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Tendido en el piso de su cuarto, hacía más de una hora que se dedicaba a mirar el techo. Allí estaba, imaginando figuras en las vetas de las vigas de madera, dibujando arabescos con el humo de su cigarillo, jugando con un carozo que mantenía en la boca aunque ya había perdido su sabor, pero sintiéndose demasiado perezoso para ir hasta la cocina a buscar otra aceituna. Así pasaba sus tardes el famoso arquitecto.

Había tenido triunfos tempranos en su carrera desde que fue la revelación, con sólo veinticinco años, en un concurso internacional que lo llevó inmediatamente a la fama. No dejó de trabajar desde entonces. Primero un museo, después un gran hotel y un estadio, esos habían sido algunos de sus proyectos. Sus días parecían tener cuarenta horas en aquella época y aún así no le alcanzaban para todo lo que quería hacer.
Su imaginación creaba proyectos sin cesar, superándose a sí mismo cada vez, innovando en la construcción y el diseño, su energía se consumía vertiginosamente.

Así siguió su vida hasta que una tarde, en la inauguración de una de sus obras públicas, cayó súbitamente desmayado. Fue grande el revuelo, especialmente porque allí estaba la televisión transmitiendo en vivo la ceremonia.

Los días siguientes quedaron en blanco para él, sólo sabía lo que le contaron los amigos que lo habían acompañado en el hospital.
Después vino la recuperación, lenta y dolorosa. Su cerebro se resistía a volver a funcionar como antes, tal vez cansado de ese ritmo agotador.
El médico fue muy claro, un nuevo ataque sería fatal, debía evitar la tensión y el agotamiento, era cuestión de vida o muerte.
Curiosamente, él parecía haber aceptado la sentencia con tranquilidad, casi con alivio, y se entregaba por completo al descanso que le habían recetado. Sin embargo, secretamente acariciaba una idea, sólo debía esperar un poco más para saber cuándo llevarla a cabo. Mientras tanto se dedicaba a imaginar los detalles de su plan minuciosamente, tendido en el piso de su cuarto, cada tarde a la hora de la siesta.

Finalmente, después de varios meses, sintió que había llegado el momento. Entonces pidió ayuda a uno de sus amigos para que lo llevara a su edificio más famoso. Una vez allí tomó el ascensor hacia el último piso, se dirigió a la azotea, desde donde podía contemplar la ciudad a sus pies y se sintió desbordado de orgullo por la dimensión de su obra.
Entonces sacó las píldoras fatales que había conservado todos esos meses, aguardando hasta saber si tendría necesidad de usarlas, las apretó en su puño por un momento y luego las arrojó con fuerza hacia el vacío. Ahora sabía que podría recuperarse.

Texto agregado el 05-11-2007, y leído por 363 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
20-09-2008 me gusto tu cuento.saludos mcgraw
22-05-2008 Me gusta como inicias y la descripcion de la imagen, luego el intermedio siento como si la historia le faltara un pedazo que podria relacionarse con el final.De todas maneras me agrada como escribes yuro
21-11-2007 M e gustan los textos con mensaje esperanzador. Muy bien. Jazzista
20-11-2007 Que suerte tuvo el arquitecto. Se pudo haber muerto atragantado con el carozo en el cogote. goruzedri
15-11-2007 Me ha sido dificultoso hallar la conexión de las primeras imagenes, del protagonista que piensa tendido en el piso de su cuarto, todas las tardes, el mal estado de salud, y el final. Tal vez no ha sido suficiente la atención prestada. Supongo que esas píldoras eran lo que lo hacían ponerse mal y las tomaba apropósito; sin embargo no estoy seguro. Saludos. cvargas
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