COMO UN PÁJARO HACIA LA LUZ
El 29 de octubre de 2005, Marte y nuestro planeta se encontraron a una distancia geocéntrica de 69.422.386 kilómetros.
En Buenos Aires era una noche serena apenas fresca y si bien la luna brillaba con intensidad, paradójicamente, no alcanzaba a opacar la extraña pero agradable sensación de hormigueo en mi estómago.
La imagen en mi Meade Catadioptrico de 90 mm era impecable y si bien mis ojos estaban intentando captar algo más que un pequeño disco rosado, mi espíritu, mágicamente, comenzaba a deambular por las imágenes y los recuerdos que este cercano planeta había provocado desde chico en mi corazón.
Recordaba a Ray Bradbury y sus “Crónicas Marcianas”, especialmente cuando se refería a Fobos y Deimos plateando el suelo rojo. O a Olaff Stapledon y su “ Hacedor de Estrellas”, en ese viaje interespacial de la mente. También venían a mi memoria las tragedias de Esquilo, Sófocles y más cerca del mismísimo Shakespeare para el cual el Dios de la guerra Marte era siempre una especie de testigo cruel en su obra.
Mientras la noche avanzaba y la temperatura descendía, creía ver, desde mi letargo trasnochado, los casquetes polares e incluso alguna tormenta de polvo alterando el brillo del albedo. Sabía que mi telescopio no tenía el suficiente alcance para eso, pero la imaginación lo puede todo.
Allí instalado surgió una pregunta que sin respuesta me acompañó toda la observación.
Consistía en saber el verdadero motivo que me mantenía cerca del telescopio hora tras hora mientras mi familia comenzaba con el ritual nocturno del descanso y la temperatura descendía, aunque no lo suficiente como para enfriar mi pasión.
Allí estaba el planeta rojo, atravesando la constelación de Aries, con todo su misterio a cuestas y aquí estaba yo con la pregunta que cada vez se hacía más acuciante.
Ya cerca de las tres de la mañana, Casi vencido por el sueño, luego de repetir una especie de rito nocturno, viendo como siempre aunque sea por pocos minutos al M42, me instalé en la luna. Parecía flotar en el espacio. Casi con el mismo ingenuo e infantil propósito imaginé que a lo mejor, casualmente, iba a ser testigo de la caída de un meteorito de gran tamaño en el Mar de la Serenidad. Y esperé solo en la noche, acompañado por los ladridos de algunos perros trasnochados y los maullidos de algunos gatos entregados al amor.
De pronto de este a oeste un pequeño pajarito a una altura incalculable cruzó la luna. Parecía nadar en un mar de luz. La imagen era francamente cinematográfica. Imaginé una golondrina en tiempo de emigrar, ya que su aleteo me resultaba familiar. Cuando la pequeña imagen negra cruzando la mágica bola blanca desapareció, una suave calma se apoderó de mi corazón.
Sentía que si bien la pregunta no estaba del todo contestada y a lo mejor no lo estaría nunca, una pequeña respuesta había aparecido.
No solamente el afán científico y el rescate de todos aquellos conocimientos que sirvieron al hombre para seguir creciendo eran los motivos por los cuales yo había permanecido exactamente 5 horas frente el ocular. Esa pequeña ave había operado en mi espíritu abriendo una pequeña ventana a la poesía.
Esa noche cerré lentamente el telescopio, y me fui a dormir con una notable alegría en el corazón.
Mientras los ojos comenzaban a pesarme por el sueño, un último pensamiento cruzó por mi cabeza. Anaxágoras, Galileo, Kepler y hasta el mismo Hubble habrían estado mirando el cielo, cada cual a su tiempo, y en lo profundo de sus corazones, seguramente, se resolvía la preciada respuesta: Nos mueve una inconmensurable curiosidad, pero solo la poesía y el misterio por la creación, son los motores necesarios para emprender el vuelo tan difícil hacia el conocimiento. Y tal vez esto sea lo que nos permita aprender, de una vez por todas, el arte de vivir en este planeta tan complejo.
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