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EL SECRETO DE UMISHA



Umisha tenía tres hijos, dos de los cuales eran ciegos. Antes de irse de viaje Umisha le asignó a Amauta (quien tenía ojos muy buenos) la responsabilidad de guiar diariamente a Masho y Gusho, sus hermanos mayores, a una escuela que estaba enclavada en la grieta enorme que dividía la falda del volcán Puni. Los viajes de Umisha eran más prolongados que frecuentes. Se internaba en el cráter del volcán con un látigo y un azadón y desaparecía entre las cuevas que había en la caldera. Muchas veces traía piedras azules, verdes o rojas. Estas últimas permanecían calientes mucho tiempo sin que nadie supiera cómo se llamaban o para qué servían, solo Umisha, quien no hablaba mucho y ocultaba sus pensamientos tras una mirada sombría.

Sus hijos se desarrollaron fuertes y aprendieron sin dificultad las artes y oficios manuales que se enseñaban en la escuela rural. Así que Masho se hizo curtidor y repujador de cueros y de su fructífera imaginación (ayudada por las descripciones de Amauta) surgían sillas de montar que sorprendían por lo bien labradas y por su terminación impecable. De igual manera Gusho se hizo carpintero y muy buen ebanista y aprendió a tallar butacones y espaldares de madera a los cuales daba su toque especial, porque sabía muy bien cómo usar sus manos.

Como Amauta asistía a sus hermanos en el aprendizaje, él mismo desarrolló igual destreza en el arte de entintar pieles y de trabajar con las gubias, los mazos y los buriles. Pero la tarea principal que Umisha le dejó antes de partir era la de negociar, conseguir clientes y cobrar los pagos pendientes para que no se agotara la bolsa de dinero que él les había dejado. También le dejó tres piedras de buen tamaño: Una roja para Gusho, una verde para Masho y otra de un color azul cobalto para Amauta. También dejó unas botellas con líquidos espirituosos.

El problema surgió a la hora de encontrarles mujer. Masho y Gusho eran jóvenes que ganaban bien y abrigaban como todos la ilusión de que al casarse serían felices. Así que durante los fines de semana los tres bajaban en carretones al pueblo para vender sus mercancías en las ferias de Punám y luego divertirse y buscar mujer; porque allí era dónde acudían las jóvenes, desde las anchas laderas del volcán. Cuando se vendía todo y llegaba la noche empezaban las fiestas en las posadas y el gran aquelarre se hacía eco en las montañas y volcanes vecinos. Así que bajaban más jóvenes desde los parajes altos, para curiosear y disfrutar de los bailes, que se prolongaban hasta el otro día en que los cuerpos envenenados de pisco y aguardiente se veían rodar por el suelo enladrillado en las estrechas calles de Punam.

Ya para este tiempo, Amauta se había convertido en el juicioso administrador de los fondos de sus hermanos y utilizando las escasas pero precisas instrucciones de su padre, nunca permitía que la bolsa del dinero se agotara. Pero con lo que había que ejercer mayor cautela era en el asunto de escoger mujer. Y Amauta se encontraba en una encrucijada difícil, porque en esas fiestas, si no se gastaba dinero y se les ofrecían regalos, tragos y comidas las muchachas no se sentían interesadas en bailar con los ciegos y se corría el riesgo de que sólo llegaran a su mesa las rechazadas por los pretendientes de las mesas vecinas.

Aunque los ciegos bailaban bien y eran bien parecidos, especialmente Gusho, quien además de buen ritmo tenía los pies ligeros y era muy animoso. Masho, en cambio, era más alto pero patojo y se cansaba pronto. Y sin embargo había que ver lo hábil que era, porque a poco de empezar a bailar sus manos empezaban a trepar desde la cintura y a siluetear la espalda de la mujer, adivinando las formas del espaldar que debía construir para acomodar a esa muchacha atrapada en las cintas y arandelas de su vestido de fiesta.

Amauta prefirió no pagar y dejó que se fueran acercando a la mesa las muchachas menos afortunadas. Primero pasó Limita. Estaba mal arreglada, pero no era fea ni olía mal. Eso sí, hablaba mucho y comía demasiado. Amauta pensó que no convenía, aunque Gusho ya estaba exaltado, diciendo que ella era ideal para él porque bailaba bien, se dejaba tocar y se dejaba llevar. “En el baile las mujeres se dejan siempre llevar, pero en otras cosas no”, dijo Amauta recordando las palabras de Umisha, “porque al final son ellas siempre las que controlan.” Además, en el matrimonio no solo se unen dos personas, si no dos familias y por eso este asunto no se puede tomar a la ligera, sentenció Amauta.

Esa idea de la familia le era extraña a los ciegos, quienes no la entendieron bien, así que siguieron bailando solos, hasta que se les acercó Sadina. Esta bailaba bien, no comía mucho, era alegre y callada. Los ciegos bailaron con ella por tres horas y cuando casi estaban a punto de echar las monedas para dejar que la suerte decidiera, Amauta los llamó aparte y les advirtió que había un hombre en la vida de esa joven. “¿Cómo te diste cuenta, Amauta?” Le preguntaron a un tiempo. “Por la manera ansiosa en que se echa sobre tu hombro, Masho y porque a Gusho no para de apretarle el lomo.” “¿Le preguntamos si es verdad lo que dices?” Amauta le arrancó que ella vivía en casa de su tío y que muchas veces dormían juntos. “No conviene.” Dijo Amauta. “Cuando las mujeres son muy calladas tienen secretos peligrosos. Vámonos.” “Quedémonos, Amauta, todos tenemos secretos. El mismo Umisha tenía los suyos, así que nunca logramos saber hacia dónde iba ni por qué” replicó Masho inútilmente, cuando ya iban a mitad de camino en medio de la alborotada oscuridad de la noche.

