PRIMAVERA EN MATADEROS
Los cuerpos graves tienden hacia la tierra
y hacia el cielo los ligeros.
Francis Bacon
Novum Organum
1620
I
Parece una esponja flotando en el aire, alcancé a pensar, mientras el objeto se me venía encima, directamente al entrecejo.
Seguramente porque siempre había podido esquivar el recto de mano izquierda en algunas pocas peleas de amateur, mis piernas se flexionaron y el pequeño adoquín, que de eso se trataba, fue a dar en el centro de la cara del viejo que murió en al acto.
Era diciembre, aún primavera y, en el barrio de Mataderos, el rojo colectivo “55” perforaba la tarde haciendo roncar su caño de escape.
La silla que había apoyado su respaldo en la pared, estaba depositada en sus cuatro patas y el cuerpo del pobre hombre en la vereda apuntaba a las nubes con el culo. La nariz aparecía roja como la de un payaso y dejaba escapar un hilo de sangre que comenzaba a buscar entre las canaletas de las viejas baldosas, como llegar hasta la alcantarilla para confundirse con el agua cargada de basura. Todo había resultado como una pirueta frustrada de circo. Me estremecí al percibir que vientos suaves traían el olor a sebo de algún frigorífico que todavía quedaba en el barrio; un lejano recuerdo infantil que se unía al aroma de los ligustros en flor y me hizo tomar conciencia que conocía el lugar.
Como si fueran extras de una película, que tenían que entrar a escena apenas escucharan la palabra “acción”, fueron apareciendo los vecinos, primeros curiosos que rodearon el cuerpo exánime del anciano, mientras yo me había quedado aturdido observando aquel desconocido y conservaba en mis manos el adoquín de aproximadamente 10 cm cúbicos que había levantado del piso. Cuando llegó la policía y finalmente la ambulancia, levanté la vista y observé al agente que me llevaba del brazo hacia el auto policial y también algunos dedos que me señalaban. Coincidiendo con el grito de “asesino” que venía desde la cabina de un camión desbordado de achuras, una mano fuerte se apoyó sobre mi cabeza para hacerme entrar en el patrullero mientras todo se volvía oscuro y mi propia remera era utilizada para taparme la cara.
Recién en ese momento entendí que era sospechoso de asesinato.
No encontraba las palabras para explicar que solo me hallaba en el lugar para conseguir trabajo, que no tenía nada que ver con el viejo, que no lo había matado y que no sabía quien podría haber tirado esa piedra con tanta fuerza. Sin embargo no podía dilucidar porque el sonido parecido al golpe en una sandía, seguía rebotando en mi cabeza.
Luego de un pequeño y absurdo trámite de papeleo, en el cual ni siquiera participé y donde descubrí que los policías hablaban del occiso como si lo conocieran, fui a parar a una pequeña celda sucia, cerca de la oficina y desde allí escuché que el finado no tenía quien lo reclame. Yo tampoco tengo a nadie, pensé, mientras escuchaba el golpe de la goma del sello que confirmaba mi carácter de detenido e incomunicado.
Allí pasé muchos minutos tratando de hilvanar el acontecimiento vivido hacía no más de dos horas.
Desde la celda se podía ver parte del patio y la grotesca imagen de las piernas desnudas del viejo apenas tapadas por una sábana amarilla y sucia. No podía quitar la vista de esos pequeños pies, casi femeninos, que iban perdiendo iluminación porque anochecía.
- Era un amigo para nosotros-, alcancé a escuchar. La voz provenía de las oficinas y parecía de alguien que había arrastrado una silla al levantarse y se dirigía hacia el calabozo. Un enorme gordo de civil entró solo, se acerco y me aplicó sin más ni más una formidable trompada en el estómago que me dobló haciéndome descargar el poco aire que tenía en mis pulmones. De haber tenido tiempo podría haber trabado los músculos abdominales como cuando boxeaba, pero no pude. Solo atiné a seguir el recorrido de un gran anillo que adornaba la mano del grandote.
-¿ Por qué lo mataste?, ¡Contestá!. ¿Se la tenías jurada, no es cierto?-, escupió el visitante. Apenas pude contestar que no tenía nada que ver. Que no sabía que había pasado y que no conocía a esa persona tirada en el patio.
-¿De qué trabajás?, Preguntó.
-Soy maestro, aunque ahora estoy buscando trabajo de carnicero-, dije casi arrepintiéndome del sospechoso significado de la palabra.
-¡De acá no vas a salir!, ¿ Me entendés?, Dicho esto el regordete, de ojos de perro bueno, se retiró cerrando nuevamente la celda con llave. Me acerqué al lavatorio percudido de mugre, me lavé la cara que no había sido tocada y cuando intenté recuperar aire llenando mis pulmones, sentí del lado derecho de mi cuerpo un pinchazo como una aguja clavada a la altura de las costillas.
Con la respiración cortita, me acurruque en un rincón y tomándome las rodillas con mis brazos, me quedé mirando hacia adonde se suponía que aún estaba el cuerpo del viejo que apenas alcanza a ver.
