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Manías


1. El hechizo de lo ajeno

--¿Pero por qué la has cogido?
--Ya sabes que no puedo contenerme.
--¿Cómo que no puedes? ¡Claro que puedes! Simplemente la ves y no la coges.
--No es tan fácil, Rafael, y tú lo sabes. Yo sé que no debo robar pero es superior a mis fuerzas…
--¿Ni siquiera en casa de mis padres?
--Pero si en el fondo no ha pasado nada, al final tu padre tiene su jodida pitillera ¿no?
--Sí, porque se te cayó del abrigo. Si no tendría que volver mañana a devolvérsela y estar otra vez explicando lo tuyo y pasando yo el mal trago… ¿Para qué estamos pagando un psiquiatra, Eva? Explícamelo, anda…
--Bueno, cariño, no te pongas así, tú roncas y yo no te digo nada…

2. Las malas costumbres

--¿Cómo te lo tengo que decir? ¡Que te dejes en paz las uñas! ¿Pero no te ves qué dedos tienes? ¡Qué cosa tan fea para una niña! ¿No sabes que si sigues así te saldrán bichos? ¡Esos no son dedos de señorita! ¿Pero no te duelen? ¡Quítalos allá, me da cosa vértelos! ¿No me escuchas? ¡Que te quites la mano de la boca!

3. El mascador de ortigas


--¡Mierda! ¡Otra vez! Pero qué manía tiene este cabrón de descolocar los zapatos. Para encontrar una caja mueve veinte, es increíble, no se puede ser más inútil, las cajas tienen todas su puta referencia, cualquier imbécil que sepa leer puede hacerlo, lees la referencia y coges la caja ¡y dejas en paz el resto del almacén! Cabrón, se piensa que ser hijo del jefe le da derecho a hacer lo que le sale de la punta, el señorito Luís García… ¡Pero las cosas no son así! Una zapatería no es cualquier cosa, es un negocio serio, hay que saber funcionar, atender a la gente rápido, que se vayan contentos, ¡y así no se puede! ¡esto es un puto caos! Y luego, cuando las cosas no andan todo es Santana mira esto, Santana mira lo otro y Santana lo de más allá… Es lo que yo digo, dios da pan a quien no tiene dientes. Yo que prácticamente llevo la tienda solo y tengo que callarme la boca y el señorito, que no sabe ni llevar un maldito almac…

--Santana
--¿Si, don Luis?
--… ¿con quién hablaba?
--Oh, con nadie, pensaba en voz alta, tengo esa costumbre…
--Venga a echarme una mano en el almacén de atrás, llevo no sé cuánto buscando unos mocasines de piel del 42 y no doy con ellos…


4. La ramita de tomillo

--Sí, claro que me acuerdo de él. A la tardecita siempre volvía por el camino viejo, y allá por donde están los lavaderos arrancaba una ramita de tomillo. Luego subía el callejón y dejaba la ramita en el alféizar de mi cocina. Así durante años, cogió esa manía. Yo esperaba a perderlo de vista para abrir y recoger el tomillo. Sólo una vez en todos esos años me dirigió la palabra. Fue un día que perdí la noción del tiempo. Me pilló de espaldas, fregando calderos, con las hojas abiertas. Noté un cambio en la luz de la cocina y miré hacia la ventana. Y allí estaba él, sonriente. Dejó el tomillo, dijo “buenas”, me hizo así con el sombrero y se marchó.


5. La extraña pareja

Érase una vez un niño que tenía la manía de silbar. Silbaba a todas horas, en todos los lugares y en todas las estaciones. Silbaba mientras jugaba, mientras tomaba un baño y, entre bocado y bocado, mientras comía un bocadillo. Silbaba canciones tristes cuando estaba triste y canciones animadas cuando estaba alegre. En Navidad, en los cumpleaños, en las vacaciones y en las fiestas de los amigos silbaba sin parar. Silbaba a los que quería y a los que detestaba, a los amigos y a los enemigos. Y tanto silbaba que cuando cumplió la edad de echarse la primera novia tenía boquita de culo de pollo. Claro, se vio con el serio problema de que las muchachas no querían saber nada de un muchacho con boca de culo y no le hacían condenado caso. El chico languidecía y se pasaba el día paliducho y silbando, una tras otra, canciones lastimeras. Intentó por varias veces dejar de silbar, o silbar menos, con la esperanza de que su boca volviera a su estado normal, pero todos sus intentos acabaron en fracaso. Los silbidos le salían al menor descuido. El muchacho se sentía cada vez más afligido, hasta que un día, un día de verano de esos que ponen contento al más fúnebre y sosiegan al más eléctrico, llegó al pueblo una familia nueva. Entre sus siete miembros se contaba una muchacha de la misma edad que nuestro protagonista. Era una muchacha linda de verdad pero tenía un defecto que hacía que su familia se avergonzase de ella. Canturreaba. Pero no distraídamente, a lo mejor mientras hacía cualquier otra cosa, sino que canturreaba en todas las ocasiones. En la parada de la guagua, en la sala del dentista, en la cola del supermercado. No había manera de entrar en conversación con ella si no mediaba una canción. Empezaba el día canturreando y llegaba a la noche de la misma manera. Y sin repetir una canción del repertorio. El caso es que a lo largo de sus años cantarines, los músculos de su boca habían hecho tal enormidad de ejercicio que se veían hiperdesarrollados. A los chicos les gustaban las chicas bembonas, pero lo de esta muchacha era demasiado.
La primera vez que se vieron, el muchacho silbaba una melodía atormentada sentado en un banco de la alameda. La muchacha venía en su dirección canturreando una canción muy trágica sobre seres solitarios que no encuentran su lugar en el mundo. Sus miradas se encontraron, sus melodías se encontraron y de forma fatal sus corazones también se encontraron. Fue fulminante, se acompasaron ambos de inmediato, y desde ese día se les ve canturreando y silbando juntos a todas horas, por la acera, por el parque, por todas partes. Y cómo se ríen, entre canción y canción es que se beben las lágrimas.
Son los dos seres más envidiados del pueblo.


