la niñez se acaba; no de manera abrupta, sino como un proceso gradual de interacción con el mundo, o medio.

La infancia, como etapa, se diferencia de las otras etapas de la vida en un gran punto: La infancia es el comienzo; el comienzo de un interactuar del individuo con el medio, en que esta correlación dará lugar a una serie de intercambios entre los dos. Estamos inmersos en un medio, por lo que somos parte integral de este, y tendremos trascendencia en este, vale decir, provocaremos cambios, y también estaremos sujetos a cambios.

Cuando llega el momento de la vida en que como niños tenemos que hacerle frente al mundo, surge en el hombre una necesidad impuesta por el medio de tener una identidad propia, y por lo general de ser un hombre sin “extravagancias” vale decir, que no se salga del cuadro social, que cumpla con lo que el medio espera de él; es ahí cuando surge un hombre nuevo, un hombre preocupado de proyectar, de dar una imagen, cuando se corrompe nuestra libertad infantil, nuestro niño interior, y cuando se nos complica una existencia que anteriormente se vio tan simple.

Por eso cuando Humberto Maturana nos dice : “No sé cómo soy. Me doy cuenta cómo estoy siendo. Tengo ciertos valores... ni siquiera sé si tengo ciertos valores. Los tenía antes, cuando niño tenía valores. La honestidad, el honor.
Ya no los tengo como valores. No me preocupan. Ya no tengo que tratar de ser honesto. Soy honesto, no más. No me gusta mentir porque violo un acuerdo fundamental con el otro. Y sin embargo a veces miento.”

No hace otra cosa que decirnos que se produjo un cambio en él, en el que la imagen inconciente que se proyecta nos corrompe, y al darse cuenta de esto se debe comenzar un proceso de autodescubrimiento y replanteamiento, para volver a lo que fuimos en la infancia. Por eso dice “cuando niño tenía valores” pues es cuando se sabía un ser que actuaba de manera consecuente con su realidad interior, y se puede asegurar que era un “yo” real, no una apariencia.

Es allí donde converge el adulto típico, pues vivimos de la preocupación que conllevan las responsabilidades, vivimos preocupados de las consecuencias, y por ende de las apariencias.
Nuevamente Humberto Maturana, nos dice: “La angustia está relacionada con las expectativas y se suprime eliminando las exigencias. No es fácil, pero toda la prédica de Jesús es una invitación a acabar con la angustia a través del desapego. Cuando dice que hay que ser como los niños para entrar al reino de Dios hace referencia al desapego. ¿Qué es el reino de Dios'? Un mundo sin angustias, porque es sin expectativas, sin apariencias, sin pretender ser lo que no se es. Y está en la armonía de vivir en el presente y no con la atención puesta en el resultado del hacer aunque se trate de un hacer con el propósito de obtener un resultado.”

Vale decir, Jesús nos dice que para entrar al Reino de los Cielos se debe ser como los niños, o sea, vivir sin la exigencia de aparentar inocencia, sino en el estar allí en armonía con realidad.

Es común para nosotros oír cosas como “la infancia es la mejor época de la vida” , “me gustaría volver a ser niño” o “estás en el apogeo de la vida”, pero en realidad no es que esta etapa de la vida sea mejor o peor que las otras, sino que con el tiempo el hombre mismo va cubriendo y dejando de lado su niño interior, sin comprender que este espíritu de niño está siempre presente en el hombre, y siempre nos llama a volver a él, por lo que un hombre nunca se sentirá completo si no aprende a integrar a su espíritu de niño.

La infancia es especial y muchas veces “mágica” pues en esta dejamos libre a nuestro niño interior; pues en el transcurso de la vida el hombre ha sido corrompido por una realidad exterior, que malversa y manosea su esencia, desgastando la pureza y energía de la infancia.
Terminamos así añorando y recordando al niño que fuimos, sin saber que este vive y vivirá enterrado o escondido bajo nuestras caretas y máscaras.
La virtud de la infancia es permitir el reflejo de un estado de pureza del hombre, el espíritu de niño.

Lo anterior lo podemos ver además reflejado cuando George Bernard Shaw dice

“El niño es un experimento. Un nuevo intento de producir al hombre justo, al hombre perfecto, es decir, de divinizar a la humanidad. Pero apenas intentamos imponer la menor imagen de un hombre bueno o un hombre malo…abortamos el experimento. El daño resulta de subordinar nuestras aspiraciones más puras y sagradas a nuestros propósitos particulares.”

Se nos suele decir, o nosotros mismos solemos asociar la infancia a un tiempo de plenitud y auge, pues es en esta cuando el niño interior se muestra, y el niño interior es "el símbolo que expresa la naturaleza global de la plenitud" (como dijo el famoso filósofo Carl Jung). La niñez no es entonces una etapa, sino mas bien un estado, que puede hacerse constante y presente en cualquier minuto.

Resumiendo, la diferencia entre la infancia y otras etapas de la vida radica en que en la infancia somos un ente “nuevo” en el mundo, un ser que está aprendiendo de sus experiencias, a partir del desarrollo con el medio, por lo que nos mostramos por completo, sin miedos, pues el miedo surge de las experiencias vividas, del error. Y si no hemos vivido la experiencia, no tendremos el miedo al error. Vale decir, la diferencia entre la infancia y otras etapas del desarrollo humano, es tan solo que en la infancia el hombre muestra su esencia de forma pura, sin ocultarla ni manipularla.

Precisamente esto, me lleva a transformar de cierta forma este ensayo en una invitación al lector, pues lo anterior logra que se pueda decir que la esencia de niño es natural al hombre, a todos los hombres en todo momento, y que si se hace conciente a nuestro niño interior que hemos abandonado, se puede conseguir llevar al presente nuestra esencia, nuestro niño interior, en un viaje de vuelta a nuestro origen, el cual nos hace sentir a veces inexplicablemente atraídos.

De esta manera no se haría necesario añorar otros tiempos, pues como un niño tendremos suficiente con nuestra experiencia con el presente, sin vivir de apariencias ni preocupaciones burdas, y asumiendo nuestras responsabilidades de manera pura, sin manosear las esencias, sin ver donde no hay.

Texto agregado el 21-08-2007, y leído por 276 visitantes. (0 votos)


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