Ya era de noche cuando alguien que apareció como una sombra, me acercó un plato de arroz y un pancito. No tuve ánimo para recibirlo pues el golpe que me había desalojado a la fuerza el hambre de mi estómago, casi no me permitía enderezarme.
Como si el adoquín me hubiese dado a mí en la cabeza, un recuerdo de mi niñez apareció de improviso. Una niña había caído en un pozo ciego y cuando la rescataron con vida, alcanzó a decir que desde allí abajo se veían las estrellas, y después murió. Desde el calabozo se veía sobre el patio, un pequeño recorte de cielo y el primer lucero de la noche.
Lejos se oía la música vulgar de algún club de barrio, en una mezcolanza de ladridos de perro, cuchicheos y carcajadas de algunas personas que seguramente estarían preparando un asado a la parrilla. El olor que comenzaba a invadir la celda, me provocaba nauseas de solo pensar que todavía el fiambre estaría allí con los ojos abiertos sin poder ver el cielo, porque estaba muerto y porque el golpe que había recibido le había hundido la cara y lo había dejado bizco.
La noche comenzaba a dilatarse en los silencios y en los sonidos. ¿Estaba realmente solo en el momento del accidente?, ¿El viejo me habría visto?, ¿Alguien habría huido luego de cometer el asesinato?. Una cantidad de preguntas rondaban en mi cabeza, pero fundamentalmente lo que advertía era que el hecho de haber levantado esa maldita piedra hizo que me culparan a mí. ¿Por qué lo habría hecho?.
De pronto sentí la necesidad de reconstruir lo acontecido.
Comencé el monologo interior desde que esta mañana con angustia mientras lavaba mis tripas con un mate amargo, me detuve en la foto en blanco y negro de aproximadamente 12x 25 cm que había descubierto casualmente en un diario Clarín del año 1995, mientras envolvía un kilo de falda, en la carnicería en la que estaba empleado.
Un recorte maquillado por los años, que conservó desde aquella fecha y del que no me puedo abstraer de mirar curioso y llevar conmigo todos los santos días.
La instantánea fue tomada el lunes 17 de octubre de 1949, en la Plaza de Mayo. Tan solo cuatro años después del acontecimiento que marcara la historia argentina. Sin embargo era para mí mucho más que un documento. Con paciencia se podían contar alrededor de setenta personas apretujadas, ocupando el pequeño lugar que el esfuerzo y el deseo habían conquistado en ese día y, sin saberlo, en la foto. Un grupo abigarrado de obreros, de los cuales se podía ver el rostro iluminado de aquellos más cercanos al lente, teñidos por el disparo del flash, y apenas se podía intuir a los que, como en un recuerdo, su imagen se iba borrando en la distancia. En el ángulo inferior izquierdo, los ojos claros donde el sol rebotaba, como no pudiendo retener su asombro o su alegría, estaba la causa de mi cotidiano estupor, de mi diaria extrañeza; el rostro de mi padre. Aparecía en primer plano y solo se podía alcanzar a ver su mano derecha que parecía ajustar la expresión de contento que lo desbordaba. Tendría entonces treinta y dos años y yo apenas uno. Cincuenta años habían transcurrido desde la foto y a los cincuenta exactos, dieciocho años después, mi padre murió. No puedo desembarazarme de la idea de una premonición ante este hecho que hoy me involucra a la fuerza, en este barrio, en esta cárcel.
De tanto ver la foto, fui descubriendo que algunos personajes que rodeaban a mi padre para la posteridad, los había conocido cuando me llevaba al sindicato de la Carne, a ese viejo edificio cargado de fotos del General Perón y de Evita, donde cada dos por tres me perdía en las salas saturadas de cacareos exagerados y olor a pucho. Uno de ellos era Pascual, el que nos despertaba todos los domingos a fuerza de palmadas en la puerta de casa, que se escuchaban en todo el barrio y anticipaban el vermouth con maníes, previo a los inevitables tallarines. Otro, De Robertis, el más viejo, el que muriera atropellado por un tren que nunca alcanzo a tomar, ni ver, ni oír. También estaba Ciríaco, el único que en la foto aparecía mirando el piso, el sombrero puesto, con sus anteojos oscuros como ocultándose. El que siempre prefería escuchar que ver, según contaba mi padre.
Un niño sentado sobre los hombros de un mayor, en actitud de rezo, una inmensa sonrisa dibujada en sus labios que se diría era el símbolo perfecto de la esperanza de todos los concurrentes, se hallaba en el centro de la escena como un actor cincuenta centímetros por encima de los demás. Después, el resto de la plaza lo ocupaba la gente, el pueblo, la masa anónima inmortal.
En la foto, los tres, mi padre, Ciríaco y el niño, formaban sin que se lo hayan propuesto un triángulo de lados iguales, que yo, con gran escrupulosidad, medía en las tardes en que sentía que la vida me había abatido.
Con la foto en la mano, recordaba que hoy iba a ser uno más de los tantos días que había salido a conseguir trabajo. Tenía elegido caminar por las calles del barrio de Mataderos, el lugar de mi infancia, porque conocía el oficio de carnicero por mi padre y porque en un tiempo que ya parece tan lejano los frigoríficos del lugar ofrecían trabajo a destajo. Caminaba por el arrabal de míticas leyendas, de historias mezcladas con el boxeo y con el tango. Me acordaba de boxeadores del estilo del legendario “zurdo” Lausse, Ricardo Caliccio y de Rodolfo Merentino al que yo había conocido al borde de la canchita de fútbol donde se desarrollaban grandes campeonatos en pleno invierno, luciendo orgullosamente su pantalón pijama celeste y su camiseta interlock.
