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[C:320916]


Olegario ángel de Floresta

Le duelen las manos desacostumbradas…

Entusiasmado, empuja por primera vez las varas del carro bajo la luna

helada de junio.

Gaona abajo, mientras “El Chuli” acarrea los últimos cartones pergeñados

por la noche clara.

Se rasca la panza Olegario.

¡Últimamente se le da por hacer cada ruido…!

A las once…¡ruidos!

A las tres o cuatro de la tarde…¡ruidos otra vez!

¿es que la panza no se le ha acostumbrado, todavía?

Ya tendría que saberlo…en casa se come una sola vez al día. Lo demás: mate

cocido. Allá nunca sobró nada. Y desde que “el viejo” se “rajó” con la chirusa ésa

de la Pipi…¡menos todavía…!

Aunque a la final, es mejor… ¡claro que sí!

Su madre ya no tendrá que andar tapándose con mangas largas los moretones

que le dejaba él cada noche, cuando la fragilidad de las sábanas apenas le alcanzaba a

Olegario para amortiguar los gritos transportados por el vino de su padre.

Sus flacos trece años ( y su séptimo grado a medio andar) empujan con fuerza

incontrolable el carro semivacío, mientras la luna le tira destellos cómplices desde

Avellaneda y Gualeguaychú.

- Justito en la esquina de la “Portu”- como le decimos todos -

¡ja, le van a venir a él con que tenés que estudiar así salís de la miseria, Olegario!

¿para qué iba a hacerlo, si la Flori, el Julián y el Maico lo esperaban

berreando de hambre entre las maderas de la casilla allá en la “veintiuno”?

¿Qué podían saber la maestra o la bibliotecaria cuando le reprochaban que

traía incompleta la tarea o que no retiraba libros?

Olegario las miraba desde el banco con silenciosa tristeza.

Aunque él también las quería …no iba a explicarles nada. Ellas no podían

entenderlo. Entonces, metía la cabeza entre los hombros escuálidos y no había dios que

le hiciera pronunciar palabra.

-Olegario…¿Qué comiste anoche que ahora te duele la panza?... ¿seguro que

no es por la evaluación de Sociales?...¿ querés bajar al comedor a pedir la vianda?-

Y él apretaba los puños y decía que no con la cabeza.

No a todo: al hambre, a la evaluación que esperaba turno sobre el escritorio

de la Señorita Consuelo, al sánguche que se mostraba prometedor…pero que, sin

embargo, él guardaría dentro de la mochila…

Las luces a medio encender de la Gaona volvían más visibles las persianas

entornadas de La Floresta. Y una música tanguera endulzaba sus sentidos aunque sabía

que era música de viejos. En el patio de entrada un grupo de gente ultimaba detalles

para una excursión no se sabe a dónde…

Aguza bien el oído.

Quiere escuchar, pero el mareo lo distrae un poco…


Como sea, tiene que esforzarse hasta llegar a la Iglesia de La Candelaria,

frente a la Plaza Vélez Sársfield. Dicen que allá hay un comedor, que les dan abrigo y

que los quieren mucho…

Sigue buscando cosas para acumular en el patio de la casilla. Para vender.

Para aprovechar… algún juguete para sus hermanos, quizá algún abrigo…

La noche se presenta implacable y fría así que hay que “levantar” el doble…o

el triple de lo que lleva.

Sus breves trece años prometen a su vientre albores de ternuras olvidadas por

una mamá que cuando él llega - bien entrada la noche- dobla el resonar de los tacos en

la esquina…rumbo vaya uno a saber dónde.

El viento helado suele alargar sus sombras sobre los colchones en el suelo

de la casita en la villa.

Y la mami no regresa hasta bien altito el sol, cuando los hermanos ya salieron

para la escuela de jornada completa.

El problema es la cena y después, tratar de ahuyentar el frío que se

filtra por entre las maderas raídas.

La oscuridad nocturna suele cerrarse como pulpo sobre su cabeza rizada e

intenta dislocarlo, haciéndolo jugar al olvido, distrayéndolo de sus deberes de hermano

mayor…

No puede pensar Olegario. Una puntada se le ha instalado ahí en el costado y no

hay tazón de sopa que pueda deshacerse de ella…

Entonces, de la torre de Bacacay y Chivilcoy se desata un vuelo de

palomas que acunan sus sueños de adulto precoz.

