Había un lugar en la ciudad por el que no quería pasar más.
Varias veces había tenido malas experiencias que la habían dejado traumatizada.
Dos veces se había caído y las dos veces se había fracturado el mismo hueso de la mano; el pisciforme le habían dicho. Le había encantado ese nombre tan poético del pequeño huesito que le dolía tanto. Cada vez que iba a llover la mano se le endurecía y sentía un latido suave, sordo, constante que le recordaba sus tropiezos.
Otras tres veces la habían asaltado. La primera con un arma. Sintió que se le helaba la sangre, se paralizó del terror y le dio todo lo que llevaba al muchachito con cara de miedo. La segunda fue por distraída, le arrebataron la billetera en la que estaba guardando un vuelto. La tercera fue casi una entrega, al ver al chico con cara de chorro le puso en las manos la plata que llevaba para que no le robara los documentos.
Varias veces la había salpicado un auto que pasaba demasiado cerca del cordón.
Otra vez casi la atropella un colectivo que se subió a la vereda.
Primero pensó en evadir el fatídico lugar haciendo una gran vuelta de muchas cuadras para no pasar por ese sitio pero mágica o distraídamente se encontraba nuevamente en el lugar marcado.
Después pensó en mudarse pero no pudo conseguir comprador para su departamentito interno de un segundo piso con vista a la pared.
Entonces y sólo para asegurarse de no volver a pasar ahí, quietita, sentada en la vereda, esperando, permaneció en ese lugar.