Suburbios de obreros de la carne, alrededor de lo que era el frigorífico estatal “Lisandro de la Torre”.
Se me metía el recuerdo de un paseo de la mano de mi padre por la Avda. Tellier, en el tiempo de la famosa huelga del gremio de la carne. Días, semanas, meses con el establecimiento parado y los animales muriendo en los jardines del Matadero. Ovejas agonizando debajo de los árboles y mi mirada atónita aferrado a la mano de mi padre, casi flotando en el olor nauseabundo de la muerte.
-¡Esto es un ejemplo para todos nosotros! ¡Acá, hijo, podrá darse cuenta que los “carneros” están muertos!-, decía mi padre, no pudiendo disimular un mohín de perversa satisfacción, al pensar en aquellos compañeros rompehuelgas que tanto odiaba.
Como una necesidad imperiosa, caminaba en mis pensamientos tal cual lo había hecho en ese día. Trataba de reconstruir los pasos anteriores a la esquivada del adoquín que matara al viejo. No lograba avanzar mas de allí. Caminaba decepcionado porque el día no había sido bueno; un día más de rechazos y negativas en todos aquellos lugares donde pedí trabajo. Recordaba que me acercaba a ese anciano que estaba sentado en una silla que se apoyaba en la pared con sus dos patas traseras y el respaldo. Veía a ese hombre en desequilibrio y había pensado, justo cuando vi venir aquello que volaba por el aire, que se estaba por caer. De pronto, recuerdo que me agaché, había recordado, en un instante, el juego de chicos cuando decíamos “¿Si tu papá mata un chancho, vos te asustás?” Y uno veía venir las palmadas del otro y cerraba los ojos. Cerré los ojos y me agaché. Cuando los volví a abrir, conservaba en mi cuerpo el vestigio de electricidad que provoca haber pasado un peligro inminente, y entonces vi el diminuto cuerpo del viejo, segundos después que un colectivo se perdía en el atardecer. Luego, el olor a sangre a la que estaba acostumbrado por mi oficio.
Varias libélulas anunciaban una pronta tormenta, pues revolotearon grotescamente alrededor de ese cuerpo mórbido. Me acerqué más por curioso que por ayudar. Tomé entre mis manos el pequeño adoquín, uno más de los que cubría el vetusto pavimento que aún no había sido asfaltado, miré hacia todos lados, no vi a nadie y volví al fulano que estaba culo para arriba. Fue en ese momento que aparecieron los curiosos por todos lados, amenazantes, culpándome, preguntando lo mismo que el gordo de la celda, -¿Por qué lo había hecho?.
Repentinamente llegó la policía de la Comisaría 42º, me metieron en el patrullero y me dejaron en la cárcel.
Yo no había sido. Estaba seguro. Si no conocía a ese hombre y no tenía nada contra él. Es cierto que el hecho de no conseguir trabajo por varios días me generaba bronca mezclada con una desesperación que me daban ganas de descargarla en alguien, como cuando boxeaba, pero...
II
El cansancio, los nervios, la situación me traía como oleadas un sueño atroz. Y soñé. Tan solo en pocos minutos porque muy pronto me desperté.
Soñé que Pésima se revolvía en la cama buscando inconscientemente el lado frío de las sábanas. Hacía mucho calor y no estaba mal sacar la cama a la sombra del paraíso, en la vereda de la casa de mi infancia. Después de todo podía hacer lo que quisiese, por algo era la reina de Dinamarca. Rubia de ojos celestes, había llegado al barrio hacía unos pocos minutos en una voiture blanca que apareció como flotando en una nube de polvo. Fue directamente a acostarse en la cama de la vereda. Se oía cantar a la Reina de Dinamarca, mientras se desnudaba y dejaba ver sus senos que brillaban como dos bolas de acero a la luz del verano.
“Las palomas y las nubes juegan a las escondidas en el cielo azul.
Tengo agujeros en el alma.
El sol duerme sobre las nubecitas y al suelo mojan con sus gotitas.
Tengo agujeros en el alma.”
-¿Quién sos?-, Le pregunté ingenuo ante tanta hermosura y candor.
-¡La muerte!-, respondió con una sonrisa la reina de Dinamarca, la rubia Pésima.
Entonces desperté. En el sueño Pésima tenía la cara de mi difunta madre, que no era rubia sino morocha.
En la noche cerrada los ladridos de un perro eran como un metrónomo, que ladraba dos veces y callaba...
-¿Qué vamos a hacer con el viejo del patio, oficial?
-Lo fuiste a ver. ¿Sabés quien es?
-No
-Es Ciríaco, el que trabajaba para el Comisario Céspedes.
-Bueh, ya vivió bastante. ¿Qué tendría, ochenta años?
-Mas o menos.
-¿El que está en el calabozo lo mató?