De chico que saltó etapas para elegir desvanecerse en medio del comedor - en

brazos de su maestra- que empieza a comprender por qué desde hace cinco días no va a

la escuela Olegario.




C.LILIANA PINTOS


Sentencia de fuego


Después de todo, había algo más…


Rosario se asomó a la puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo aquella estancia

cálida y amplia. Sus ojos entrecerrados e inquietos hurgaron la lejanía, intentando atrapar el final de

la jornada de los mineros de carbón al otro lado de la montaña. Era dueña de una gran resolución

típica de las mujeres acostumbradas a bregar desde la infancia contra los avatares de la vida.

Secó sus manos en la pechera del delantal a cuadros, las frotó enérgicamente una contra

otra y les exhaló la calidez húmeda de su aliento veinteañero. Era bastante alta, con un cuerpo bien

proporcionado, de piel tostada por los vientos sureños, hermosos cabellos y ojos negros.

En la falda de la precordillera, las luciérnagas inquietas esparcían el verde luminoso de su

vuelo singular en medio de espinillos y matas de yuyos.


A esa hora, Francisco estaría emergiendo de la oscuridad enmohecida del túnel, junto a

otros doce obreros (la lengua casi muda y reseca, proyectando sombras encendidas por la intensidad

del silencio, parpadeando repetidas veces hasta acostumbrar nuevamente las pupilas a la luz del día)

exhausto y feliz, soñaba con ganarse la vida dividiendo el surco al sol y vender los frutos en la feria

del centro.

El chico tendría unos diecisiete o dieciocho años, de piel mate e incipiente barba azulina,

con hombros tan acostumbrados a hacer silbar el pico contra la piedra esquiva, como a sostener un

libro entre sus manos endurecidas…

Las jornadas habían sido propicias desde que Paco les contó, en secretos trasnochados, que

“hay que pedir permiso a la Pachita para adentrarse en su interior.” Él lo sabía por ser uno de los

más viejos en la mina y porque su padre también había trabajado en ella desde chango .

“…la Pachamama es mujer y como a tal, hay que respetarla…”

La corteza y el manto superior. El núcleo y las partículas. El centro mismo desgajado y

tibio, ofrendando vida y muerte en idéntico conjuro de urgentes oscuridades.

La fuerza obrera merodeándole las entrañas hasta obtener sus minerales valiosos,

exquisitos.

Al caer la tarde, surgían algo aturdidos de su vientre pródigo, uno detrás de otro como hijos

recién paridos, de camisas arremangadas y rostros curtidos por la negrura del carbón mezclado con

níquel y azufre. Se sentían húmedos, con la piel impregnada aún de la placenta derramada en la

efusión estentórea de la tierra.



La chimenea del horno exhalaba la entrega del quebracho humeante.

Rosario sabía que su jornada de trabajo recién comenzaba.

Schiller -pese a la connotación germana del nombre- atesoraba entre sus paredes esencias

a menta, limón y eucalipto, al tiempo que amparaba las confidencias insondables de aquellos

pueblerinos, vástagos de un paraje cualquiera al sur del país.

El refugio guardaba ceremonias sagradas y comunitarias, enlazando los susurros de esos

seres a quienes la vida sólo les había ofrecido un destino heredado, una posibilidad acotada a repetir

una y otra vez, las historias de sus abuelos.

Allí llegaban de a pie hombres y mujeres de diferentes edades, acarreando sus cuerpos

abatidos y crispados por la fatiga de las hazañas enturbiadas y cotidianas.

Entonces ella, secundada por su madre, les ofrecía un brebaje caliente y reparador, al

tiempo que les prodigaba el sustento vital para retomar los puestos de trabajo en la

vetusta fábrica de dulces de arándanos o en la derruida mina al día siguiente, antes de anunciarse

siquiera la luz solar.


El conocimiento y los universos vedados en sus infancias se volvían realidad tangible y

embriagadora en este recodo del camino, inspirados por la quintaesencia de los universos

insospechados que los libros desafiantes iban desgranando delante de sus ojos.

¡Había que vérselas con los clásicos y los consagrados!


Y era quien acudía solícita y radiante al verlos desorientados en la búsqueda de aquellos

textos adquiridos por su padre cuando joven. La creatividad y la locura se percibían en los hombres

y mujeres de caderas estrechas saciando ávidamente sus deseos literarios, mientras sonreían

desconcertados como niños, saboreando las comidas horneadas por la madre de Rosario.

