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Por fin, mis queridos cuenteros, después de un ajetreado verano y mis andaduras por el extranjero, tenéis aquí la tercera y última parte de "Urrol". Perdonadme por el retraso.Espero, como siempre, que os guste y seáis sinceros con la crítica, me gustaría presentar este (largo) cuento a concurso y necesito, como siempre, vuestras sabias recomendaciones.

Urrol (Parte III)

La fiesta ya había comenzado al cantar el gallo. En la aldea no eran muchos habitantes, apenas una decena, pero multitud de familiares, e incluso caminantes, merecedores de una parada en su trayectoria a través de las montañas, se habían unido a las celebraciones. Al igual que todos los años, un puñado de personas de los pueblos próximos había ascendido la empinada carretera hacia lo alto del valle, deseosos de divertirse con sus amigos y conocidos.

A pesar de la agradable atmósfera, Carlos y Nadia continuaban encerrados en su pequeña casa en el centro de la plaza. Todos conocían lo ocurrido, aunque la pareja se había negado a cancelar los festejos y con ello, privar a sus vecinos de un par de días de animación.

Él, agazapado en una silla junto a la ventana que daba hacia la muchedumbre, seguía sin mediar palabra con nadie. Su expresión ya no denotaba angustia, tampoco nerviosismo; ni siquiera rabia. Simplemente era vacía, sumida en la más profunda desolación. Sus pupilas no desprendían ni el más mínimo brillo y parecía que su mente se hubiera introducido en un estado de incredulidad del que no deseaba salir. Si lo hacía, la realidad golpearía su conciencia como una pesada maza. Entonces se percataría de la cruda verdad: la ausencia de su niña, ausencia injustificada que no podría soportar por mucho tiempo.

El alboroto comenzaba a aumentar a medida que las manecillas del reloj de pared de la cocina se aproximaban hacia el centro de la esfera. A mediodía comenzaría la ronda por las pocas casas de la aldea: una ofrecería un tentempié, otra el primer plato de la comida, la siguiente el segundo, la sucesiva el postre… hasta dar por concluido un almuerzo popular, amenizado por ruidosas melodías y cánticos festivos.

Como era de esperar, a las doce cesó el jolgorio general. Bastaron unos segundos para que todos los allí presentes se unieran en una sola voz al compás de los instrumentos, frente a la fachada del primero de los hogares, el de los Echárriz, que, según la costumbre, servía el aperitivo de año en año.

Los paisanos y paisanas
Deben todos escuchar
Que el diecisiete de Agosto
La fiesta se ha de iniciar

Entonemos todos juntos
Este canto del buen vivir
Y gritemos con salero:
“¡Un manjar se ha de servir!”


Los jubilosos versos del romance dieron paso a una gran algarabía. En el umbral de la puerta se personó el cabeza de familia, invitando a todos a pasar al interior de la casa. Los niños, embargados por la emoción, corrían para entrar los primeros; mientras que los adultos cerraban la marcha al son de los acordes de guitarra.

Entre risas y charlas llegaron las cinco de la tarde: el momento del baile, una tradición que se remontaba a tiempos inmemoriales, y que siempre se celebraba a la misma hora, en el mismo lugar y entre los mismos grupos de edad. A la pequeña tarima instalada junto al diminuto frontón de la aldea se encaramaron los músicos, que comenzaron a afinar los instrumentos, al tiempo que una decena de adolescentes, distribuidos en parejas, se colocaban en el centro de la explanada.

La primera melodía que rompió el silencio fue la de un violín. Seguidamente se le unieron las gaitas, al compás de los tambores. Fue en ese preciso instante cuando los jóvenes empezaron a moverse. Un corro de personas aplaudía con alegría alrededor de los muchachos, que entrelazaban sus brazos, rotando sobre sí mismos en una vertiginosa danza popular.

Pero tanto el sonido de las cuerdas como el retumbar de las palmas fueron rotos por un ruido seco, fuerte y atronador. El irremediable sobresalto de los allí presentes quedó reducido a un inmenso terror cuando un hombre se abrió paso entre el gentío. El rostro, cubierto por una capucha blanca y coronado por una boina tan negra como su vestimenta, era imposible de distinguir; unos oscuros ojos, algo enrojecidos, eran lo único que se vislumbraba entre las pequeñas aberturas superiores de la tela. Sostenía a un aterrado chiquillo de no más de ocho años, presionando un revólver contra su sien.