-Sí. Es fiambre. Mañana lo llevamos al Juez de Mataderos.
Escuché ese nombre como si supiera que se llamaba así. Pero recién a los pocos segundos lo asocié con Ciriaco el amigo de mi padre, el de la foto. La edad aproximada, su asqueroso oficio, por lo que acababa de escuchar, su residencia en el mismo barrio me hacían pensar que era el mismo.
De pronto me pareció que los pies del muerto, iluminados por la luz de la luna, comenzaban a moverse y que la sábana que los cubría se elevaba como si alguien tironeara hacia arriba.
Luego, una sombra atravesó el patio en un profundo silencio general. El fantasma de Ciriaco, pensé, aquel al que le gustaba más oír que ver porque con lo que oía se ganaba la vida como buche de la policía.
Los ladridos del perro convertidos casi en aullidos y el bolero “Perfidia” cantado por Pedro Vargas, se oían remotamente. Aún faltaban horas para la llegada del amanecer que tanto anhelaba, mientras el sueño, el dolor en mi costado y el incipiente frío me adormilaban sin remedio...
III
La voz de Pedro Vargas había ocupado el primer plano, mientras como una escenografía armada a propósito, el club Glorias Argentinas adquiría vida en aquel carnaval de 1946. No se sabía porque extraña circunstancia los concurrentes que eran muchos no ocupaban para bailar, el espacio dedicado para jugar basketboll. Probablemente porque nadie quería ser el centro, ni estar expuesto a las miradas de los otros. En cambio el resto del patio era ocupado por los bailarines. Cuando Ciríaco llegó, el baile ya había comenzado.
Se había ocupado de vestir, esa tardecita, ya casi noche, con un pantalón de poplín azul, un saco ajustado al cuerpo y una camisa blanca de cuello exageradamente ancho. Lucía con orgullo las prendas que había planchado pacientemente, mientras escuchaba un tango por la vieja radio y observaba la alegría de la gente desde la ventana de su pieza que daba a la calle y a la quinta de los portugueses, que ocupaba varias manzanas. El ruido de los baldes y cacerolas chocando, los gritos histéricos de las chicas y el agua cayendo a raudales sobre ellos delataban el final del clásico juego de carnaval en el barrio obrero, mientras la voz de Jorge Vidal desde radio Splendid comenzaba a cantar asomando al éter.
El club estaba de fiesta. Las bombitas de colores que pendían sobre los bailarines cruzaban el espacio de una punta a la otra, yendo y volviendo como las cuentas de un gigantesco rosario. Las parejas bailaban distribuidas en los contornos del patio.
Ciríaco hizo una recorrida visual por el lugar. Tenía la certeza, casi la convicción de que a partir de su llegada algo se había modificado en el club. Por supuesto imaginaba que todo el mundo estaba pendiente de él, sobre todo las mujeres. Todo parecía sonreírle. Buscó con sus ojos verdes y no encontró a ninguna mujer sin compañía. Comenzó a caminar. Sonreía al ver la incomodidad de esa pareja que tuvo que traer al hermanito de ella que no se separaba de ambos y los miraba tomando sus manos sobre su cabecita. O la alegría incontrolable de la gordita que había conseguido un morochazo para bailar. Esquivaba las parejas y ya había llegado a los contornos de la pista. Ese lugar que todo el mundo utilizaba para caminar y llegar al otro patio también convertido en pista. La noche del domingo recién empieza, pensó Ciríaco, cuando por los inmensos altoparlantes se oía “Perfidia” cantado por Pedro Vargas. Entonces observó como la multitud se constreñía. Aparecían por fin las verdaderas intenciones del baile. Esa búsqueda del macho y la hembra que habían conseguido el lugar, la hora propicia, las circunstancias dadas para desandar el instinto en momento del permiso. Ciríaco experimentaba cosquillas instaladas en sus genitales y sentía como un animal en búsqueda de su presa, oliendo y oyendo todo lo que sucedía. Volvía a percibir que su oído se agudizaba, como siempre, desde que era niño. Sonidos, charlas, discusiones, arrumacos como ahora. Escuchaba justamente las zalamerías de las parejas y se solazaba con los dichos procaces, las ingenuas proposiciones y aún las más siniestras insinuaciones. Podía seleccionar lo que oía. Otra vez la excitación era el detonante para que su oído comenzara a funcionar. Su agitación crecía de manera casi incontrolable y desde luego su capacidad de oír a lo lejos aumentaba. Comenzaba a sentir miedo de mojar sus pantalones de un esperma prematuro, mientras tropezaba con la gente que lo miraba mal. Siempre creyó que todos se daban cuenta que los oía, por consiguiente trataba de huir y buscar un lugar para calmarse. Ya cerca de uno de los árboles que rodeaban la pista, sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se secó la transpiración en esa calurosa noche de verano. Sus sentidos estaban profundamente excitados, al punto que en un momento percibió que su vista se nublaba.
De pronto una mano acarició su hombro. Era una mujer morena de pelo ondulado, de labios carnosos, mirada soñadora, vestida con una pollera azul a lunares blancos y una blusa cuyo amplio cuello aparecía impecable. Bella.