Eran conscientes de que sus vidas se habían vuelto diáfanas y ligeras desde la apertura del

local, descubriendo que el mundo estaba poblado de algo más que de sus talentos sumisos

entregados a la faena. Sin saber cómo, se habían convertido en navegantes habituados a los timones

de barcos de papel oxidado por el paso del tiempo.


Y a preocupar al patrón con estas inquietudes.


Más entrada la noche, la oscuridad de las nubes ocultó espesamente el cielo y el viento

arremetió con rugidos desafiantes contra la madera amurallada de las paredes, declarándose amo

absoluto del hielo y del mar, de las voluntades nativas y de las cercanías. El caserío de techos bajos

pareció arrebujarse contra la tierra en busca de la inasible protección materna y los yuyos se

estremecieron sobre las vías férreas. El frío de junio comenzó a hacerse sentir intensamente

anunciando la primera nevada del año.

A sabiendas de ello, Rosario acomodó dos o tres leños de lenga sobre el fuego crepitante

y lo atizó vivamente. Al mismo tiempo, Francisco y Paco entraron al local enfundados en gruesos

abrigos de lana de llama, tejidos por ancestrales manos mapunces al costado de las rukas .

Junto a los dos hombres un bufido de ráfaga helada se filtró por la puerta principal,

sacudiendo los ejes de todos y de cada uno. En aquella atmósfera se sentía ahora algo especial.

Varias chispas estallaron en el aire entibiado…y el viento se enseñoreó envanecido,

provocando una intensa llamarada en la resina olorosa de los piñones. Entonces, el fuego

advirtió, implacable y despiadado, su sentencia enceguecida ante el discernimiento de la palabra

escrita y la connotación propia.

Las multiplicadas lenguas enaltecidas en repentina majestuosidad iniciaron un súbito

viaje de altura enlazando cortinas, mesas, sillas, volúmenes.

En medio del caos declarado, algunas mujeres espantadas atinaron a lanzarse de los bancos

atropellándose entre sí, en un inútil intento por liberarse del final. Torpes y confusas, otras se

apretujaron ingenuamente sobre los estantes libres aún del fuego. Las más enérgicas se abrieron

paso a empujones y codazos en medio de un vocerío que clamaba por salir y salvarse juntos…

Paco y dos compañeros más arrojaban los baldes con tierra que otros hombres acarreaban

desde el patio trasero de la casa.

Mientras tanto, las llamas encolerizadas desde el cenit de la soberbia y urgidas por ganar

esta batalla desigual y desigualadora, desoyeron el desgarro de aquellos gritos humanos, asfixiando

y mancillando la pasión del conocimiento, la apología de los sueños, las reflexiones, las

yuxtaposiciones, el verbo vivo. En Schiller, Babel se hizo realidad una vez más: el terror

hacía que las lenguas proliferaran a borbotones, se entreveraran, se abrazaran, se retorcieran,

multiplicaran su sonoridad hueca en el gigantesco caracol de la montaña.

Las lenguas enjutas y azotadas lucían su humedad rosada en un despavorido intento por

restablecer la vigencia de los sueños. Y se asomaban, mortificadas y estridentes, a la arena de los

desperdicios, a la vulgaridad y el desconsuelo, proclamando reproches y flagelos nauseabundos,

denunciando la agitación de los himnos insurrectos, decretando la vigencia de legendarios

lenguaraces figurados y partidos en dos.

Las paredes se sumergieron alocadamente en una danza de árboles sofocados y estériles,

abriéndose en mitades desatinadas. Las llamas engulleron con ávida arrogancia el pan de los

elogios, la resurgida médula del papel y la jugosa pulpa de la conciencia en estado de gestación.

Lamieron indecorosamente la conciencia ampliada del obrero, el enervamiento de la

curiosidad y la visión ensanchada, para devorar por último el orgullo digno, la exaltación atesorada

de los adverbios y la delicadeza de las metáforas.

Aquellos hombres y mujeres en vano esperaron un imperceptible gesto de Rosario

instándolos a rescatar los resquicios de la breve historia compartida.

Ella permanecía sorda.

Ante la impotencia generalizada, sólo se la veía empecinada en reivindicar el alboroto

enrulado de sus cabellos azabaches frente al espejo de la sala, al tiempo que repetía una y otra vez el

fragmento de un texto de Eduardo Galeano. Francisco, enceguecido por el humo, le enfrentó por

primera vez la mirada zarca y la sacudió de los hombros, desgarrándose en gritos.


