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En la fila de arriba -de izquierda a derecha- está Muñeco, Navajas, Nando, Ernesto, Brasilia y Largo.

Abajo -en cuclillas y en el mismo orden- está Abraham, mi primo el Sapo, Bruno, el Cadete y el Tlacuache.

Hasta enfrente, sentada en el suelo y recargada en la pierna de mi primo, hay una mujer con una blusa amarilla de tela ligerita, que ella misma tejió. Esa mujer, tomaba tequila a la par de cualquiera de los muchachos, sabía bailar, cantar, recitar y en su casa daba hospedaje al que lo necesitara.

Esa mujer fue la que me arropó cuando estuve enfermo, la que me enseñó a ser responsable y me regañó cuando me lo merecía.

Sí, esa mujer de blusa amarilla de tela ligerita es mi madre, y allá en el pueblo le decían la Gringa. En ese entonces no sabía el porqué de su apodo ni me la preguntaba. Yo era el Gringuito, aunque, según me contaba mi primo el Sapo, desde que nací fui moreno de cabello grueso y oscuro, como mi madre, pero de ojos verde-claro, parecidos al mar días antes de la entrada del invierno. Las ancianas del pueblo me llamaban “el niño embrujado”, o “el engendro”. “Más les vale que se vayan acostumbrando a él –les respondía mi madre–, que mi hijo no va a irse a ninguna parte”, y poco a poco se fueron cansando de molestarme, pero no de hablar mal de mí.

Esa noche, yo estaba enfrente de los muchachos, tomando la fotografía. Celebrábamos el regreso del Brasilia y Largo. Nadie había recibido noticias de ellos en tres años, y las ancianas decían que habían muerto en el desierto.

Recuerdo que yo estaba en mi cama cuando entró mi madre a mi habitación y encendió la luz, como si algo grave sucediera.

“Levántate, mijo, que regresó Brasilia”, exclamó. “¿Qué no te acuerdas de él?”

Y claro que me acordaba. En su ausencia, mi madre contaba, cómo él, a sus dieciocho, había hipotecado la casa que había heredado de su abuela para cubrir nuestras deudas. Mi madre le devolvió hasta el último centavo.

En un principio, cuando mamá encendió la luz y me pidió que me levantara, no quise obedecerla. Me amenazó con no cocinarme en una semana si no la acompañaba. Luego trató de extorsionarme, recordándome lo peligroso que era para una mujer andar sola. Al final, cuando se dio cuenta de que nada de eso funcionaría, me prometió llevarme al mar la semana siguiente. Yo le sonreí para indicarle que aceptaba.

La verdad yo moría de ganas por ver a Brasilia y al resto de los muchachos. Pero ese juego con mi madre, en el que ella me convencía de algo que de todos modos aceptaría, me dejó muchos de los mejores recuerdos que tengo de ella en el pueblo.

Salimos hacia la casa de mi primo el Sapo. Su casa estaba a diez minutos de la nuestra, rodeada de campos y a un lado del mercado abandonado. Casi llegando, vimos desde lejos que ahí estaban todos. Habían sacado sillas y escuchaban música que salía de un auto azul con una raya blanca. El primero en vernos llegar fue el Cadete: “¡Ahí viene la Gringa!”, gritó, y los otros chiflaron y adularon a mi madre. Ella corrió para abrazar a Brasilia. Yo seguí caminando como si nada, hasta que mi primo el Sapo dijo: “Apúrale huevón”. Caminé un poco más rápido pero me aguanté y no corrí. Cuando llegué hasta mi primo, él me abrazó. Ya estaba ebrio y por más que le pedí que no lo hiciera, a él no le importaron mis reclamos y me soltó hasta que le dio la gana.

Me alegré al ver a mi madre tan feliz. Su voz, la expresión de su cara, la manera con la que miraba a Brasilia, como si estuviera a punto de comérselo a besos. Ella se quitó el rosario que traía en el cuello y con cuidado, sin moverle el pañuelo que él traía en la cabeza, se lo puso.