-¿Se siente bien?-, Preguntó con un suave acento del norte del país. Sumido aún en el sopor de los sentidos, Ciríaco solo atinó a responder que sí y huyó, porque como decía la revista de actualidad que había leído la noche anterior, “No es bueno que el hombre parezca débil ante la mujer”. Volvió a caminar y a sentirse mejor. La serenidad había conseguido calmar a su oído y ahora ya recuperado, iba en busca de un sueño nunca cumplido: salir a bailar, conocer a alguien, acostarse con ella y olvidarla al otro día. A los pocos pasos, se dio vuelta para tratar de ver nuevamente a la mujer que lo había asistido. Ya era tarde. Una desilusión invadió su alma. Tenía la certeza que se había perdido algo importante. Buscó con frenesí el rostro de la mujer entre la gente. A medida que transcurrían los minutos se le antojaba que había hablado hacía instantes, con la mujer más bella del mundo. El intento fue en vano, había desaparecido. Ciríaco intentando agudizar su oído sin conseguirlo, se sintió ridículo y la tarde que había sido promisoria, estaba transformándose en la noche más oscura.
El baile estaba en su apogeo. Era una verdadera multitud en las dos pistas, aún sobre un charco de agua que ya estaba casi seco, aún en el centro de la pista a la que ya todo el mundo le había perdido el miedo. Finalmente sintió que su ánimo había decaído, que ya no tenía ganas de permanecer en el lugar. Salió como pudo a la calle. Las fieras mascaritas del carnaval se le venían encima, le hacían sonar sus cornetas y pitos en su oído lastimado, le arrojaban papel picado que se pegaba a la poca saliva de su boca reseca. Ciríaco sintió que su rostro también llevaba una máscara triste y que necesitaba llegar a su pieza para sacársela y dejarla colgada en el respaldo de su cama hasta la aparición del nuevo día. En su cabeza todavía sonaba “Perfidia” cantado por Pedro Vargas, como si hubiese sido la única canción que había escuchado toda la noche. Pero no se acordaba el nombre del bolero y se le ocurría “Traición” que era lo mismo aunque no lo supiese. “Te he buscado por doquiera que yo voy y no te puedo hallar”, la letra del bolero rebullía en la cabeza de Ciríaco mientras el sueño lo iba atrapando.
IV
Cuando desperté estaba pegado a las rejas acurrucado por el dolor. La posición de mi cuerpo me remitió a como había quedado el viejo después del golpe y esto me hizo tomar conciencia que la pesadilla tenía continuidad en la realidad. En el momento en que abrí los ojos, una sombra que se me antojaba negra, espesa y descomunal, estaba parada frente a mí. Tenía una forma humana y parecía haber estado allí, en silencio, observándome todo el tiempo. Comencé con esfuerzo a levantarme y entonces se alejó lenta y silenciosamente. Lejos se intuía el sonido de algún trueno ya que en el cielo las estrellas habían desaparecido y algunas gotas comenzaban a mojar el patio. Tenía la impresión que dentro de mi cabeza una bandada de pájaros ciegos chocaba entre sí pronunciando un nombre cuya inevitable repetición me cargaba de pavor: Ciríaco. Recordaba haber soñado acerca de él, aunque en el sueño no tenía cara.
Sentado en el banco de porlan frío y sucio, descubrí que mi remera contenía manchas oscuras que no alcanzaba a distinguir aunque, seguramente eran de sangre pues en mi boca el gusto salado era evidente. Pensé en el golpe en el estómago que aún me dolía mucho y me alarmé, mientras el canto de un grillo dentro de la celda me exasperaba. Dejé deslizar mi cuerpo en el asiento frío y la posición horizontal calmó un poco mis dolores. Al transcurrir los minutos y en la oscuridad casi total, la monotonía del chirrido del pequeño grillo ahora extrañamente suave, me fue llevando nuevamente al sueño, mientras uno de mis ojos dejaba deslizar una lágrima sigilosa...
V
El sonido intermitente cada vez más enérgico correspondía al despertador que Ciríaco había colocado la noche anterior para que sonara exactamente a las cinco de la mañana y comenzara a vestirse para ir a trabajar al frigorífico. Es increíble el poder curador del sueño, pensó cuando los recuerdos ya ocupaban un pequeño espacio en su memoria y se solazaba mirando el verde oscuro de la quinta de los portugueses y el tractor que en la lejanía aún no había apagado sus luces. Sin embargo sentía que estaba profundamente enamorado de aquella hermosa mujer que en el baile solo le había dirigido dos palabras y una mirada dulce.