Pero la chica se desentendió con aire ausente de sus manos agazapadas clavando los pies en

la tierra.

No pudo. No quiso salvarse.

-¿para qué?- se preguntaba obstinadamente, mientras recorría extraviada los anaqueles

ahogados por las lenguas carnosas y mudas.


En el alboroto, se acallaron con definitiva furia las palabras impresas que habían enaltecido y

sustentado la razón y el periplo circular de otros universos, aliviándoles el alma doblegada por

coyunturas frágiles, demasiado pesadas…

Y el fuego siguió haciendo gala de su torbellino voraz hasta aniquilar el lugar por completo y

someterlo por fin, a un irremediable sepulcro de cenizas y escombros calcinados.



Detrás del molle más añoso días después hallaron, desgajado y cubierto de un polvo blanco y

espeso, el libro que ella venía leyendo desde hacía varias noches: “Las venas abiertas de América

Latina”.




C.LILIANA PINTOS




Sentencia de fuego


Después de todo, había algo más…


Rosario se asomó a la puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo aquella estancia

cálida y amplia. Sus ojos entrecerrados e inquietos hurgaron la lejanía, intentando atrapar el final de

la jornada de los mineros de carbón al otro lado de la montaña. Era dueña de una gran resolución

típica de las mujeres acostumbradas a bregar desde la infancia contra los avatares de la vida.

Secó sus manos en la pechera del delantal a cuadros, las frotó enérgicamente una contra

otra y les exhaló la calidez húmeda de su aliento veinteañero. Era bastante alta, con un cuerpo bien

proporcionado, de piel tostada por los vientos sureños, hermosos cabellos y ojos negros.

En la falda de la precordillera, las luciérnagas inquietas esparcían el verde luminoso de su

vuelo singular en medio de espinillos y matas de yuyos.


A esa hora, Francisco estaría emergiendo de la oscuridad enmohecida del túnel, junto a

otros doce obreros (la lengua casi muda y reseca, proyectando sombras encendidas por la intensidad

del silencio, parpadeando repetidas veces hasta acostumbrar nuevamente las pupilas a la luz del día)

exhausto y feliz, soñaba con ganarse la vida dividiendo el surco al sol y vender los frutos en la feria

del centro.

El chico tendría unos diecisiete o dieciocho años, de piel mate e incipiente barba azulina,

con hombros tan acostumbrados a hacer silbar el pico contra la piedra esquiva, como a sostener un

libro entre sus manos endurecidas…

Las jornadas habían sido propicias desde que Paco les contó, en secretos trasnochados, que

“hay que pedir permiso a la Pachita para adentrarse en su interior.” Él lo sabía por ser uno de los

más viejos en la mina y porque su padre también había trabajado en ella desde chango .

“…la Pachamama es mujer y como a tal, hay que respetarla…”

La corteza y el manto superior. El núcleo y las partículas. El centro mismo desgajado y

tibio, ofrendando vida y muerte en idéntico conjuro de urgentes oscuridades.

La fuerza obrera merodeándole las entrañas hasta obtener sus minerales valiosos,

exquisitos.

Al caer la tarde, surgían algo aturdidos de su vientre pródigo, uno detrás de otro como hijos

recién paridos, de camisas arremangadas y rostros curtidos por la negrura del carbón mezclado con

níquel y azufre. Se sentían húmedos, con la piel impregnada aún de la placenta derramada en la

efusión estentórea de la tierra.



La chimenea del horno exhalaba la entrega del quebracho humeante.

Rosario sabía que su jornada de trabajo recién comenzaba.

Schiller -pese a la connotación germana del nombre- atesoraba entre sus paredes esencias

a menta, limón y eucalipto, al tiempo que amparaba las confidencias insondables de aquellos

pueblerinos, vástagos de un paraje cualquiera al sur del país.

El refugio guardaba ceremonias sagradas y comunitarias, enlazando los susurros de esos

seres a quienes la vida sólo les había ofrecido un destino heredado, una posibilidad acotada a repetir

una y otra vez, las historias de sus abuelos.

Allí llegaban de a pie hombres y mujeres de diferentes edades, acarreando sus cuerpos

abatidos y crispados por la fatiga de las hazañas enturbiadas y cotidianas.