“Ya, ya, ya”, les dije en tono de burla, y ambos voltearon a verme entre risas.

“¿Cómo estás gringuito?”, me preguntó Brasilia. Yo quería abrazarlo y también golpearlo en reclamo por su ausencia. En lugar de eso, metí mis manos a los bolsillos de mi pantalón y miré al resto de los muchachos.

En el radio empezó a sonar una melodía que a todos nos era familiar. Nos emocionamos. Era la canción de Botas Negras, la que habíamos hecho nuestra, de los muchachos, de mi madre y mía.

Mamá comenzó a bailar con ése estilo tan suyo. Despacio, movía hombros y manos en sincronía con su cadera, cerrando los ojos por unos cuantos segundos...




Cuatro años antes de esa noche, cuando yo apenas tenía siete, unos hombres en camionetas llegaron al pueblo y se llevaron a Muñeco, a Navajas y al Tlacuache.

En la foto, Muñeco es el que está en la fila de arriba hasta la izquierda, sonriendo y con una lata de cerveza en las manos. Su apodo provenía de la suerte que tenía, junto a su hermano el Cadete, con las mujeres del pueblo. Ellos eran gemelos, sin embargo no eran idénticos. Y aunque era bien sabido que se compartían las mujeres, Muñeco tenía más seguidoras. Tal vez por eso casi nunca se les veía juntos... Navajas es el que no trae camiseta en la fila de arriba. Cuando tomaba, le daba por quitarse la ropa y a veces terminaba en calzoncillos. Le pusieron ese apodo porque en su trabajó como mecánico, siempre traía con él dos navajas suizas, de ésas que aparte traen tijeras, desarmador, lija... Tlacuache es al que no se le ven los ojos. Está hasta abajo del lado derecho, enseñando el brazo como si en él trajera un escudo.

En la foto puede verse que casi todos hacen señas con las manos, algunos con más entusiasmo, otros por obligación. Nadie sabía lo que esos ademanes querían decir, pero Tlacuache había hecho de ellos una costumbre en cada foto. Las aprendió de una comunidad que se había instalado a unos kilómetros del pueblo, personas de Sudamérica, relegados de sus países.

Ellos tres, Muñeco, Navajas y Tlacuache, habían hecho negocios con la persona equivocada, un hombre de mirada extraña, perversa, que le gusta maltratar a la gente, decía mi madre. Tenían una gran deuda con él y no bastaba con hipotecar o pedir prestado.

Aparecieron una semana después de que se los llevaron. Traían la cara hinchada y a Navajas le habían roto un brazo. De ahí en adelante anduvieron serios, preocupados, hasta que los metieron presos sin que nadie supiera por qué.

Salieron libres dos años después y ninguno de nosotros los trató diferente.

“Los metieron por una injusticia, pero ya no son los mismos de antes”, me dijo mi primo y yo no lo cuestioné. Sin embargo, la opción de alejarme para mí no era viable. Yo les debía lealtad, para mí eran como mi familia. Aparte, los hijos de Navajas, Pedro y Rosalía, eran mis únicas amigos de mi edad. En la escuela los otros me rehuían por el color de mis ojos y por culpa de los rumores de las ancianas.

Rosalía, era la única mujer... bueno, la única niña que me había visto desnudo, un día que Pedro y yo nos bañábamos en el río. Ella apareció de repente ante nosotros. Pedro no se incomodó de que su hermana lo viera sin ropa, ni Rosalía reaccionó ante mi desnudez. Yo sí. Sentí tanta pena, que años después, cada que recordaba ese momento, por todo mi cuerpo se expandía un torrente de vergüenza.

Todas las tardes yo iba a casa de Pedro. Dábamos vueltas por las caballerizas, recorríamos el antiguo convento, cazábamos liebres. Nunca hablábamos de la cárcel ni de su papá. Cuando Navajas salió, yo continúe la amistad con Pedro, como si nada hubiese sucedido.




