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-¿León?
-¿Gervasio?
Hacía años que no se veían, que no sabían el uno del otro. Los dos estudiaron leyes en Madrid; los dos terminaron con las mejores calificaciones. El aeropuerto de Amsterdam estaba tranquilo: por la escasa gente, por lo amplio del lugar. Sólo los altavoces, de vez en cuando, interrumpían el ruido excitante que en los aeropuertos internacionales es siempre constante; ese día de bajo volumen, como el de una colmena lejana.
-¿A dónde vas? –preguntó León.
-Vengo de Pescara –contestó Gervasio que arrastraba dos maletas grandes y abultadas.
-Yo regreso a Madrid... ¡Qué casualidad! –León llevaba sólo un portafolio elegante de piel-. ¿Tienes tiempo para tomar un café?
Gervasio miró su reloj y luego comprobó la hora en uno de los múltiples relojes del amplio pasillo donde se encontraban.
-Ahí enfrente, sí. Estoy esperando a mi padre que no ha de tardar.
-¿Fumas? –preguntó León.
-Sólo de vez en cuando –contestó Gervasio.
León estaba bajo un tratamiento para dejar de fumar. “Si no deja el cigarro, su corazón empeorará, no soportará un segundo ataque”, le había dicho el cardiólogo hacía apenas dos semanas.
Se sentaron a una mesa y pidieron café: León un expreso, Gervasio un americano.
-Pues te veo muy bien, Gervasio. Dime, ¿ejerces todavía en Sevilla? No he sabido de ti desde la universidad. Muchas veces... –Un acceso de tos le impidió continuar. Gervasio esperó a que su amigo se recuperara. Después dijo: “No, mi vida cambió al poco tiempo de terminar la carrera”. Como vio que su amigo todavía no se recuperaba del acceso de tos, continuó.
-Mis padres estaban orgullosos de mí. Contentos pagaron los arreglos de un despacho donde yo iba a trabajar, a recompensar con mis entradas los sacrificios que los dos habían hecho para sostener mis estudios. Recuerda que yo vivía en Madrid en casa de una tía, la tía Josefa... sí te acuerdas ¿verdad? –León asintió con la cabeza. Gervasio consultó su reloj y de nuevo comprobó la hora en uno de los relojes del aeropuerto.
-Pues bien –continuó Gervasio-, al poco tiempo mi madre murió atropellada y mi padre quedó desconsolado.
-Lo siento mucho –dijo León-. ¿Sabes?... muchas veces he pensado en ti, en tu trabajo, tu clientela, los asuntos que llevabas... y me extrañaba no haber oído de ti, porque suponía que ejercías la carrera con el mismo éxito de cuando estudiábamos... pero no, nunca escuché una palabra, una referencia de tu trabajo... –Tosió repetidamente y no pudo continuar. Gervasio tomó la palabra.
-Después de la muerte de mi madre, transcurrió más de un mes sin que mi padre saliera de su tristeza. Un día me preguntó: “¿Me acompañarías en un viaje sin rumbo fijo?”. Me pareció lo correcto decirle que sí y salimos de viaje.
-Pienso que fue lo correcto –dijo León, ya casi recuperado de su tos- ¿Y qué pasó cuando regresaron?
-No regresamos –contestó Gervasio- Mi padre siempre había contado cuentos, los contaba bien. También había tomado clases de mimo. Decía que sin hablar podía contar cuentos en todos los idiomas. Pasaron algunos años y fue cuando mi madre murió.
Otro ataque de tos sacudió a León. Cuando se recuperó dijo.
-¿Y, entonces?
- Viajamos por Europa durante un mes y medio, sólo caminábamos por las calles de las ciudades, apenas gastábamos, hasta que se nos acabó el dinero. Un día mi padre me dijo ¿qué tal si trato de trabajar como mimo, yo actúo y tú recoges el dinero? Todavía no sé por qué acepté, pero lo hice. Yo sentía que él no quería regresar a Sevilla.
León tosió y dijo: “Pero ¿y tu carrera?”
-Pensé en trabajar en mi carrera pero ni era fácil ni lo podría hacer en distintos países, en distintos idiomas. Así que mi padre comenzó su vida de mimo callejero y yo recogía el dinero. Siempre en ciudades con puerto, son las que le gustan a él.
En este momento, una enfermera se acercó a León y le dijo: “Señor ya está todo listo, se hace tarde, tenemos que embarcar.” Lo tomó de un brazo, recogió el portafolio elegante y me miró. No se me ocurrió más que abrazar a mi amigo y besarlo; estaba seguro que jamás volvería a verlo. Creo que él lloró, no estoy seguro. Tosió otra vez y me dijo adiós con una mano. Yo miré mi reloj, comprobé la hora en uno de los muchos relojes del aeropuerto. León se alejó del brazo de la enfermera.
Al voltear la cabeza vi a mi padre que se acercaba con paso rápido. Levantó con facilidad una de las maletas y señaló la otra. La tomé y lo seguí.
-Encontré dos boletos para Bergen, pero tenemos que darnos prisa.
Todavía alcancé a ver a León colgado de la enfermera. Caminaban despacio hacia el lado opuesto. En el aeropuerto el ruido de fondo aumentó de volumen.

Texto agregado el 27-09-2007, y leído por 74 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-09-2007 hechos de la vida cotidiana, un encuentro casual que parece sencillo, pero que trae en sí una gran carga emocional...muy bien narrado...y me pareció conmovedor...será que estoy muy sensiblona? mis ****** nocheluz
28-09-2007 Hay un paso de tercera a primera persona descolocador. La historia no termina de plantearse y el final ni siquiera se vislumbra. Perdón, me resulta incomprensible. leobrizuela
27-09-2007 Me pareció un cuento bien escrito pero de contenido desconcertante. No conseguí encontrar el hilo que une a esos dos compañeros del pasado. Uno habla , el otro tose...me gustaría comprender. ninive
 
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