Entonces ella, secundada por su madre, les ofrecía un brebaje caliente y reparador, al

tiempo que les prodigaba el sustento vital para retomar los puestos de trabajo en la

vetusta fábrica de dulces de arándanos o en la derruida mina al día siguiente, antes de anunciarse

siquiera la luz solar.


El conocimiento y los universos vedados en sus infancias se volvían realidad tangible y

embriagadora en este recodo del camino, inspirados por la quintaesencia de los universos

insospechados que los libros desafiantes iban desgranando delante de sus ojos.

¡Había que vérselas con los clásicos y los consagrados!


Y era quien acudía solícita y radiante al verlos desorientados en la búsqueda de aquellos

textos adquiridos por su padre cuando joven. La creatividad y la locura se percibían en los hombres

y mujeres de caderas estrechas saciando ávidamente sus deseos literarios, mientras sonreían

desconcertados como niños, saboreando las comidas horneadas por la madre de Rosario.

Eran conscientes de que sus vidas se habían vuelto diáfanas y ligeras desde la apertura del

local, descubriendo que el mundo estaba poblado de algo más que de sus talentos sumisos

entregados a la faena. Sin saber cómo, se habían convertido en navegantes habituados a los timones

de barcos de papel oxidado por el paso del tiempo.


Y a preocupar al patrón con estas inquietudes.


Más entrada la noche, la oscuridad de las nubes ocultó espesamente el cielo y el viento

arremetió con rugidos desafiantes contra la madera amurallada de las paredes, declarándose amo

absoluto del hielo y del mar, de las voluntades nativas y de las cercanías. El caserío de techos bajos

pareció arrebujarse contra la tierra en busca de la inasible protección materna y los yuyos se

estremecieron sobre las vías férreas. El frío de junio comenzó a hacerse sentir intensamente

anunciando la primera nevada del año.

A sabiendas de ello, Rosario acomodó dos o tres leños de lenga sobre el fuego crepitante

y lo atizó vivamente. Al mismo tiempo, Francisco y Paco entraron al local enfundados en gruesos

abrigos de lana de llama, tejidos por ancestrales manos mapunces al costado de las rukas .

Junto a los dos hombres un bufido de ráfaga helada se filtró por la puerta principal,

sacudiendo los ejes de todos y de cada uno. En aquella atmósfera se sentía ahora algo especial.

Varias chispas estallaron en el aire entibiado…y el viento se enseñoreó envanecido,

provocando una intensa llamarada en la resina olorosa de los piñones. Entonces, el fuego

advirtió, implacable y despiadado, su sentencia enceguecida ante el discernimiento de la palabra

escrita y la connotación propia.

Las multiplicadas lenguas enaltecidas en repentina majestuosidad iniciaron un súbito

viaje de altura enlazando cortinas, mesas, sillas, volúmenes.

En medio del caos declarado, algunas mujeres espantadas atinaron a lanzarse de los bancos

atropellándose entre sí, en un inútil intento por liberarse del final. Torpes y confusas, otras se

apretujaron ingenuamente sobre los estantes libres aún del fuego. Las más enérgicas se abrieron

paso a empujones y codazos en medio de un vocerío que clamaba por salir y salvarse juntos…

Paco y dos compañeros más arrojaban los baldes con tierra que otros hombres acarreaban

desde el patio trasero de la casa.

Mientras tanto, las llamas encolerizadas desde el cenit de la soberbia y urgidas por ganar

esta batalla desigual y desigualadora, desoyeron el desgarro de aquellos gritos humanos, asfixiando

y mancillando la pasión del conocimiento, la apología de los sueños, las reflexiones, las

yuxtaposiciones, el verbo vivo. En Schiller, Babel se hizo realidad una vez más: el terror

hacía que las lenguas proliferaran a borbotones, se entreveraran, se abrazaran, se retorcieran,

multiplicaran su sonoridad hueca en el gigantesco caracol de la montaña.

Las lenguas enjutas y azotadas lucían su humedad rosada en un despavorido intento por

restablecer la vigencia de los sueños. Y se asomaban, mortificadas y estridentes, a la arena de los

desperdicios, a la vulgaridad y el desconsuelo, proclamando reproches y flagelos nauseabundos,

denunciando la agitación de los himnos insurrectos, decretando la vigencia de legendarios

lenguaraces figurados y partidos en dos.