“¡Gringa! Al rato tienes que bailar una conmigo” gritó Abraham a mi madre. Ella afirmó moviendo el dedo índice, sin decir una palabra. Siempre era lo mismo con Abraham. Él le pedía a mi madre bailar, sin embargo nunca lo hacía hasta que ella iba por él y lo sacaba a jalones.

Pedro y Rosalía no estaban ahí, porque su padre prefería dejarlos en casa.

Alguien sacó una cámara y mi madre se emocionó. Pidió a todos que se pusieran en fila. Me negué y dije que yo tomaría la foto. Mi madre, sabiendo lo necio que era no insistió. La pared del mercado les pareció buen fondo. Conté hasta tres, Tlacuache gritó algo e hicieron las señas con las manos, salió el flash y la fiesta continuó.

Todo fue bien hasta que Tlacuache y el Sapo empezaran a discutir. Mi primo había tomado de más y se veía molestó. Tlacuache hizo un intento de darse media vuelta y alejarse, pero mi primo no se lo permitió. Muñeco y Navajas se acercaron a Tlacuache mostrando su apoyo. Los amigos de mi primo trataron de dialogar. Mi madre hizo un intento de calmar la situación, mientras que Brasilia, se mantuvo al margen de aquel pleito.

Nada sirvió. Mi primo se enfureció y trató de aventarse en contra de Tlacuache, gritándole ladrón y asesino, repetidamente. El resto de los muchachos los sujetaron. Tlacuache ya había perdido los estribos y gritó algo a mi primo que yo jamás había imaginado.

“Por eso no te quiso la Gringa”.

Abraham, al escuchar esto, se aventó contra Navajas. Cadete de inmediato se puso a lado de su hermano y se armó la trifulca. Mi madre me tomó del hombro para irnos. Yo me rehusé. Sentí que algo debía hacer. Traté de acercarme al pleito, intervenir, pero Brasilia me detuvo. “De nada serviría; ahora lo que importa es sacar a tu madre de aquí”. Confié en él. Entré al auto azul y me senté en el asiento trasero. En el momento en que mi madre cerró la puerta, se escuchó un tiro. Ella emitió un grito corto y bajó del carro sin escuchar las advertencias del Brasilia. Corrimos detrás de ella. Mi primo estaba tendido en el suelo, sobre un charco de sangre que se hacía más grande. Mi madre de inmediato se arrodilló a un lado del cuerpo inerte. Tlacuache tenía entre sus manos un arma. Su rostro reflejaba incredulidad, como si no creyera lo que recién había hecho. Soltó el arma y se adentró en los campos. Detrás de él lo siguieron Muñeco y Navajas. Mi madre levantó la cabeza de mi primo y la recargó sobre sus piernas.

“Mira lo que te hicieron, Sapito”, dijo. Después acarició su cabello, como si lo cuidara para dormirse o como cuando él le pedía que le hiciera cariñitos.

“Mira lo que te hicieron, amor”, dijo ella de nuevo, llorando.





Al funeral no fueron ni Pedro ni Rosalía. Su papá no tenía cargos, pero había desaparecido, igual que Muñeco. Ese día yo me sentí muy solo. Todos procuraban a mi madre. Algo sabían que yo no. Algo que presentí al verla llorar de tal manera.

Brasilia se acercó. Me preguntó cómo estaba. Yo le respondí que bien.

“¿Por qué estás tan alejado de mi mamá?”, le pregunté. Él se quedó callado.

Mi incomodidad fue tal, que para romper con el silencio le pregunté lo primero que se me ocurrió:

“¿Tú sabes por qué le dicen gringa a mi madre?” Él sonrió.

Brasilia me contó que mi madre llegó al pueblo de otra parte, siendo una jovencita que venía acompañada de un hombre de Sinaloa al que apodaban el Gringo. Un hombre cuarenta años mayor que ella, que se instaló en el pueblo para comercializar con los productos locales. En esos días, según me dijo Brasilia, se pensaba que la carretera pasaría por ahí, las fabricas extranjeras se instalarían y la suerte del pueblo sería otra. El Gringo se arriesgó y puso el mercado. Yo le pregunté a Brasilia cómo llegó mi primo al pueblo. Lo pensó unos segundos. Después, me miró directo a los ojos y respondió. “Él no es tu primo”.

