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Lo que más me molesta es no saber cuándo fallecí. Hace un tiempo estuve vivo, estoy casi seguro de ello. Ahora soy un espíritu, un fantasma o algún tipo de energía ectoplásmica. En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que soy ahora. Lo que si sé es que nadie puede verme. Este fue uno de los primeros indicios de que algo extraño me había ocurrido. Cuando estaba entre los vivos, ¿hace cuánto habrá sido? no me distinguí por mi notoriedad entre la gente. Sin embargo un buen día – ¿buen día?- descubrí que había dejado de ser un cuerpo opaco y me había vuelto incapaz de reflejar la luz que viaja incesante iluminando los objetos y mostrándolos hermosos u horribles ante la mirada y el juicio de cada ojo espectador. Transparente, por así decirlo, o mejor: invisible me había tornado. Pensé sin embargo, que ser invisible no necesariamente significa estar muerto. Aún así me encontré desesperado al notar mis palabras inaudibles y mis acciones que parecían no tener repercusión alguna en el mundo físico. Eso, aunado al hecho de repetir incansablemente el mismo día, al de encontrarme recorriendo siempre la misma calle y dirigiéndome al mismo lugar me esclarecieron un poco mi situación sobrenatural.
Mis sentidos me engañaban algunas veces emulando en mi mente el olor amargo del licor, la pesadez de los párpados, el cansancio en los pies. Incluso algunas veces juraría que me sentía adormecido por el vino que todavía creía degustar. Con la curiosidad que siempre me caracterizó y posteriormente con un travieso sentido del morbo, me dediqué a observar a la gente. Los parroquianos en las tabernas representaban mi mayor fuente de distracción, pues pocas hay para los invisibles como yo. Sentado al final de la barra, les dirigía miradas atentas y ponía el mayor interés en sus mundanas conversaciones. Pero más hermoso aún era contemplar el semblante tranquilo y confidente de mi bien amada, mi Beatriz, mi Eleonor, mi Helena. Es hermoso mirar a la persona amada sin que se percate de ello, verla actuar de modo natural, casi instintivo. Parecía no verse afectada por mi repentina desaparición, tanto que a ratos sospechaba sobre su participación en tan misterioso crimen. Porque estoy seguro que un crimen es lo que se esconde tras el enigma de mi situación actual.
Algunas veces en el gris transcurrir de los días me encontraba con un joven que no solo podía verme, sino que entablaba largas conversaciones conmigo. Este chico tenía un extraño toque que me era muy familiar, pero las telarañas del olvido me invadían completamente, así que me fue imposible atinar a quién pertenecía ese semblante distraído e introspectivo. Me miraba al hablar con ojos cuya expresión era tan ausente que parecía hablar consigo mismo. Algunas veces mirábamos juntos el paradero de autobuses, las oficinas de gobierno o la plaza repleta de gente ocupada en sus asuntos, ya corriendo para refugiarse de la lluvia, ya comprando algodón de azúcar. El chico hablaba del futuro como de un evento pasado. Eso me hizo pensar que muy probablemente me encontraba frente a un alma estancada como yo. Por mi parte, no dejaba de notar cierto aire de reproche en sus palabras. El único sentir que descubrí en aquella mirada lejana fue una especie de ira impotente encauzada toda hacia mi persona. Por alguna razón, este hombrecito descargaba su frustración en mí, cosa que yo atribuí al hecho de no haber nadie más por ahí con quien pudiéramos tener contacto. Sin embargo, conforme más nos conocíamos, o tal vez sería más exacto decir nos reconocíamos, sus reproches crecían en agresividad y violencia. ¡El iluso joven parecía convencido de que yo le asesiné! Tan ácidos se hacían sus comentarios que llegué a creer yo mismo en sus palabras y pasé noches enteras con el remordimiento de un homicidio carcomiendo lo poco que me quedaba de corazón. Y lo peor era la maldita amnesia que me imposibilitaba recordar la muerte de este muchacho, mi vida y mi propia muerte.
