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¡AUUUUUUU!
Era una noche clara de luna llena.
El Hombre Lobo, el terrorífico ser peludo que causaba estragos en las aldeas de Sansilvania, estaba sentado sobre una dura piedra al borde de un camino solitario.
Tenía el ánimo sombrío y cada tanto lanzaba un aullido que helaba la sangre y paraba los pelos.
El Hombre Lobo no podía despegar la vista del suelo. ¡Algo había fallado esa noche! Un murciélago, una lechuza, una nube, un eclipse o vaya a saber qué cosa se había interpuesto entre él y la luna llena en el momento de convertirse en lobo.
La transformación no había sido completa. De los tobillos para arriba era una perfecta bestia, como siempre... Pero en el lugar donde debía tener las patas le habían quedado pies. ¡Y peor aún: llevaba unas ridículas chancletas celestes! Las mismas que se había puesto tanteando el suelo a oscuras esa noche cuando saltó de la cama para hundirse en las tinieblas de su oficio.
¡Imposible imaginar una situación más espantosa para un hombre y/o un lobo!
Se miró los pies, que asomaban de las pantuflas, paliditos y rosados, bramó de furia asesina.
Se paró y dio tres o cuatro pasos.
- Slap, slap, slap - hicieron las chancletas.
¡Ni soñar con ir de cacería en esas condiciones!
¡Cómo iba a hacer para saltar la cerca de los corrales y trepar las alambradas de los gallineros! ¡Con lo que le gustaban las gallinas asadas! El olorcito que salía de la cocina cuando cocinaba... De sólo recordarlo se le hacía agua la boca y se le ennegrecía un poco más el alma de bronca.
El Hombre Lobo miró la luna. Dejó escapar otro aullido, de esos que paralizan la sangre y enmarañan los pelos.
¡Tenía que solucionar el problema!
Por suerte, algo había en su cabezota que se transformó en una idea.
- ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum!- el Hombre Lobo golpeó a la puerta de su compadre Frankestein. El monstruo estaba en casa. Abrió, y le preguntó qué quería. - Que me prestes un par de zapatos por esta noche - clamó el Hombre Lobo, señalando con sus ásperas zarpas peludas los pies enchancletados. Y le explicó el problema.
Frankestein lo miró de arriba a abajo durante media hora. Era el tiempo que le llevaba entender las cosas simples. Después se volvió al interior de la casa y reapareció con un par de zapatones de hierro número 84.
Al Hombre Lobo se le fue el alma al suelo: esos zapatos de buzo no le servían para ir de caza ni para nada. Dio media vuelta y se fue barbotando por lo bajo.
No tardó en llegar a la casa del Fantasma. Una mansión. - ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! - golpeó. La enorme puerta se abrió con un chirrido lúgubre. Una aparición aterradora, blanca y además espectral se hizo visible en el marco.
- ¿Qué pasa? - dijo el Fantasma con su voz de ruina. El Hombre Lobo le explicó le que le había sucedido. - Necesito que me prestes un par de zapatos. No puedo atacar ovejas ni personas en pantuflas - dijo mostrándole los pies desolados.
Pero el Fantasma volaba a treinta centímetros del suelo. No entendía de zapatos ni de nada que se le pareciera porque nunca los había necesitado.
¡Ay! Estaba visto que una mala luna guiaba los pasos de la bestia esa noche.
El Hombre Lobo empezó a morderse las zarpas de los nervios.
Ahora marchaba a la casa de la Momia tan rápido como se lo permitían las chancletas.
- ¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! - golpeó. La Momia abrió la puerta y el aire se cargó con olor a humedad rancia del baúl del faraón. Pero además se sentía el aroma de una sopa flotando en el aire. El Hombre Lobo se relamió de hambre pero antes que la Momia pudiera emitir algún sonido, ya le había explicado su caso.
- ¡Prestame un par de zapatos...! ¡Qué se yo, algo para ponerme en los pies...! - le dijo desesperado. La Momia entró otra vez a la casa y volvió con un paquete de vendas. Se lo dio. Después, le cerró la puerta en el hocico.
Los dientes del Hombre Lobo sonaron como nueces aplastadas. ¡Nueces! ¡Qué rico-! Le encantaba el sabor amargo que tenían...
¡Era demasiado!
Con las fauces babeantes y las pupilas rojas de furia, volvió al camino solitario.
- Slap, slap, slap - le hacían las chancletas.
- Esta noche ayuno - pensaba para sí.
¡No hay nada más aterrador que un Hombre Lobo con hambre!
Por fin se sentó en el mismo tronco y volvió a clavar la vista en sus mismos pies.
Largo rato estuvo así, sin saber qué hacer como no fuera mirarse los dedos.
De pronto oyó unos pasos que se acercaban y recibió una palmada en el pescuezo que casi se lo rompe. Era el Hombre Invisible. Lo reconocía por los modales.
El Hombre Lobo respondió al saludo con un zarpazo como para arrancarle la yugular, pero manoteó el vacío. Después le hizo lugar en el tronco para que se sentara y le explicó su problema.
Un caminante desprevenido habría pensado que hablaba solo. En esas conversaciones estaban cuando al Hombre Lobo le germinó una idea en la cabeza como un poroto feliz.
¡Cómo no lo había pensado antes! ¡El Hombre Invisible podía ser la solución! Después de todo era lo más parecido a una persona que tenía entre sus amistades. Y ahí nomás le pidió prestados los zapatos.
El Hombre Invisible primero dijo que no. Pero el otro lo persuadió con unos tarascones y por fin accedió a regañadientes. Usaba zapatillas celestes. No era su costumbre prestarlas, pero por una vez nadie iba a notar que andaba descalzo. Él mismo tuvo que ponérselas al Hombre Lobo. El muy bestia no veía sus zapatillas. También tuvo que atarle los cordones: con sus uñas y garras peludas no era capaz de nada. Peor que con guantes...
Así fue como esa noche de clara luna llena el Hombre Lobo pudo por fin emprender su cacería por los corrales y caminos de Sansilvania. Cualquiera habría dicho que andaba en patas. Pero no: tenía las zapatillas del Hombre Invisible. Naturalmente, tampoco dejaría huellas y eso era una ventaja.
El Hombre Lobo se felicitó por lo vivo que era.
Un aullido de felicidad que coagulaba los pelos y retorcía la sangre le brotó de la garganta. Así respondía el mugido de los terneros que ahora escuchaba cada vez más cerca y le sonaban a música de arpa.
Se comería un rico asadito, y de postre pasaría por la vieja confitería para darle un buen susto al panadero y sacarle una de sus deliciosas tortas de vainilla... O mejor de naranja... O mejor de chocolate...

Texto agregado el 29-07-2002, y leído por 842 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-08-2002 Es un cuento muy lindo. Y muy bien escrito además. No creo que nadie pueda objetar nada. No sé si podéis borrar los comentarios, pero si no, me extraña que nadie te haya felicitado antes. De los que he leído hasta ahora, que no son tantos, es el que más me ha gustado. Gracias, sigue así. azul
 
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