Fue muy sencillo deducir quién era la madre de la criatura: una hermosa mujer, que apenas rozaba la cuarentena, sollozaba y suplicaba, víctima del desespero, entre la aterrada multitud, sumida en el más incómodo de los silencios. No hubo osado alguno que levantara la voz cuando tres individuos más se aproximaron y asieron por los brazos a varias personas, apuntándoles del mismo modo con imponentes armas.

- Por favor… - murmuraba todavía la progenitora del niño amenazado-. Cogedme a mí, pero no le hagáis daño…

Los susurros de la entristecida mujer se acallaron cuando el que parecía el portavoz del grupo se hizo oír entre los presentes.

- ¿Dónde está Lorenzo Arana? – la pregunta traspasó la tela que cubría su rostro, en forma de atronadora voz.

Nadie respondió. Parecía como si algún ente desconocido hubiese tensado los músculos de todos los testigos, impidiéndoles efectuar un solo movimiento sin que ésto diera lugar a repercusiones fatales. Quizás se tratase del miedo, del temor a perder la vida, ante algo que todos conocían, pero que jamás habían experimentado en su propia carne.

- Bien – murmuró pausadamente el líder-. Tendremos que tomar medidas.

El sonido sordo de las balas rozando el aire dio comienzo a la tragedia.

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Vívidas como nunca, las imágenes del descubrimiento que cambiaría el curso de todos los acontecimientos próximos pasaron antes sus ojos, como una vieja película empolvada entre los rescoldos de sus recuerdos. En el preciso instante en el que las manecillas de su reloj de muñeca apuntaron las cinco en punto de la tarde, rezó por que todo saliera bien, a pesar de que podía haber hecho mucho más por todos aquéllos a los que había puesto en peligro.

No obstante, aquella mañana había sentido impotencia: impotencia al percibir movimiento en la aldea; impotencia al comprobar que se estaban celebrando los festejos de Agosto; e impotencia porque parecía que ni un solo habitante había abandonado el pueblo. No habían prestado atención a sus advertencias ni habían seguido sus consejos. Sabía de antemano que, desafortunadamente, la situación era producto de una terrible confusión; un horrible malentendido que podía costar más de una vida.

Ahora que las evocaciones habían salido a flote, no merecía la pena tratar de anclarlas de nuevo en las profundidades de su memoria. Tal vez podría incluso sonsacar algo en claro, alguna pista que le condujera a una solución de última hora. Aun así, no pretendía engañarse a sí mismo: había hecho todo lo que estaba en su mano para concienciar a sus allegados del enorme problema que les acechaba. Albergaba la esperanza de que su carta pudiera modificar el rumbo de los sucesos, pero no tardó en percatarse de que no había llegado a tiempo. Y tampoco le costó demasiado el darse cuenta de que, tarde o temprano, lo encontrarían y la culpa, así como el peso de la ley, recaerían sobre él.

Cada segundo de aquella noche, cada sensación vivida a lo largo de su vigilia, irrumpía de nuevo en su cabeza como un invitado inesperado, pero no especialmente de su agrado. Aquel día, todavía bajo los últimos resplandores del crepúsculo, había comenzado una tortura que no aguardaba. Necesitado de reflexionar acerca de su nueva vida, había deambulado entre las adoquinadas calles de Lumbier, quizás en busca de una respuesta a la injusticia que no sólo él, sino también muchas más personas de las que se figuraba, estaban sufriendo. Las horas pasaban sin apenas percibirlas. Anduvo sin percatarse del paso del tiempo, sin importarle quién pasaba a su lado, e inmerso únicamente en sus profundas cavilaciones. No podría concretar en qué franja de la noche enfiló un estrecho callejón sin salida, en las afueras del pueblo, todavía caminando sin rumbo fijo.

Fue allí donde, cuestionándose por primera vez si debería regresar ya a casa, oyó un par de voces procedentes de una reducida abertura en el muro contiguo. Más que voces, se trataba de suaves susurros, murmuraciones que en un principio no logró captar con claridad. Sólo cuando se aproximó un poco más a su lugar de procedencia entendió el idioma en el que un par de individuos conversaban: era vascuence, y aquel orificio había resultado ser una minúscula ventana enrejada, que daba a una lúgubre taberna vacía, exceptuando a los dos sujetos que charlaban en la mesa más alejada de la barra, ocupada por un silencioso hombre, ya entrado en años, que pasaba un paño sobre la superficie meticulosamente. Le resultó imposible ver los rostros de los dos interlocutores: sus rasgos estaban ocultos bajo pasamontañas, así como su cabello se encontraba cubierto por gorros, a pesar de que la noche no era lo suficientemente fría como para utilizar ese tipo de atuendo. Lo único que logró deducir fue que ambos eran varones, debido al tono de su voz y a su robusta complexión. Su conocimiento de la lengua vasca era algo de lo que no solía sacar partido con frecuencia, pero no pudo evitar prestar atención a sus palabras.

