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 Hay un pasillo, largo, angosto. Al final del pasillo, una puerta de vidrio opaco, rugoso, con unas letras que alguna vez deben haber dicho GUARDIA, aunque están tan borradas. Hay tres bancos largos, ásperos. Tres astillas clavadas en una sala. La sala que da al pasillo y a la puerta. La mujer, de edad mediana, está sentada en el  banco del medio, casi a la misma distancia de la salida que de la puerta de guardia o de lo que sea.
 Hay una luz  anémica que oscurece los rincones. Mira la puerta de vidrio opaco y rugoso para ver si alguien se asoma. Del otro  lado, una claridad confusa. Trata de adivinar alguna sombra, una presencia, un sonido.
 En el banco más lejano a la puerta de la guardia o de lo que sea, hay un tipo mal entrazado. Quizá duerme. O está borracho.
 Una cabina telefónica, impecable, moderna en el agobio de pisos sucios y paredes descascaradas. No es casual, o tal vez sí, que la mujer se quede en el banco más próximo a la cabina. El teléfono, lo más cerca de un contacto humano. El aire mudo pesa, densifica el silencio. Y la puerta, ajena a todo. Y el hombre, un traperío sucio, inmóvil.
 El tintineo del teléfono inquieta  la soledad del silencio. Tal vez venga alguien. Tal vez el hombre despierte, pero no, tal vez sea preferible que se quede como está. Ella no quiere que el hombre despierte.
 Le ha parecido ver moverse un bulto detrás del vidrio de la puerta quieta, pero ya no hay nada. Afina la vista, entrecierra los ojos húmedos para focalizar mejor, pero no.
 Nadie.
 
 
 Se sujeta el vientre. La cara hace una mueca de dolor. Dos lágrimas asustadas
 Nadie.
 como en casa    el silencio    la familia metida en el silencio de la comida y el silencio de los noticieros     y de los partidos y de las películas    de los silencios de la falta de plata    como si yo me la gastara en boludeces    y que roque está reventado    y yo también estoy reventada  con tres adolescentes  cada uno por su lado reclamando  pidiendo    enchufándose en la tele o en el ruido de los juegos de la computadora    y mamá que necesita cosas    se enferma   llora se siente sola    y yo qué    no me enfermo no necesito que nadie me diga te quiero    necesitás algo qué te pasa    pero no   esas cosas pasan en las películas dice roque    a vos qué te falta te traigo todo el sueldo y nunca te fallo   cuando dice nunca te fallo está hablando de la cama    en la cama no se habla    se jadea    se dicen cosas que una después no se acuerda    y una no siempre tiene ganas después de todo el día atrás de la casa y de los problemas    y si vos no tenés horarios qué te quejás    y no me falla en la cama    si lo sabré yo    por qué si no estoy aquí    si le iba a decir que estaba embarazada cuando el más chico tiene quince    no querría haberle visto la cara todavía era capaz de enojarse    como si él no tuviera nada que ver    y de los chicos no quiero ni pensar    qué hubieran dicho o se burlarían, no sé     y por qué le hice caso a la luci     me tomé ese menjunje y ahora
 Un hilo de sangre le baja desde los muslos y le mancha las zapatillas blancas. Busca en una bolsa de plástico, y mirando hacia todos lados para ver si viene alguien, saca una toalla y se la acomoda como puede, entre las piernas, la aprieta con fuerza hacia arriba. Si no viene nadie    diosmío    necesitaría    pero a quién    tengo miedo
 Tiene frío. Si hasta las lágrimas parece que  le enfrían la piel. Trata de darse calor cerrándose el saquito, fregándose el cuerpo como puede.
 El tintineo del teléfono crece. Espera, porque alguien tiene que atender, pero más insistente es el llamado, más opaco el vidrio y el silencio detrás de la puerta.
 Otra vez un gesto de dolor, de pájaro asustado.
 yo los quiero    los necesito    a veces la casa está tan vacía    me acuerdo cuando eran chiquitos y    no sé a lo mejor me necesitaban más    pero me parece que me querían    me abrazaban con esos abrazos con olor a chico    a jabón y dulce    no quiero otros abrazos    quiero
 Nadie.
 Ahora apremia el sonido del teléfono. Casi  un grito, rebotando en el olor a hospital que antes no percibía. Un olor penetrante, indefinido, cargado de vagos recuerdos de hospital.
 Se va escurriendo alejándose de la cabina. Siente que se hunde. Las lágrimas. Ahora, son los ojos los que le impiden ver el vidrio, como si ellos estuvieran rugosos. La cabeza le pesa. Una flojedad deshilachada en todo el cuerpo. Se deja caer. Se enrosca en el piso.
 El traperío sucio ya no está. La puerta de vidrio opaco y rugoso, abierta. Una oscuridad muda.
 Ahora el teléfono exige, chilla, muerde, devora. Ella se queda quieta. Siente el grito que crece y muere dentro de su cabeza. Un grito silenciado por la sangre que se escurre, que se escapa del vientre, que  moja el piso.
 El teléfono.  El silencio. El dolor, antes y después del grito mudo. El teléfono otra vez,  clava el chillido que apremia. Y lágrimas.
 Después, otra vez el silencio.
 Otra vez nadie.
 
 
 
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