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Desde arriba

La condena de vivir un escalón encima del resto de los mortales a veces es agobiante. Uno se cansa de tener que convivir con mediocres inaguantables, sabiendo que hacen las cosas de manera desagradablemente pobre.
Si tan sólo me hubiera callado la boca hace cuatrocientos ochenta squirks, ahora podría estar contemplando el surgimiento de una estrella a pocos uoms de mi galaxia natal. Pero no .. Con toda mi soberbia adolescente tuve que contestarle a mi maestro. Aún hoy recuerdo ese momento y me doy la cabeza contra la pared.
La dialéctica y la retórica son artes fuertemente cultivadas en nuestra cultura y se nos enseñaban las sutiles vueltas del lenguaje en discusiones tan delgadas como podía ser la forma geométrica que mejor designaba a los sueños o la materia de la mugre que vive bajo las uñas de los pies.
Yo solía ser uno de los alumnos más aventajados y por tanto preferidos de mi maestro, un viejo encorvado con cara de pergamino. Con pocas palabras era capaz de rebatir y enredar en un laberinto a todos aquellos que se atrevían a mantener un diálogo con él. Yo podía sentir su aprecio como una corriente física genuina que a veces destilaba colores acerados y otras, cuando podía construir mis frases más crípticas siguiendo su estilo, lanzaba rectos rayos azules hasta el centro neurálgico de la palabra en la corteza de mi encéfalo.
Ese día bajé de la red en la que descansaba apenas se asomó el primer planeta verde. Nuestra jornada se regía por el orden de aparición de los planteas de colores. El verde indicaba el final del sosiego, el rojo el comienzo del placer y el azul las obligaciones.
Para los mayores las obligaciones correspondían al comercio y a las interminables discusiones políticas. Allí decidían en que nuevo sector del universo extenderían el virus que abría la puerta del intelecto, después de algunos cuantos squirks la especie infectada estaría lo suficientemente evolucionada como para introducir el concepto del dinero y el intercambio de bienes. Así las redes de comercio seguirían ampliándose hacia los confines del espacio.
Para los menores las obligaciones estaban pautadas por una rigurosa educación en cuestiones tan disímiles como los viajes astrales, la biología neurocelular, los códigos legales vigentes y la economía de mercados.
Me apresté para mi jornada con un gorgoritante revolotear de esferas, hoy era día de Mirsch y vería a mi profesor. Ensayé un par de frases mordaces, propias para intercalar en cualquier charla. Estudié el reflejo de mi áurea en la pequeña máquina que descansaba sobre mis libros, ajusté ciertos sentimientos y realicé unos ejercicios respiratorios hasta conseguir el ansiado color violeta de la relajación. Recién entonces me dirigí al centro de discusiones sito en el centro de la escuela.
Muchos ya revoloteaban alrededor del maestro pero al verme entrar formaron un respetuoso coro dejándome el sitio preferencial. Saludé a todos con una mirada silenciosa y desplegué mis mejores chispas rojas para mi profesor, que me recibió con una leve inclinación de cabeza.
La discusión comenzó. Mis sensores saltaban de una dirección a la otra sin decidirme en qué pequeño grupo ejercitar mis artes oratorias. Este momento de vacilación fue el de mi perdición. Mi maestro me miró desde su inmensa autoridad y cuestionó mi silencio. Juro que no pensé en las posibles consecuencias cuando dejé escapar las desdichadas palabras: “No existe en este recinto nadie capaz de seguir mi ritmo ni de comprender totalmente mis conceptos”.
El silencio cayó sobre el establecimiento como una pesada manta. Las miradas alternaban entre mi rostro, que iba descomponiéndose a medida que tomaba conciencia de mi inexcusable insolencia, y el del maestro, que permanecía impávido mientras a su alrededor pequeños globos verdinegros delataban su indignación interna y sosegada.
Finalmente habló: “Muy bien, en ese caso tendrás que ir a un lugar donde verdaderamente seas entendido en plenitud.” Tomó una tablilla, imprimió unos caracteres y me la extendió diciendo: “Lleva esto al muelle de embarque, tendrás unas vacaciones de cinco mil squirks en un sitio acorde a tu inteligencia. Que lo disfrutes.” Todos me dieron la espalda y se alejaron, dejándome solo.
Embarqué como me ordenaron y llegué aquí. Recién ahora comprendo que mi maestro en su inmensa sabiduría decidió castigarme usando una de las formas del discurso más complejas y sutiles, la ironía.
La especie infectada por nuestro virus del intelecto está apenas avanzando en su escala, sólo puede utilizar el treinta por ciento de su capacidad encefálica, sin embargo, son repugnantemente engreídos.
Muchas veces leo lo que con tanto esmero producen y me río a carcajadas de su inocente pedantería. He tratado de interactuar corrigiéndoles, enviando mis comentarios pero en lugar de aceptarme como un maestro capaz de elevarlos, me abominan y me tratan como si fuera una lacra. Pobres tontos ignorantes...
Aquí llega otro escrito. Veamos. La verdad verdadera, mejor ni opino ...


Texto agregado el 30-07-2002, y leído por 514 visitantes. (0 votos)


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