Mientras se deslizaba dentro de las ropas del uniforme de matarife, escuchó que del chalecito de al lado, exactamente desde la pared que los unía, provenían sonidos ahogados, henchidos de placer, cercanos ya al clímax que acompañaba el sube y baja del elástico de la cama. Seguramente Celia, la muda, la vecina, la que todo el mundo calificaba como bruja, habría encontrado en la noche de carnaval alguien que pudo llevar a su casita. Especialista en echar maldiciones de resultado infalible era consultada con frecuencia para hacer algún daño al enemigo de turno. Todavía quedaba en la memoria colectiva del lugar como Don Pepe se consumió como un limón, se arrugó y se puso verde hasta que murió. No eran pocos los que atribuían el hecho a Celia. De su casa provenían los más extraños sonidos y los aromas más secretos. Las mujeres del conglomerado no podían entender el comportamiento de sus consortes verdaderamente enloquecidos por ella, ya que algunas los habrían descubierto en las madrugadas sentados frente a la puerta de Celia como hipnotizados, en un verdadero estado de sonambulez. . Ciríaco nunca pudo descifrar el misterio de esta mujer, porque aún agudizando su oído sus sonidos siempre resultaban incomprensibles y los gestos de las manos en los pocos encuentros que tuvieron, siempre se le antojaban absolutamente eróticos e hipnóticos, como si lo transportara envuelto en un delicioso perfume de incienso.
Hoy nuevamente alguien la acompañaba y otra vez su acólito parecía hablar a destajo, seguro de la inviolabilidad de sus secretos a una muda. La excitación de Ciríaco era cada vez más grande, sentía que formaba parte de un trío, por lo menos en su imaginación. Esta excitación iba agudizando su oído entonces abandonó la copa de vidrio que había apoyado en su oreja por su base contra la pared. Su madre le había enseñado este procedimiento cuando era chico. Ella lo había utilizado más de una vez en Yugoslavia, en plena guerra mundial, para escuchar desde el sótano los pasos de los soldados que se acercaban. El olor a madera recién pintada, el perfume que se desprendía del parquet, el olor a pasto húmedo que se filtraba por la ventana y el deliciosos sonido de sus vecinos haciendo el amor en la pieza de al lado, le llenaban el alma hasta el tope de un maravilloso éxtasis, un bouquet de vida que quería conservar por un largo rato. Sin embargo se veía ridículo sentado en la cama con su mano hurgueteando el pantalón del uniforme y escuchando con absoluta nitidez, mientras no podía contener una sonrisa cuando oyó que en final del entrevero amoroso, el señor desconocido le repetía incansablemente a la muda que la amaba de verdad.
Después de todo no era para menos Celia era una hermosa mujer con aires de gitana, de profundos ojos negros, cuerpo alto y delgado y una sonrisa tan perversa que asustaba. De todas maneras lo que verdaderamente le había llamado la atención es lo que habló el desconocido seguidamente,
- Cuando muera “la señora” yo te habilito a vos -, dijo el visitante totalmente emocionado según lo entendió Ciríaco.
Luego, cuando escuchó los sonidos suaves pero precisos de la despedida, su oído se cerró suavemente, como el capullo de una rosa y su atención quedó flotando en los dichos del desconocido mientras reanudaba las acciones que lo llevarían a su trabajo esa mañana.
Al lado la puerta se cerró de un golpe. Esperó unos segundos hasta que el extraño saliera a la calle. Ya en la vereda observó como el color azul oscuro de la madrugada se tragaba un auto negro y brillante. En su interior un hombre conducía y el otro en el asiento de atrás trataba de recomponer su imagen mientras dejaba tras de sí una noche de lascivia y chifladura.
Una reconfortante alegría le provocaba a Ciriaco, seguir con su mirada los entrecruzamientos infinitos que dejaban las huellas de las ruedas de los carros sobre la calle de tierra, de barro, luego de las lluvias. Transitando el caminito hecho de lajas rústicas que bordeaba la quinta de los portugueses y a cuyo lado corría un ridículo río de agua cristalina que servía para el riego, observaba la profundidad de algunas líneas y la levedad de otras. Un placer inmenso lo embargaba de solo pensar en tener en sus manos esos inmensos terrones de barro, que comenzaban a secarse por la acción del sol, que tímidamente, casi blanco, iluminaba los pequeños charcos de agua que brillaban hasta encandilar sus ojos.
Aún conservaba el sonido de las palabras del acompañante de Celia que extrañamente sonaban en su oído en la versión ridícula del timbre de voz grave del visitante nocturno, cuando se disponía a cruzar “el callejón de la muerte” como llamaban los vecinos a la única calle asfaltada de no más de trescientos metros que era la más sucia y hedionda del barrio y que dividía en dos la quinta de los portugueses.
Atravesar esta calle era inevitable, pues constituía el camino obligado para llegar hasta la Avenida General Paz y de allí hasta la Capital donde se encontraba el frigorífico. Ciríaco caminaba por el senderito abierto entre los yuyos altos y duros, expectante por lo que habría de hallar tirado a los costados del callejón, como le ocurría todas las mañanas. El cambio de escenografía era notable. El verde paisaje de surcos perfectos, casi bucólico donde el agua cristalina buscaba alegremente las hendiduras en la tierra negra para alimentar las incipientes raíces del sembradío de las quintas, se transformaba abruptamente en un paisaje de desperdicios. Esta mañana, particularmente, le llamó la atención un caballo blanco que parecía estar acostado casi al final de la calle. Fue acercándose necesariamente, caminando entre latas oxidadas, trapos multicolores y diarios amarillos y viejos que volaban llevados por la brisa de la mañana. El olor a medida que avanzaba se hacía insoportable por lo que dedujo que su primera impresión era errónea cuando pensó que ese animal solo estaba allí descansando y que cuando él pasara se levantaría y saldría al galope. No se levantó sino que por el contrario cuando llegó a estar a solo pocos metros del animal advirtió que particularmente la panza era el festín de innumerables gusanos blancos nacarados que brillaban en la tibia claridad del sol, mientras los ojos entreabiertos del animal parecían cargados de un singular placer. Aunque intentaba no mirar ese espectáculo espantoso, no podía contener la tentación. Nuevamente sus sentidos se habían excitado. Cerró los ojos para no ver, se tapó los oídos para no oír, sin embargo, los gritos de los portugueses en la quinta se mezclaron con el sonido de las ratas que seguramente daban vueltas por la basura y hasta creyó escuchar a los gusanos frotándose entre sí. Nuevamente recordaba las historias acerca del extraño paraje. El día que encontraron solo el cinturón del uniforme de un policía que jamás apareció o cuando aparecieron tirados dos fetos humanos, probablemente mellizos, envueltos en una frazada de color verde y negro.