Pasado algún tiempo, imposible discernir cuánto, caminando un día por el viejo corredor de los tulipanes, me encontré con otro personaje que estaba consciente de mi existencia. Era un hombre maduro, con una pinta que me pareció en primera instancia de pintor. Su rostro denotaba cansancio, pero no el cansancio que deja la edad sino un cansancio mucho más abrumador y triste. El cansancio resultado de hacer lo mismo una y otra vez sin parar. Tal vez pintaba un retrato durante años para después destruirlo, montar un caballete con un nuevo lienzo blanco y comenzar de nuevo. Quizá buscaba la perfección de un rostro sabiendo que su obra jamás le satisfaría. No pude confirmar su identidad pero su mirar denotaba una facilidad tremenda de análisis. En cambio, su actitud era bastante inmadura, hasta pueril podría decirse. Hablaba de sus obras con grandilocuencia y erudición, pero con palabras cuyo significado parecía haber olvidado hace tiempo. Era su discurso un soliloquio aprendido de memoria y recitado sin inflexión alguna en su voz. Nunca confirmé si en realidad se trataba de un artista plástico, lo mismo podría haber sido un músico, o un dramaturgo. Se refería a todo su arte como “sus obras” y era materialmente imposible acceder a ellas, por eso sería difícil adivinar a qué arte se consagraba. Todo esto contrastaba con la frialdad del muchacho triste y rencoroso. El artista se ignoraba muerto, olvidado y desconocido mientras que aquel chico parecía ser quien mejor entendía nuestra situación. El artista conocía al muchacho y hasta me inquiría por él, a veces irónico, a veces sinceramente interesado.
Era obvio que ambos se conocían de tiempo, lo cual no me extrañó mucho siendo los únicos seres con quienes parecía compartir esa especie de limbo. Lo que si causó cierta extrañeza en mí fue el descubrir qué tanto me conocían ellos. Lo denotaban al mirarme de reojo mientras enunciaban frases con que definí momentos cruciales de mi paso por el mundo. No es necesario recalcar que también me parecía conocer de algún lado a ese viejo con facha de pintor.
Conforme pasaban incontables los días, fui recordando poco a poco en qué consistió mi vida. El interés en este par de personajes me ayudó a recordar un poco al tratar de averiguar por qué sabían tanto de mí. Además mientras más dirigía mi atención a observar a mi musa, más comunes se volvían los lapsos en que recodaba; algunas veces imágenes aisladas, la sensación de un beso, la estrechez de su cuerpo o la dulzura de su voz. Otras veces la furia en sus ojos con que me fulminaba por razones que aún no vuelven a mi memoria, o su voz quebrada al llorar mientras miraba incrédula como nos lastimábamos amándonos tanto.
Cada vez estaba más seguro de que todo eso tenía relación con mi muerte, desaparición, transmutación o lo que sea que me haya pasado. Como mencioné antes, a veces me traicionaba la sensación de seguir vivo y casi podía sentir escalofríos al recordar algo que mi corazón relacionaba directamente con el fin de mi vida. Sentía algo muy parecido a un fuerte dolor en la boca del estómago, un sudor frío por la espalda y un gusto amargo y bilioso en la boca. Y todo estaba inescrutablemente ligado a una noche, una reunión, unos tragos. ¡Maldición! ¿Qué había pasado?


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En cierta ocasión me encontraba escuchando las interminables exaltaciones del pintor hacia su propia obra, cuando súbitamente apareció el joven de la misteriosa mirada. Después de tanto tiempo era la primera vez que los veía juntos a pesar de las reiteradas alusiones de uno al otro. Esto me pareció todo un acontecimiento ¡y ni siquiera sabía lo que me esperaba por descubrir!
Como de costumbre mi compañero el artista nos llenó los oídos de autocomplacencias y como era de esperarse, dada la personalidad de nuestro joven interlocutor, las burlas y reproches no se hicieron esperar.