Las paredes se sumergieron alocadamente en una danza de árboles sofocados y estériles,

abriéndose en mitades desatinadas. Las llamas engulleron con ávida arrogancia el pan de los

elogios, la resurgida médula del papel y la jugosa pulpa de la conciencia en estado de gestación.

Lamieron indecorosamente la conciencia ampliada del obrero, el enervamiento de la

curiosidad y la visión ensanchada, para devorar por último el orgullo digno, la exaltación atesorada

de los adverbios y la delicadeza de las metáforas.

Aquellos hombres y mujeres en vano esperaron un imperceptible gesto de Rosario

instándolos a rescatar los resquicios de la breve historia compartida.

Ella permanecía sorda.

Ante la impotencia generalizada, sólo se la veía empecinada en reivindicar el alboroto

enrulado de sus cabellos azabaches frente al espejo de la sala, al tiempo que repetía una y otra vez el

fragmento de un texto de Eduardo Galeano. Francisco, enceguecido por el humo, le enfrentó por

primera vez la mirada zarca y la sacudió de los hombros, desgarrándose en gritos.


Pero la chica se desentendió con aire ausente de sus manos agazapadas clavando los pies en

la tierra.

No pudo. No quiso salvarse.

-¿para qué?- se preguntaba obstinadamente, mientras recorría extraviada los anaqueles

ahogados por las lenguas carnosas y mudas.


En el alboroto, se acallaron con definitiva furia las palabras impresas que habían enaltecido y

sustentado la razón y el periplo circular de otros universos, aliviándoles el alma doblegada por

coyunturas frágiles, demasiado pesadas…

Y el fuego siguió haciendo gala de su torbellino voraz hasta aniquilar el lugar por completo y

someterlo por fin, a un irremediable sepulcro de cenizas y escombros calcinados.



Detrás del molle más añoso días después hallaron, desgajado y cubierto de un polvo blanco y

espeso, el libro que ella venía leyendo desde hacía varias noches: “Las venas abiertas de América

Latina”.


La herencia

La abuela de Los Toldos va y viene por la cocina, entre penetrantes olores a
ajonjolí, mejorana, malvavisco, cilantro y esparto. Tanto es el dolor de volver a ver a su
nieta, que está decidida a no darle más que un abrazo con sabor a miel de arrope y una
copita de licor de mandarina, hecho con sus propias manos.
Se asoma al cerco de tunas que bordea su ruka y la ve venir saltando feliz y
ligera por la veredita del sol, con un talento casi mágico para la risa y el disfrute. Logra
divisarla ni bien da la vuelta en la avenida, mientras mantiene su mano en visera para
protegerse de los haces de la resolana matinal.
– Igualita al padre…- piensa en voz alta, al tiempo que estruja
nerviosamente el delantal entre sus manos, sin saber muy bien cómo tratarla.
Su hijo había muerto cuando la niña era muy chica y ahora vuelve a verla
por primera vez después de varios años, sorteando el agua de los charcos de lluvia de la
noche anterior. .
Cuando están frente a frente, entrecierra el azabache de sus ojos profundos,
brillante y acompasado por el andar de los recuerdos.
Y la mira como queriendo ver a través de esta emoción que le enceguece los
sentidos, que le confunde el alma y la claridad del razonamiento.
La nena había ido a recoger tiernas historias sobre el hombro. A esa ternura
hubiese querido permanecer aferrada siempre.
Mientras acomoda abstraída las piezas de ajedrez sobre el tablero, le pregunta
resuelta:
- Abuela...¿a qué le gustaba jugar a mi papá?-
Porque el vasto repertorio de sus raíces había quedado trunco al morir él y la
identidad significaba para sus escasos años, un llamado urgente y profundo surgido de
la garganta misma de la tierra abierta en dos. Un grito de voz en cuello que pulsa por
brotar airoso y triunfante en la vida recién iniciada, para declarar orgullosa el propio
origen y decretar, al fin, la propia historia.
- …¿andaba en bicicleta por el pueblo?...-
La nena arremete ininterrumpidamente, indagando sobre lo que la
conmociona y estremece…
- …mostrame su cama, abuela ¿es cierto que tocaba la guitarra?... -
La abuela menea oscuramente la cabeza depositando su mirada torva sobre
el borde intacto y cristalino de la copa. Y guarda silencio, abarcando y enlazando para sí
el poder comunitario de los secretos ancestrales. En la voluminosidad de los pliegues de
su pollera negra y en los giros y contragiros de su espesa trenza lunar, anida
celosamente las respuestas, con el mismo hermetismo histórico que la ayudó a preservar
su niñez, en tiempos de Coliqueo, logko del lugar.
(¿Acaso la persigue todavía el recuerdo aquel de los blancos avanzando
amparados en la oscuridad lustrosa de los rifles en alto? ¿O es que teme o rechaza
abiertamente a aquella nieta?)
Erguida, orgullosa y severa simula ser la ausente que escucha impasible,
apostada en su panóptico de barro amasado, mientras se mueve con pesadez memoriosa
por los ardientes cuartos encalados.
Mientras su vida desfila ante ella como antes desfiló la de sus mayores, se
emplaza en un mutismo ensordecedor y le oculta la transmisión generosa y espontánea
de aquel legado que ha dejado de ser poderío de su vientre prolífero, para pertenecer
también a la pequeña.
Y la negación que la empecina hace vibrar los elementos telúricos del lugar, al
tiempo que suspende obstinada e indefinidamente, las respuestas en la irrepetible
oportunidad del diálogo.
Un archipiélago de desilusión empaña la mirada infantil, teniendo la certeza
extempòrea de permanecer impotente, desolada y triste, ante el silencio ejecutor con
que la raíz se le muestra incomprensiblemente esquiva y ajena.
- Abuela…¿por qué no me contás…?