6. El profesor me tiene manía

--¿Pero que haces ahí parado? ¿No te he dicho que fueses a traer los balones?
--No, esta vez no voy yo…
--¿Pero qué dices, imbécil?
--Que siempre me manda a mí a traer los balones… y a todo… usted me tiene manía…
--¿Manía? ¿Qué manía te voy a tener yo a ti, zoquete?
--Sí, siempre me manda a mí a buscar las cosas y… y me dice cosas… me… me grita, siempre yo, y siempre me está insul…
--¡Cállate, idiota! ¡Yo no le tengo manía a nadie! ¡Eres tú, tú que eres un ganso¡ ¿Me oyes? ¡Un ganso!
--No, la oreja no… ay…lo ve… ay… usted la tiene cogida conmigo, ay…
--¡Maldita sea tu estampa, Ortiz! ¡Corre a buscar los balones! ¡Y la próxima vez te la arranco! ¿Me oyes? ¡Te la separo de la cabeza!


7. El malentendido

Llevaba más o menos un año cuidando de un geranio precioso que me había dado mi madre y que había decidido trasplantar junto al camino, cuando me di cuenta de que todas las tardes, alrededor de las cinco, subía un chucho por el camino y se meaba en él.

Lo descubrí por casualidad y desde entonces estuve atenta de espantarlo. Pero era una tarea agotadora y de remate infructuosa. Al segundo que volvía la espalda ya lo había meado y lo veía marcharse camino abajo moviendo el rabo.

Cuando me acercaba a mirar el geranio lo encontraba perlado de gotitas amarillas. Cabrón chucho –pensaba—un día de estos te quito la manía.

El caso es que el geranio no parecía sufrir las cáusticas consecuencias de la meada. Muy al contrario, crecía que daba miedo. Parecía espigarse varios centímetros de un día para otro. Sin embargo, estaba convencida de que era cuestión de tiempo y que pronto empezaría a dar muestras de enfermedad.

Estuve dándole vueltas al asunto del perro e ideé un plan. Llené un balde de agua y decidí esperarlo escondida entre la maleza. Estuve allí acurrucada más de tres horas, hasta que por fin vi al chucho subiendo el camino. Al principio iba ligero pero a medida que fue acercándose ralentizó el paso. Antes de llegar a la planta se detuvo y levantó la nariz para inspeccionar el aire. Quizá sospechó algo, pero debían ser tantas las ganas de echarle el chorrito que receloso y todo se acercó al geranio. Cuando estaba ya con la pata en alto salté de entre la maleza al mismo tiempo que le lanzaba el agua. Quedó hecho una sopa. Salió como un rayo camino abajo, aug, aug, aug.

En una semana las hojas y flores del geranio no mostraban ni rastro de orín. Limpias como una patena. Y pochas, muy pochas también. En ese tiempo, una semana escasa, mi robusto geranio se quedó en la mitad, como si de repente le hubiese entrado un tifus de geranios y acabase de salir de las fiebres. Traté de curarlo con muchos potingues pero cada día se pochaba un poco más.

Finalmente me rendí a la evidencia. Bajé al pueblo y compré una salchicha. Luego me puse a buscar al chucho por todos lados. Al cabo de dos días lo encontré en un sitio que le dicen La Montañeta. Le di la salchicha e hicimos las paces y ahora vivimos los tres la mar de a gusto.

Texto agregado el 24-08-2007, y leído por 125 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-08-2007 Interesante texto, pase un buen rato leyendote tily
 
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