Ciríaco llegó como pudo al final del callejón. Allí volteó para mirar la hazaña nuevamente concluida. Aún sumido en el sopor de los sonidos que danzaban en su cabeza, vio que Celia estaba a punto de cumplir el mismo camino, según lo hacía todas las mañanas para ir a su trabajo. Veía su maravillosa silueta recortada ante el sol de la mañana que le daba de atrás y que le concedía un carácter verdaderamente fantasmagórico. Dudaba entre esperarla y no, primero porque llegaba tarde al frigorífico y segundo porque le apareció nuevamente aquel viejo terror que hacía que no pudiese acercarse a las mujeres y establecer aunque más no sea una incipiente relación. Ciríaco aún era virgen y esta situación que lo entristecía enormemente no lo molestó cuando los sonidos desagradables recién escuchados eran reemplazados por los tacos de Celia que caminaba por el pavimento a solo doscientos metros de él y lo que creyó era el roce de la enagua sobre la piel de esa mujer que comenzaba a inquietarlo. Apuró el paso y el rumor de los sonidos en su cabeza se fue transmutando en la secreta alegría que le provocaba creer que no estaba lejos el día de su ansiado debut sexual.
La mañana fue quedando atrás y al mediodía los obreros iban abandonando sus tareas para dirigirse al comedor del frigorífico, donde Jesús Leiva, el delegado sindical del establecimiento y uno de los asesores de la CGT, habría de dar las últimas instrucciones a sus compañeros para recibir esa tarde a la compañera Evita que, mediante su gestión, vendría a dirigirles unas palabras de reconocimiento y afecto. La sorpresa fue mayúscula porque la comitiva que encabezaba Evita apareció de improviso cuando nadie la esperaba. “Razones de seguridad” argumentaron después sus custodios. Las puertas del comedor se abrieron y en pocos segundos ante la emoción de algunos, la indiferencia de unos pocos y la sorpresa de la mayoría, se armó un perfecto semicírculo cuyo centro ocupó Evita. El cabello recogido, un leve mohín de su cabeza hacia el lado derecho, su pollera negra y blusa negra, el trajecito blanco con los bolsillos ribeteados en negro y su sonrisa angelical, le conferían a su figura una suerte de disimulo de la fatiga de su cuerpo desmejorado por la enfermedad.
.- Queridos compañeros: Es un honor para mí darle la bienvenida a la señora, a nuestra querida compañera Evita, - dijo Leiva casi al borde del llanto, pero feliz de no haber perdido el protagonismo ante lo abrupto de los acontecimientos.
En medio de la espontánea ovación y los aplausos emocionados, Evita comenzó a hablar. “Queridos descamisados: Con esta visita tengo un gran placer. Este frigorífico me es sumamente simpático, por que en él, diariamente hombres y mujeres labran con su esfuerzo, capacidad y tenacidad, la grandeza de nuestra querida Argentina. “La compañera Evita no olvida el papel que cumplió el gremio de la carne en la gloriosa epopeya del 17 de octubre. Por eso estamos trabajando para que termine la incertidumbre de los compañeros del gremio ante la ola de despidos”.
El discurso parecía espontáneo, de todas maneras nadie se aventuraría a decir que se trataba de un acto electoralista, a pesar de la cercanía de las elecciones presidenciales. Ciríaco, que se encontraba en la primera fila, no escuchó las palabras encendidas de la compañera porque se había ocupado de seguir de cerca los rostros de algunos de los obreros y especialmente el de las mujeres, que con lágrimas en los ojos amaban incondicionalmente a esa mujer. El rostro macilento, la casi transparencia de su piel y esos ojos que le recordaron al caballo que había visto tirado en el callejón, le trajeron a su mente, no sabía porque, la frase que había escuchado en la mañana “cuando muera la señora yo te habilito a vos”.
La comitiva se retiró con la misma rapidez con la que llegó y entonces Ciríaco aprovechó la oportunidad para preguntar al delegado Leiva por la salud de la señora. – De eso no se habla-, fue la lacónica respuesta del delegado, acompañada por un golpe en su cara que no se definía como un cachetazo o una caricia amistosa en medio de los abrazos y apretones de mano por haber sido el artífice de tamaño acontecimiento en un modesto frigorífico de Mataderos.