El azul transparente del laguito de al lado suele acunarla con susurros suaves
que le cuentan antiguas historias de telares, rukas y remedios caseros, para ayudarle a
recuperar con creces la sonoridad musical de sus carcajadas como ronda de serenatas.
Para espantar la honda decepción sin darle lugar al resentimiento.
De allí emerge natural y súbitamente aquel viejito paciente y sabio con quien
mantiene larguísimas conversaciones a la luz del sol.

Hasta la muerte de la abuela no volvió a recordar la imponencia implacable
de su aspecto impenetrable y hosco, ni aquella sensación de no encontrar ni una señal
que la hiciera sentirse identificada con ella.
Para ese entonces, la nieta ya había guardado cuidadosamente en un bolso sus
pocas pertenencias y había emprendido la travesía por la pedregosa y empinada ruta de
los sueños.
Al volver al pueblo la sangre cristalizada en la mudez de los antiguos había
hecho el resto. Sus otros parientes habían exterminado de raíz el escaso cariño que
les profesara a la distancia habiéndole enajenado algunos inmuebles.
Volver a verlos implicaba violentar estrepitosamente la serenidad en que
había sabido refugiarse hasta ahora. Y aunque el pueblo desde lejos suele
percibirse suave y tibiamente aterciopelado como útero materno, también puede ser la
representación del muro rugoso y áspero sobre el que se apoya el emplazado, esperando
la hora de su ejecución.
La habían negado otra vez…casi igual que en aquel arpegio hermético y brutal
nacido de los oscuros dedos de la vieja.
La carne de la carne. La sangre heredada corriendo como sonoros ríos de fuego
en lo alto de la colina. La reverdecida savia hecha luz y palabras. El cuenco listo y los
abrazos abiertos en la caricia plena. El balanceo rítmico de los vientres jóvenes
acunando historias recién comenzadas. El arco iris que juega a la complicidad de la
naturaleza preparada para la prodigiosa simiente. El cielo encendido de luces
burbujeando de reflejos plateados sobre los arenales del pueblo.

Los profesionales del caso asesoraron realizar un peritaje caligráfico.
En aquel cuarto nadie se atrevía a hablar.
Allí estaban los siete hombres, espantados y mudos al escucharle
decir, calma y segura, que ante ella habían dejado de ser quienes eran.
Decidió que no valía la pena depositar la energía en gente que no tenía caso.
Los saludó brevemente, sacudiendo la espesura lacia de su pelo y miró hacia el
costado izquierdo.
Ahora sí sabía que no volvería a cruzar palabra con ellos.
Por un fugaz momento, divisó la luminosidad inconfundible de dos ángeles
que caminaban a su lado, mientras reían satisfechos por la dirección en la que, de aquí
en más, dirigiría la voluntad de sus pasos.
C. LILIANA PINTOS


Casa mapunce de adobe
Cabeza, cacique de la comunidad.



C.LILIANA PINTOS

























Texto agregado el 10-11-2007, y leído por 234 visitantes. (0 votos)


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