El joven se burlaba de la actitud del incomprendido hombre maduro a quien la crítica hería más que cualquier filosa espada. Al mismo tiempo me reprochaba como de costumbre su muerte y me culpaba de la situación actual de los tres, haciendo hincapié en el comportamiento ridículo de aquel viejo que solo vivía del recuerdo de sus inexistentes trabajos. Entonces comenzaba a entender. ¡Claro! Al escuchar todo su diálogo, la manera en que el uno atacaba y el otro se escondía, lo que yo pensaba contestar pero que no tenía que decir pues las acciones de ambos se adelantaban a mi voz… El pasado, el futuro, y yo. Era mi sola voz la que resonaba en ese momento. Después de todo por qué compartir el limbo con perfectos extraños.

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Esa fue la última vez que vi a mis dos camaradas. En el instante mismo en que todo se esclareció los vi desvanecerse frente a mis ojos. Pensé entonces que de un momento a otro aparecería un ángel mostrándome, lleno él de amor y armonía, el sendero que me llevaría al descanso eterno. Pero no. Nadie fue mi guía. Nunca apareció Beatriz, ni siquiera Virgilio. O Blake a quien yo hubiera escogido como guía en los avernos por ser mi favorito y por adecuarse un poco más a la época en la cual viví-morí.
Una noche que caminaba por la oscura calle de los ahuehuetes, todo se reveló. Como otras tantas veces caminaba de noche por esta calle. Había algo en el aire, algo en su olor, y temperatura que inevitablemente me llevaba por esta ruta. Cansado estaba después de tantos años de seguir observando a mi estrella brillar sin parar, acompañada ahora de un pequeño cometa quien hace su paso por el cielo más liviano y placentero. Había incluso olvidado la sensación de morir nuevamente cada vez que me acercaba a ella. Pero esa noche, después de mirar la calle vacía y la luz vacilante de la luna sobre el camino, llegó una imagen clara de todo. Recordé de pronto mi vida entera. Recordé su hermosa espalda que se arqueaba lentamente en mi lecho. Recordé mejor que nunca la tibieza de su pecho, la calidez de su aliento, el sudor de su piel. Los recuerdos antes vagos se presentaban ahora en una perfecta sucesión cronológica. El día que la conocí, el día que la besé, la lluvia, el frío, los viajes. Y todo derivó de una sola visión. El camino que siempre recorría me dejaba en su casa siempre. Pero jamás comprendí que en realidad ese no era el final del recorrido. No lo era y hasta esa noche, guiado solo por el aroma familiar de su piel seguí adelante para llegar a un pequeño paraje. Un tronco hacia las veces de banca donde sentados a la luz de la luna –la misma que esa noche me miraba impasible desde el oscuro cielo- le susurré al oído que la amaba.
Así fue pues como empecé a hilar de nuevo la historia de mi vida. Y más importante aún, a develar el misterio de mi muerte. Todo volvió a mi mente. Todos los recuerdos amargos, las discusiones, los llantos, la soledad, el miedo, la angustia. Cada vez me acercaba más al momento en que fallecí, cada vez más me daba cuenta por qué mi mente, siempre más fría que mi corazón, decidió olvidarlo todo. Recordé la fría noche de martes en que morí, frente a ella. Recordé sus armas asesinas, sus palabras: se acabó.

Texto agregado el 19-09-2007, y leído por 462 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
24-10-2008 Sabía que eres capaz de expresar miles de emociones. Lo he leído, releído y ya lo llevo escrito en mí. meyergs
05-10-2007 Escalofriante , me recordò una escena de la pelìcula Los otros... y un cuento de Cortàzar...muy bueno!!! naiviv
04-10-2007 Me dejas sin palabras......Es genial!!!!!! Aytana
03-10-2007 Muy bien sostenida la intriga, muy bien escrito, me gustó de verdad la forma de plantear la historia, el momento de la fusión de los tiempos, felicitaciones. andrula
25-09-2007 amor y gloria , y fin muerte , esta muy extenso pero interezante, lo voy a imprimir me parece quee s una historia larga y hay que meditarla ****** sabes bien lo que haces, me gusto mucho apesar de algunas cosillas , bueno nos leemos loammi
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