Sapo fue un huérfano que vivía y trabajaba en casa del Gringo. El Gringo murió y le heredó el terreno que se encontraba a lado del mercado, lo único que no había perdido de esa pésima inversión. A mi madre le dejó deudas. El terreno de Sapo y la casa en la que viví, tenían problemas legales, no servían de aval para pedir un préstamo. Años después los problemas quedaron resueltos.

“¿Entonces el gringo era mi padre?”, pregunté a Brasilia. Él, miró hacia las personas que llegaban al funeral, asegurándose de que nadie estuviera escuchando nuestra conversación. Luego respondió:

“El Gringo murió dos años antes de que tu madre se embarazara de ti”.

En eso vi venir a Largo hacia nosotros. “Tu madre quiere que vayas con ella”, dijo y se fue.

“Entonces, ¿quién es mi padre?”, pregunté a Brasilia.





Pasaron tres días y me encontré a Pedro en el viejo convento. Aventaba piedras tan fuerte que parecía que se iba a lastimar el brazo. Yo me senté a su lado y, sin que yo dijera nada, por primera vez habló de su padre.

“Mi papá no es ningún criminal”. Dijo.

Tal vez por lo resentido que me encontraba, respondí sin pensar.

“Pero Tlacuache sí”.

Pedro volteó a verme enfurecido y gritó: ”¡Ellos no sabían lo que traían en los autos, ellos no mataron a nadie!”.

“Mataron a mi primo”

Pedro se aventó contra mí y forcejamos. Ambos teníamos tanta ira que desahogar, pero ninguno se atrevió a ir más allá de jalar la ropa del otro. En ese instante llegó Rosalía y nos separó, poniéndose en medio. “Tú mamá te busca”, me dijo, dándole la espalda a su hermano. Yo fui hacia mi casa.

Entré a casa y mi madre me preguntó si quería cenar pan dulce o tamales. No le contesté. Volvió a insistir y me quedé callado. Cuando se acercó, yo la miré por segundos, serio, enfadado.

“¿Quién es mi padre?”, le pregunté.

Brasilia había terminado con mi fantasía de que mi padre era él, al contestarme que no lo sabía. Mamá me miró y me dijo que ése no era el momento.

“¿Era el Sapo?”, cuestioné.“ ¿Por eso Brasilia se fue, porque mi padre era el Sapo y tú lo amabas?”. Mi madre calló, mirándome con desconcierto. No sé si habrá sido que percibió lo mucho que necesitaba saberlo, pero respondió que Brasilia se había ido a EU por delitos que cometió.

Yo no esperaba esa respuesta, pero aún me encontraba furioso. “¿Entonces el Sapo es mi padre?” Me pareció que mi madre rogaba con la mirada que no preguntara sobre eso. Con torpeza acomodó una silla y se sentó. Yo insistí.

“No -me respondió-. Él no era tu padre ni nadie de los muchachos”.

“¿Entonces quién?”





Tenía seis años que no regresaba al pueblo. Mi equipaje se ha quedado en el único hotel de tres estrellas, que recién acaban de inaugurar. Mi madre me decía que no se mudaría a otra parte que no tuviera un olor como las gardenias que se daban en los alrededores del pueblo. Ella enfermó un par de meses después del funeral, le diagnosticaron cáncer y sugirieron tratamiento de quimioterapia. Todo se vendió, incluyendo la propiedad del Sapo que había quedado a mi nombre. A mí me costó trabajo, sin embargo estudié medicina.

Dos años atrás me encontré a Rosalía en la capital y al verla volví a sentir esa vergüenza de cuando me vio desnudo. Me contó que su hermano se había asociado con una automotriz para agrandar el negocio que les dejó su padre. Su papá había tratado de escapar a EU, después del asesinato de mi primo, y murió en el desierto. Todos los demás muchachos se habían casado, excepto Abraham que había desaparecido.

