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Inicio / Cuenteros Locales / robertbores / CESTA COLGADA, CESTA DESCOLGADA.

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Lo habían pensado. Lo habían pensado y bien pensado. Cuando cruce el puente - habló el más grande – el cabecilla de los chicos, cuando arree el caballo para superar la cuesta, nosotros salimos del lado de la acequia y nos hacemos con la cesta de la merienda que va colgada en el adral.
Llevaban días y más días, observando al pobre caballo, en su agotador intento por escalar la empinada cuesta, con el carro cargado con demasiados sacos de cemento. Con su resoplar agitado, el color blanquecino del sudor de la bestia, moteando las capas de su pelo castaño, resbalando por debajo de sus negras crines, hasta anegar todo el pelo de su poderoso pecho.
La cesta de mimbre rebotaba sobre las tablas, arriba del carro, prendida en el perno, incitando a los chicos a apoderarse de ella. Y no solamente por el hambre, o por adueñarse de algo que sabían que no les pertenecía, bien que se regocijaban al pensar en la cara de sorpresa y fastidio del carretero, al descubrir la ausencia de la cesta de la merienda, luego de su trabajo diario.
--- ¿Y si nos descubre ?- preguntó- el llamado por todos, el Bizco, que no lo era.
--- No puede vernos- replicó el grandote- va delante de la cabeza del caballo, por el lado derecho, y nosotros saldremos de la acequia por el lado izquierdo. Además, -siguió diciendo- no detendrá el carro por nada del mundo, por que cargado como va , arrastraría al caballo y lo haría rodar cuesta abajo.
--- ¡Vale ¡ corearon los muchachos, críos incluidos, en un divertido clamor que auguraba un rotundo éxito.
Cuando el carro cruzó ante ellos, luego de atravesar el punte chapotearon como patos en el agua y remojaron al Bizco tanto como no fue capaz de evitar, antes de que abandonara la acequia al otro extremo, callado y lloroso. El resto de los compañeros, seguía riendo al mismo tiempo de escurrir sus empapadas camisetas.
La tarde siguiente a la misma hora, la algarabía del grupo se oyó de nuevo, entretenido en resbalar sobre la hierba hasta mojar sus pies dentro de la rumorosa franja del agua. ¡ Arre ¡ ¡ Arre ¡- resonó a lo lejos la voz del carretero al acercarse al puente. ¡ Arre!- les llegó el grito apremiante – desde la lejanía .
---¡ Ya llega ¡ ¡ Ya viene ¡ gritaron. ¡ Tras ¡ restalló a la vez el seco trallazo, entre el apagado rechinar de los ejes del pesado carromato, del crujir de la madera y el metálico chasquido de la herraduras del sudoroso percherón. Los chicos rieron nerviosamente, conteniendo la impaciencia, desbordado el miedo de los más pequeños ocultos y anonadados tras las altas figuras de los más grandes.
El estruendo se precipitó junto al incontenible resuello de la bestia, la furia del hombre asido a la rienda del trotón tirando de su cabeza hacia delante, el sonoro chasquido del látigo cual un relámpago a su lado, estrellado contra la piedra del camino. Salieron los muchachos tras el carretón y treparon por detrás hasta alcanzar, por segunda vez esta semana, la tan ansiada cesta colmada de viandas. Seguidamente huyeron en la dirección contraria a la marcha del carrucho, chocando entre ellos confusa y atropelladamente. Uno de los más chicos, inmerso en su temor, rodó por el suelo arrastrado por el ímpetu de los compinches mayores para terminar llorando, siguiendo a los huidos desde lejos. Estos, se apostaron a la vera del río, semiocultos por hierbas, pajas, y chumberas. Satisfechos por la liviana impunidad de la, para ellos, gloriosa ratería. Comieron y bebieron el negro vino de la botella, como bellacos, hasta vaciarla.
En su etílica euforia, vagaron toda la tarde por los viñedos más cercanos, tras lagartijas y pájaros, tris-tras con los tiradores de goma , sobre los peces en el remanso del cercano río, en fallidos intentos de imposible diana. Hasta olvidarse del hurto, hasta la tarde de mañana.
¡ Arre ¡ ¡ Ya llega ¡. El estruendo del carro, los crujidos por la pesante carga, como un anuncio de desmoronamiento total inevitable que no llega a producirse y el temor de los pequeños, les envolvió a todos en una densa y conocida atmósfera. Los grandes treparon sobre la trasera del batiente carro y descolgaron la cesta, la tercera, para salir por el puente alocadamente, en una carrera violenta que obligó a los pequeños a un jadeo agotador hasta llegar al río.
Reunidos de nuevo alrededor del anhelado trofeo, como siempre ocultos entre hojas y pajas, el grandote, rebuscó ansiosamente entre los mimbres del cesto. La botella del vino, las manzanas, el queso y el pan. Y el blando y todavía caliente envoltorio de aluminio.
¡ Musaca ¡ ¡ Qué buena ¡, exclamó el más grande, imaginando la carne jugosa envuelta dentro del papel de aluminio, con la crujiente y tostada oblea. El cabecilla de los críos, desenvolvió lentamente las hojas de papel de pliegues herméticos.
Una inesperada fetidez pegajosa se extendió a su alrededor, como una náusea que impregnó de inmediato el aire como sus propias ropas. El fétido olor se les metió a los chicos, en la nariz, inesperadamente. Un reguero de lamentaciones llegó hasta la misma orilla del río; algunos de los pequeños vomitaron.

Robertboresluís@hotmail.com
PdeA 10-l994

Texto agregado el 28-10-2007, y leído por 83 visitantes. (1 voto)


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