| 	Antonio comenzó a deambular por la habitación. Sus pasos recorrieron en toda su extensión los metros cuadrados que albergaban una humilde sillita de mimbre, un colchón, sin somier que lo soportara, escueto y febrilmente adictivo, una minúscula mesa de noche sin apenas abalorios sobre ella, y una botella de agua. La botellita de la discordia, pensó.Él, lo único de lo que se sentía culpable aquella noche pasada, allá en la disco, era de ser un adicto a las pastillas. Vale, no creo que sea algo de lo que pueda alardear, de lo que pueda enorgullecerme, pero si no existieran los malditos picos y sus putas redadas, seguía pensando Antonio, enclaustrado en aquellas paredes sin pomo de cristal.
 Y no dejada de mirar aquella botellita de agua a la que, irónicamente, ya le faltaban varios tragos.
 Si no hubiesen venido los picos, no habría tenido que comerme aquellas cuatro pastillas y no estaría ahora cagado de miedo esperando la reacción de las rulas en el estómago. Y me cogen con dos que ni recordaba tener en otro bolsillo… la vida es una mierda, concluyó.
 Antonio se sentó, y el mimbre crujió lleno de olor a humedad; Antonio suspiró y echó mano de la botella. Dio un largo trago y la tiró al rincón opuesto. Necesitaba nueva agua para seguir llorando. Empezaba a temblar y sentir que flotaba. Sin tan siquiera pusiesen música, pensó.
 
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