“Hace poco lo encontraron y lo procesaron por el asesinato del Tlacuache ”, me contó Rosalía. Cuando me dijo esto, quedé sorprendido. Abraham detestaba a Tlacuache, pero no imaginé que sería capaz de matarlo. “Sí –confirmó-, tu madre amaba a Sapo, pero Abraham también”.

En la foto, si se fijan, casi todos están haciendo señas con las manos, señas que les enseñó el Tlacuache. Casi todos, menos uno. Abraham.

Mi madre quería a Brasilia, él la había ayudado con las deudas y años después ella le devolvió el favor, me contó ella esa noche que le pregunté por el nombre de mi padre. Muñeco, Navajas, el Tlacuache, habían ido presos, por un crimen que el Sapo y Brasilia también cometieron. Se involucraron con el hombre equivocado, un hombre de mirada perversa, ojos claros como el mar, que le gustaba hacerle daño a la gente. Habían negociado con mi verdadero padre. Ella trató de intervenir por todos, pero no pudo. Mi padre le dio la oportunidad de escoger a quién salvar. Ella me contó parte de su secreto, mas nunca me dijo que también había salvado a mi primo. Lo comprendí hasta que Rosalía me lo dijo. “Sapo planeó todo”. “Tlacuache pensaba que lo habían traicionado y esa noche aprovechó el cariño de tu madre por Brasilia para provocarlo”.

Pongo el ramo de flores contra mi pecho. El pueblo ha cambiado demasiado, ha crecido y ya no es más una provincia de rancherías. Las ancianas me ven pasar y no me saludan. Toco el timbre de la casa de Rosalía. Ella me abre sonriente. “Pasa”, me dice. Yo entro sin decir nada. “En el cuarto del fondo”.

Camino ansioso por el pasillo. Aprieto el ramo de gardenias y la veo tejer una blusa de tela ligerita. Mi madre escucha una vieja canción. Sentada baila despacio, en su peculiar estilo y cerrando los ojos por unos cuantos segundos. Se alegra de verme y me abraza. Dejo caer el ramo de flores.

Hace poco, mi madre se mudó al viejo cuarto de Navajas. Rosalía nos ve desde la puerta, y yo no siento más vergüenza. Ya no soy el niño desnudo a un lado del río.

Texto agregado el 01-11-2007, y leído por 477 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
26-11-2007 Como no dfarle mi vto al Señor Lio_Mendez ,,,si es uno de lo mejores acá.....Como toda história me lleva de la mano hasta el final ..como debe ser una de las buenas!!.. yerma
07-11-2007 A mí me pareció bien redactado, la lectura fluye sin tropiezo. Sólo encontré dos errores de acentuación: "Le pusieron ese apodo porque en su trabajó como mecánico..." y "Mi primo había tomado de más y se veía molestó." En cuanto a la historia, en lo personal me gustarían más detalles, más crudeza, más intromisión en la psicología de los personajes, esto para darle mayor fuerza a la historia y no caer en superficialidades telenovelezcas. goruzedri
04-11-2007 Por llevarlo tan lejos, las complicaciones le quitan brillo a los eventos que tienen que sobresalir. El cuento, entiendo yo, es de una estructura simple aunque la trama sea compleja e intensa. La presentacion de acciones unificadas en una accion requiere del desglose de un comienzo, una "mitad" y un final. El crecimiento de los personajes se achica con el empobrecimiento que impone restricciones al desarrollo de un dialogo intenso que permita en pocas palabras posesionarse de elementos que hagan del espectaculo algo creible, ameno, claro, con los actorers de ambos lados realizando los efectos del arte de contar. El tuyo me gusto mas que el otro por que hay un deseo por tocar mas a fondo la naturaleza humana. No es insufiente ni largo esta mal distribuida la fuerza del "genio". panchin
04-11-2007 La idea es muy buena, solo que la forma no me agrada. Saludos. PpCc
03-11-2007 Toda una vida de experiencias. Un hijo sin padre con una madre que lo amaba,.Interesante final . marsolesca
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