Esa tarde no pudo apartarse un segundo del recuerdo fugaz de esa mujer cargada de magia y de poder. Por otro lado pensaba que si en realidad el visitante de Celia se refería a la Señora era probable que se tratara de un individuo muy influyente, porque estaba al tanto de la salud de la mujer más importante del país.
Al día siguiente decidió acercarse a Celia de alguna manera. Esperó escuchar el sonido de la puerta de ella cerrándose, e inmediatamente salió él. La saludó especialmente y decidió acompañarla sobre todo ante la inesperada sonrisa de ella. Sintió que su corazón latía muy fuerte. Sabía que no podía esperar ninguna palabra de la muda, por eso se encargó de llenar los silencios con una parrafada de comentarios banales acerca de la mañana, el lugar y el tiempo. Extrañamente Celia lo escuchaba atentamente. Solo interrumpía la conversación con gestos de su cara, que le resultaban absolutamente entendibles. Se puede decir que conversaron y de alguna manera se conocieron. Juntos atravesaron el callejón de la muerte. Al final se despidieron y ambos tuvieron la sensación fehaciente que algo nuevo había comenzado. Ciríaco se detuvo para ver como Celia se alejaba y se perdía lentamente mientras cruzaba la General Paz. En un momento le pareció que se había dado vuelta, pero no muy convencido de esto comenzó a caminar derecho al frigorífico.
VI
Esa noche el visitante nocturno volvió. La rutina comenzaba. Nuevamente se acercó a la pared de su habitación y desde allí escuchó algo que le llamó la atención. Esta vez no se escuchaban los sonidos empalagosos del acto sexual, sino una larga perorata del personaje misterioso, que entre frase y frase hacía unas pausas inquietantes, como si escuchara a alguien. Repetía con frecuencia la palabra traición. De pronto escuchó los movimientos del retiro de aquel personaje. Entonces espió desde la ventana de su habitación. Observó que este señor de aproximadamente cincuenta años, corpulento y elegante, ocultaba su rostro debajo del ala de su sombrero gris. Sin embargo, cuando la luz del farol de la calle lo iluminó, le pareció reconocerlo.
Entonces dejó su habitación, salió a la vereda y corrió hacia la ventanilla del auto que ya se había puesto en marcha. Mayúscula fue su sorpresa cuando confirmó que era el personaje que imaginaba. Cándido e ingenuo se enfrentó cara a cara con él. Este al advertir su presencia lo miró severo y amenazante, luego ocultó su rostro con el sombrero y se marchó deshaciéndose en la oscuridad de la noche. Mientras tanto Celia había aparecido detrás suyo. Solo alcanzó a escuchar que la muda decía – ¡Te voy a matar porque si hablaras cambiarías la historia argentina!.
Mientras el auto negro perdía su brillo y sus formas, el cuerpo ensangrentado de Ciríaco caía de bruces en la vereda debido al golpe que Celia, a traición, le había propinado en su cabeza.
VII
Me desperté cuando me di cuenta que mi cuerpo, que seguramente se balanceaba, estaba a punto de caer del banco de piedra al piso del pequeño calabozo. La incertidumbre, el dolor de todo mi ser y las voces de los policías que se hacían cada vez más ostensibles, me permitían registrar que nuevamente estaba despierto, pero con la cabeza llena de imágenes de la asombrosa pesadilla. Advertía que no había abandonado la foto del diario que me acompañara desde el comienzo del encierro. Volví a la imagen de Ciríaco y recordaba que había sido un buche de la policía en el apogeo del Peronismo, según lo contara mi propio padre.
Alguien, que si hubiese hablado lo que no habló quizás hubiese cambiado la historia de este país.
De pronto se abrió la puerta de la celda y entró el Comisario Céspedes de la Comisaría 42°, que no era otro que el gordo que horas antes me había golpeado.
- Aquí no ha pasado nada, hay que olvidarse de todo, estás en libertad-, dijo mientras me palmeaba la espalda y sonreía amistosamente.
- ¿Qué pasó?-, Pregunté sin entender absolutamente nada y con la cabeza pesada por el sueño reciente.
- Una vecina acababa de declarar que vio como el colectivo 55 mordió con sus gomas dobles un adoquín desprendido del pavimento y lo despidió contra la cara del viejo. Un accidente muy raro, pero así fue. Tuviste suerte. Estás libre.
Necesite un empujón del Comisario en la espalda porque no podía responder con mis piernas. Me hallaba en el misterioso límite de no saber si la realidad se inmiscuía en la pesadilla o si ésta en realidad comenzaba de nuevo.
Al cruzar el patio absolutamente limpio no tuve ganas de preguntar por el finado, ni recuperar la vieja foto del diario que había quedado en el escritorio del Comisario en medio del papeleo de la salida. Tampoco quise hacer una nueva recorrida por los recuerdos.
Solo me encontraba caminando por las calles del barrio de Mataderos.
El intenso rojo del amanecer del final de la primavera, comenzaba a teñir las últimas penumbras de la noche que se deshilachaban como mis pensamientos.
En tanto, el viejo hambre atacaba de nuevo.
FIN
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