Al fin de semana siguiente y por insistencia de Gusho bajaron nueva vez a la feria de Punam, pero en vez de dinero, trajeron regalos. En la alforja de Amauta había cinturones de cuero, zarcillos de esmeralda y de rubíes, humitas, albóndigas de carne seca recubiertas de pan, huevos duros, galletas y un pisco especial que les había dejado preparado Umisha y que de sólo olerlo desalentaba los malos espíritus. Ya en la fiesta, Amauta plantó de un golpe la botella de pisco sobre el tablón de la mesa. De inmediato se presentaron a bailar siete u ocho mujeres y cuando ya casi no había pisco y solo quedaba un par de zarcillos que regalar apareció Jarina. Amauta, que nunca bailaba le regaló los últimos zarcillos y la sacó a un salón apartado que estaba adornado con guirnaldas e iluminado con lámparas de colores. El le hizo muchas preguntas. Tantas que ella lloró en sus brazos y le pidió que la tomara, que esa era su última oportunidad de huir de la vieja que la maltrataba con un látigo. El le explicó que no estaba buscando mujeres para él, sino para sus dos hermanos ciegos. Entonces Jarina bailó con ellos. Y con los dos se reía, pasándole las manos por los hombros y el cuello y dejando que ellos la tocaran. Jarina tenía la voz dulce y sabía cantar, pero no dejaba de mirar a Amauta ni de hacerle picardías con sus ojos claros.

Cuando estaban a punto de echar las suertes se apareció la vieja Ulín, que así se llamaba la abuela de Jarina. Traía un mal olor muy fuerte, un látigo y un azadón. “¡Si te vas con ellos yo misma te mato y te entierro en la grieta del volcán!” Pero Amauta era un buen negociador, así que llamó aparte a la vieja Ulín y le ofreció el último pisco que quedaba en la botella. Ella pidió más y él sacó otra botella sellada que traía escondida en la alforja, junto con el dinero. Poco a poco se le fue disipando el mal olor. La vieja inicua se tornó parlanchina. Dijo que Jarina había tomado malas costumbres. Amauta le pasó tres monedas y la vieja contó que en las noches claras Jarina se desaparecía cantando y no volvía durante varios días y luego llegaba diciendo que había ido a bañarse con cenizas y a zambullirse en las aguas sulfuradas del cráter para espantarse la mala suerte y encontrar un hombre que le hiciera justicia a la muerte de su madre. Por la posición de la luna la vieja sabía que esta noche Jarina habría de encontrar no uno, sino tres hombres, y quería evitar la desgracia. La gente puede retrasar el destino, pero no cambiarlo, dijo la vieja con aire solemne, saboreando el pisco. Prosiguió: “Y poca gente sabe que en el fondo, en la caldera de los volcanes hay ríos de fuego y lado a lado, brotando de otras cuevas, hay ríos azules de un agua helada y fulgurante. Jarina se había aprendido los caminos de esos ríos gracias a su abuelo, un indio mucho más viejo y sabio que tú y que yo, quien hacía la ronda en la caldera del volcán. Cuando yo estaba en flor ese viejo me tumbó en la ceniza y me lo metió. La hija que me nació de él, mucho tiempo después, tuvo un fracaso amoroso con el hijo de aquel hombre y ella se debilitó tanto que murió al dar a luz a Jarina.
Estando ellos en estas conversaciones los ciegos se acercaron trayendo a Jarina y pidiéndole las tres monedas de echar suertes. La vieja Ulín levantó el brazo y amenazando con el látigo gritó: “¡Yo las tengo y no se las doy! ¡Yo las tengo y no se las doy!” Los cuatro jóvenes huyeron aspaventados y se perdieron en la alegre oscuridad del monte.

No pasó mucho tiempo hasta que Gusho hizo una casa grande de madera y Masho la forró con pieles, mientras que Jarina y Amauta la adornaban con flores y la llenaban de alimentos. Las cosas iban bien y todos eran felices hasta que un día Amauta bajó a la taberna de Punám y se encontró con la vieja Ulín, quien estaba esperándolo con el látigo en la mano y le soltó: “¡Jarina es también hija de Umisha, tonto, ustedes son cuatro hermanos! ¡Ustedes son cuatro hermanos!” El secreto de Umisha se regó como pólvora. Jarina escapó avergonzada, corriendo y subiendo por las laderas del volcán y se perdió allá arriba en el cráter. Iba cantando canciones muy tristes. En Punán se dice que ella murió, pero Amauta asegura que ella se fue nadando por las corrientes azules de un río subterráneo que le da la vuelta al mundo.

FERNANDO UREÑA RIB

Texto agregado el 29-10-2007, y leído por 257 visitantes. (0 votos)


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