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Diálogos con tu espalda

La luz tamizada del cuarto, las emanaciones de nuestros cuerpos y, por supuesto, los sonidos. Los colores son anaranjados y marrones, el aire está cargado de olores destilados en las horas de sueño y nuestros cuerpos inertes producen sonidos fascinantes. Mientras tanto, el mundo se pone en marcha. Así empiezan mis días.

Vuelvo mi cuerpo completamente hacia ti. Apenas veo un trocito de tu espalda. La nuca, los hombros, lo que queda libre de la sábana. Lo reviso todo con detenimiento: luz, olor, sonido, calidez. Verifico tu contorno. Pelo, piel, la silueta magnífica de tu cuerpo en reposo. Todo a mi alrededor, los más sutiles detalles, se invisten de una trascendencia extraordinaria. Todos es importante y esencial, como si cada una de esas cosas estuviera desvelando el secreto mismo de la vida y el por qué del universo. Este momento es mío. Soy profundamente consciente de vivir. Entonces, con cuidado, te voy destapando. Poco a poco asoma el resto de tu espalda y su orografía maravillosa, que adoro. Me consterna. Me pregunto, no entiendo, cómo es posible que todas estas circunstancias sucedan. Y que si miro, vea, y que si alargo la mano, toque. Cada mañana soy, ante tu espalda, una recién llegada, una extranjera. Dejó descansar la sábana un poco por debajo de tu cintura y así me quedo, absorta, complicada en tus lunares, teorizando sobre las manchas de nacimiento y analizando cada erupción cutánea.

Tú no sabes lo bella que es tu espalda, no tienes remota idea. Sin embargo, como yo la conozco palmo a palmo puedo intentar explicártelo. En ese momento concreto en que despertamos, tu espalda y yo nos miramos directamente a los ojos. En los míos aún quedan brumas, residuos de mis aventuras oníricas. Ella, por el contrario, se muestra esplendorosa. Anchota, como es ella, y esplendorosa.

Me gusta pegarle al máximo la nariz, pero sin rozarla. Luego sí la rozo, pero con los labios. Los poso suavemente y me quedo así un rato largo, con los labios prendidos y las napias como ventanas. En tal tesitura, barajo la posibilidad de abrir una brecha (benigna, amorosa) en ella y colarme dentro, entre tus costilla, junto a tus pulmones, con el tum tum tum de tu corazón sobre mi cabeza.

Llevada de esta idea separo mis labios y saco la punta de la lengua para libar en tu piel. Cuando el sabor me inunda, cuando alcanza mis diez mil papilas y continúa hasta atravesarme entera --incluidas uñas y pelo-- me parece que ya la vida cumplió de sobras conmigo (así de generosa me vuelves).

Pero yo te iba a contar acerca de tu espalda. Tu espalda tiene la engañosa sencillez de un desierto. Igual que éste, aquélla esconde su compleja belleza bajo una apariencia de delicados badenes y suaves colinas. Todo parece en paz, una felicidad susurrada. Lo más abrupto que halla la vista –y son el colmo de la redondez y la curva—son tus paletillas. En tu espalda solo ellas pueden hacer sombra y pienso en cuántas veces no habré dormitado en esa penumbra lo mismo que debajo de los limoneros. Mientras, el resto de tu espalda se desliza y ondula como un hermoso manto de dunas.

Déjame decirte algo. Este paraíso en la Tierra ha sido besado por la luna y yo lo he presenciado. Te cuento. La luna es un alfanje y debajo de ella, tras el cristal, está la silueta de una palmera salvaje. La luna se derrama sobre las dunas en perfecto silencio. Y las dunas no son barridas por el viento, pero no están quietas. Se mueven como el mar, arriba, abajo, arriba, abajo. Es un desierto sobre un mar, qué extraño. A los ojos puede darles la impresión de que ese fulgor argentino es frío, pero la piel, el tacto, sale a inmediatamente a desmentirlos. Mi cuerpo junto al tuyo se abre, se expone como una flor y se entera de que la noche en este desierto de mareas suaves es cálida, muy cálida.

La razón puede estar en que bajo esa tersura, dormita la energía eterna que tú, como ser, indefectiblemente posees y que tú, como individuo, indefectiblemente has convertido en ti mismo. Desde aquí, desde tu espalda, si yo quiero entro en contacto con ella, con esa energía tuya. No tengo más que provocar un simún que localizadamente vaya barriendo cada centímetro --un viento caliente que al provenir de mis entrañas irá doblemente caliente-- para que lo próximo sea hacer de nuestros cuerpos una pira. Es cuando tú dejas de ser tú y yo dejo de ser yo y juntos somos otra cosa. No sé bien qué otra cosa. Algo incendiado, algo que trasciende, que se estremece. Violento también, urgente y desesperado incluso cuando no lo parece. No sé, nos convertimos en eso en lo que quieren todos los seres estar convertidos.

Finalmente, después de esta catarata de palabras, sólo me queda decirte de mis miedos. Uno es que algo se interponga entre tu espalda y yo. Tú, por ejemplo. Un día pueden seducirte otros ojos y te vea diciéndome adiós muy buenas. ¿Y que hago yo? ¿Te robo la espalda? Otro, que tu espalda me vuelva la cara. Es habitual en las conversaciones decir alguna cosa estúpida. No quiero cagarla con ella, con ella no. Quiero que siempre nos hablemos así, con cariño, con franqueza, con poesía. Ya sé que no es una cosa fácil pero eso hace más fantástico mi empeño. Y por fin la última cosa, la brevedad. Quiero decir, la vida, los seres, el mundo, tienen un instante antes de desaparecer y esa promesa de seguro cumplimiento es algo que me parte el alma. Sin embargo comprendo, dolorosamente comprendo que la Belleza sólo puede darse en estas condiciones de eventualidad y que también por eso tu espalda y yo podemos hablarnos de la manera en que lo hacemos, con esa beatitud.








Texto agregado el 26-10-2007, y leído por 163 visitantes. (0 votos)


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