- No deberíamos demorar más – musitó uno de ellos-. Llevamos demasiado tiempo tras su pista.

- Paciencia, Igor, paciencia – el otro tipo rompió a reír con delicada suavidad-. He planeado todo con el máximo cuidado para el primer día de los festejos de Agosto. Para entonces, él ya habrá regresado de Pamplona para disfrutar de sus vacaciones en la aldea. Nosotros sólo tenemos que irrumpir allí con discreción, al comienzo de la tarde, cuando todo el pueblo se haya congregado… Será más sencillo dar con él.

- Pero… - interrumpió su compañero -. ¿Qué hay de la gente que esté allí, Gorka?

- No habrá heridos si nadie me contradice… ten por seguro que sólo le quiero a él. Ese condenado concejal ha revolucionado el ayuntamiento de la capital, sus campañas han acumulado más y más votos para la derecha… y no voy a permitir que esto siga ocurriendo. Lorenzo Arana desaparecerá del mapa en cuestión de horas, y la izquierda al fin tendrá el camino libre – hizo una pausa, emitiendo un leve suspiro, mientras bajaba el tono de su voz todavía más -. Ya sé que sería fácil recurrir a otro coche bomba, pero deseché la idea porque el gobierno le asignó un escolta hace una semana, después de nuestra intimidación… Sin embargo, ¡él ha sido tan estúpido de prescindir de él y de su cargo! Y ahora es el momento de la venganza. No será complicado acabar con él, ¡nos lo ha puesto en bandeja! Después de nuestra intervención, estoy convencido de que su sucesor dudará en seguir su camino.

El individuo que había respondido al nombre de Igor asintió, estrechando sus grandes ojos, seguramente esbozando una sonrisa bajo el oscuro pasamontañas.

Todo su cuerpo se estremeció, mientras que un desagradable escalofrío recorría lentamente su espalda. Echó a correr casi sin pensar, huyendo de un enemigo invisible, como si alguien se hubiera percatado de su presencia en aquel lugar. Fue entonces cuando lo comprendió todo: quiénes eran aquellas personas y que él era su próximo blanco, tal como había soñado con pavor en cientos de ocasiones; e incluso vivido realmente días atrás, cuando se había descubierto un artefacto listo para explosionar, adherido a los bajos de su automóvil. Igual que en sus peores pesadillas. Y entendió también que, aunque se tratase de una injusticia, había una multitud de inocentes en peligro, a los que debía poner a salvo de cualquier modo.

Todas aquellas imágenes, así como el recuerdo de aquel abominable diálogo, se desvanecieron junto al sonido de la inconfundible sirena de un coche patrulla, que devolvió a Lorenzo abruptamente a la realidad. Sabía que le quedaban escasos segundos para reaccionar, y que no tenía sentido continuar ocultándose. No se molestó en ir a por Julia al interior de la ermita, donde jugaba con varias viejas muñecas que había traído para ella, ajena a todo problema; ni hizo amago de tratar de huir de alguna manera descabellada. Permaneció erguido, en el centro del jardín del empedrado claustro, a la espera de asumir un futuro que no merecía, pero del que estaba prevenido con creces.

Solamente dirigió la mirada al frente cuando, tras el sonoro chasquido de la verja de entrada, forzada con rapidez y eficacia, un agente se presentó ante él con expresión firme. No opuso resistencia; al contrario, extendió las palmas de sus manos con decisión, dejando las muñecas libres para que fuesen apresadas por las esposas.

- Queda usted detenido en nombre de la Ley y Constitución Españolas. Tiene derecho a guardar silencio.

- La niña se encuentra en la capilla – susurró con calma.

Fueron sus únicas palabras.

