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Tu amiga te estaría esperando en el aeropuerto a tu llegada. La reconocerías de inmediato aun y cuando nunca la hubieras visto personalmente. Te dirigirías hacia ella y la abrazarías sin pensarlo. Luego vendrían las largas pláticas y las caminatas por esa ciudad desconocida y nueva. Las calles te parecerían irreales y la gente saldría de las esquinas como personajes de sueño. Te aferrarías más a su brazo para tener la certidumbre de estar viviendo y no soñando, y luego, por supuesto, estarías finalmente sola con ella, platicando sobre tus primeras impresiones. Tal vez recordarías entonces lo lejos que estabas de tu casa, los cientos de kilómetros que te separaban de tus cosas y de tu vida y dirigirías un pensamiento fugaz a aquello que amabas. Mas el pensamiento se desvanecería rápidamente, tragado por un mar de nuevas experiencias que se alinearían en frente de ti, esperando a ser vividas. La ciudad te llamaría y tú no podrías resistir la tentación de conocerla. Saldrías con tu amiga a disfrutar de sus avenidas y de sus luces. Verías y serías vista. Existirías en esa ciudad. Existirías conociendo gente y lugares nuevos y no faltaría un caballero apuesto que posara su mirada en ti, porque te sería imposible no llamar la atención, y seguramente, como muchos antes ya lo habían hecho, se te acercaría y te dirigiría la palabra, y tú dejarías que sus palabras te sedujeran. Con un brillo en la mirada le confesarías tu nombre. No pasaría mucho tiempo para que ambos se dieran cuenta de que se atraían mutuamente y lo inevitable ocurriría. No pensarías entonces en nadie más. Él representaría el arquetipo de lo masculino y su sola presencia bastaría para opacar el recuerdo de cualquier otro amor. Cerrarías tu pasado con llave y te volverías sorda a las promesas de fidelidad que habías jurado a ese otro hombre que ahora estaría a millas de distancia de ti. No sentirías ninguna culpa sino hasta después, cuando regresaras a tu lugar y tuvieras que ver de nuevo a ese hombre que te amaba. Te desnudarías frente a él y sentirías una marca indeleble en tu sexo. Una marca que no podrías ocultar tan fácilmente y que te delataría de inmediato. Entonces sí, sentirías un poco de remordimiento, pero para no dejárselo ver le llevarías regalos y lo llenarías de caricias y halagos. Después, él ya no notaría nada y tú seguirías con tu vida tan normal como siempre.
Imaginaste todo esto mientras alzabas el teléfono con una mano y con la otra sostenías la tarjeta de crédito. Te disponías a comprar esa maquina de ejercicios tan maravillosa que anunciaban en la tele. Con ella, tu vida cambiaría por completo, bajarías de peso, ganarías confianza en ti misma, conseguirías un mejor empleo, y de inmediato llamarías la atención de los hombres a tu alrededor. Ya no pasarías desapercibida, ni se burlarían de esos kilitos de más que tanto odiabas. Alguien se fijaría por fin en ti y te invitaría a salir, lo que te llevaría muy pronto a un noviazgo apasionado que a su vez desembocaría en un matrimonio feliz y deseado. Los hijos tendrían que esperar un poco, pues tendrías que disfrutar primero de tu nueva vida. Obviamente, tendrías más amigos y amigas, no sólo mexicanos sino también extranjeros, porque con tus conocimientos y tu nueva imagen seguro que estarías trabajando en una empresa multinacional con sucursales en todo el mundo. Te relacionarías entonces con gente de otro nivel, de otra cultura, y muy probablemente tendrías que hacer viajes a numerosos países donde tendrías amigos hechos a través de la constante comunicación que tu tarea requeriría en México. Incluso, sería muy probable que tuvieras una amiga extranjera que te invitara a pasar unas vacaciones en su casa, a lo cual, lógicamente, no te rehusarías e irías a su encuentro a la primera oportunidad que tuvieras. Te dolería dejar a tu marido solo, pero le jurarías tantas cosas que él quedaría satisfecho y resignado con los términos de tu partida y te esperaría con ansia a tu regreso, con flores en una mano y chocolates en la otra. Por supuesto, lo abrazarías al llegar y le dirías que lo habías extrañado mucho. Nunca le contarías de los pecados que cometiste mientras estuviste lejos de él. A lo mucho, le contarías de las parrandas que habías vivido con tu amiga y nada más.
Sólo una llamada te separaba de aquello.
Tu habitación parpadeaba con las luces estrambóticas de la televisión. El infomercial vendía, por sólo media hora más, felicidad con 30% de descuento. Te habías quedado dormida mientras esperabas en la línea a que te atendiera el operador telefónico. Tu mano había soltado el teléfono y había caído al piso. Tu cuerpo había sido vencido por el sueño. Ahora se desparramaba en el sofá solitario, sobre restos de nachos y papas fritas. Tu carne fofa se mostraba impúdica y sin vergüenza ante los ojos del presentador de la tele. En la otra mano aún tenías agarrada fuertemente, como si tu vida dependiera de ello, la tarjeta de crédito dorada que tanto trabajo y esfuerzo te había costado conseguir. Era la llave que te abriría las puertas a una nueva vida, era, sin duda, tu acceso a la felicidad.

Texto agregado el 29-08-2007, y leído por 103 visitantes. (0 votos)


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