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Todavía con la culpa y la angustia remordiendo su conciencia, Javier Navarro retomó sus pasos hacia la comisaría de Lumbier, aunque en esta ocasión su intención no era cumplir con su pertinente jornada laboral. Agarraba el sobre rectangular como si perderlo le llevase la vida. Apenas restaba un instante para que el reloj marcase las cinco en punto de la tarde, y rezaba por que el comisario hubiese hecho aparición de una vez por todas, tras pasar el día completo encerrado en su piso junto a aquel envoltorio blanco que contenía algo parecido a un secreto de Estado. No se había atrevido a abandonarlo en el despacho de su superior al finalizar su turno, como si se tratase de correo ordinario; pero tampoco se había resistido a abrirlo, no después de que aquel individuo asegurara la premura e importancia del asunto.

La suerte le acompañó: nada más llegar, se topó frente a frente con José María Gutiérrez. Su rostro cansado denotaba el tremendo estrés que padecía desde el comienzo de la nueva investigación.

- Bueno, Navarro, ¿qué es éso tan trascendental que debe comunicarme? – inquirió el comisario, ya dentro de su oficina -. Le advierto de que no dispongo de mucho tiempo para atender otros casos, el de ahora es de vital urgencia. Sólo he descansado lo estrictamente esencial y me tengo que poner en contacto con las patrullas para revisar la situación…

- Señor, le aseguro que esta información es… - replicó el agente, dejando la frase a medio terminar, al tiempo que su jefe tomaba el sobre a regañadientes.

La expresión consternada de José María Gutiérrez inundó su morena tez, dando a entender lo imaginable.

- Gorka Ansoain… Igor Larraga… en la Herriko Taberna… madre mía… - fue lo único que logró balbucear, justo antes de tomar su intercomunicador, convocando a todos sus hombres para la que con seguridad sería una de las misiones más peligrosas en las que se habían visto envueltos.

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No hubo medio de comunicación alguno que acertara a describir con exactitud la conmoción que despertó el inesperado tiroteo que se produjo en aquella minúscula y calmada aldea. Aquel diecisiete de Agosto, el mal volvió a imponerse sobre el bien con una descomunal fuerza, dañando ilegítimamente todos los resquicios de amor, unión y alegría.

Las gotas de líquido rojo brotaban sin descanso del cuerpo moribundo de Javier Navarro, el osado agente que, a pesar de haber sido subestimado por su maestro, había mostrado el coraje suficiente para lanzarse a manos de la muerte por salvar a sus semejantes. Las sirenas de las ambulancias reverberaban entre el desolador vacío que había dejado la fuga de aquellos cómplices de la crueldad. La valerosa madre que había defendido la vida de su niño sin ningún resquicio de temor yacía en una blanca camilla, introducida en uno de los vehículos, mientras que los auxiliares sanitarios hacían lo imposible por ella.

Pero entre todo aquel caos, entre aquel insólito y abrumador espectáculo, nadie llegó a percatarse del inmenso sufrimiento de dos de las personas allí presentes. Cuando Carlos Sarasa, con las mejillas empapadas en copiosas lágrimas, abrazando a sus adoradas hija y mujer, se cruzó con la mirada de Lorenzo Arana, su corazón se detuvo con brusquedad por unos instantes. Sólo cuando lo vio esposado, dentro del coche patrulla, el arrepentimiento inundó su ser, y comenzó a comprender todo lo que había sucedido.

Fue un mortífero día más dentro del historial de asesinatos de la banda terrorista ETA.

Texto agregado el 09-09-2007, y leído por 242 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
11-10-2007 siempre dije que eras una de las mejores de esta pagina, esta historia lo confirma una vez más. TAmbien te dije que llegarias lejos en este complicado mundo de la escritura,el tiempo me dará la razón. Mil besos preciosa, espero que estés bien y que todo te vaya mejor. Un beso muy fuerte desde Bilbao*****Pablo MELENAS
24-09-2007 Muy bueno, me encanto. un beso Marcelo marjabra
14-09-2007 Excelente amiga, siempre te lo he dicho, escribes muy fluído y lo mejor es que metes al lector total y absolutamente en el lugar.Tu descripción es maravillosa, y no me cabe dudas de que seas ganadora. Van todas mis ondas positivas******* Besos Victoria 6236013
14-09-2007 Ay Martita muy bien esta este texto!! "como los anteriores" como que no.. saldras primera publicalo!! esta directo y muy delicado me re encanto!!! TE FELICITO!!! ***** y besitosss ///nil/// NILDA
12-09-2007 Ya, ganadora del consurso. No puede ser de otra forma. rey-feo
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