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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clínicos: La mujer vampiro

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Primera parte: Frenesí

Santa Rita

El doctor Massei estacionó su camioneta azul marino en el pedregullo frente al muro de la clínica, que de ese lado mostraba el ladrillo descubierto, en un espacio que le habían dejado entre el Fiat verde de la nutricionista y el Mercedes color champagne del Dr. Avakian.
A pesar de lo agreste de su situación, rodeada por bosques de pinos, al final de un camino de tierra que se alejaba cinco kilómetros de la ruta, y del aspecto humilde de su exterior, la impresión cambiaba radicalmente al ingresar al predio de la clínica Santa Rita. En esa mañana soleada, los muros pintados de pulcro blanco refulgían tanto que Lucas Massei tuvo que ponerse de nuevo los lentes oscuros, y en su visión la casa de dos plantas apareció teñida de rojo vino. Sus pasos resonaron en el patio de entrada, recubierto de cerámicas que formaban el nombre de sus benefactores, la Fundación Crisol, en negro sobre fondo crema, llamando la atención del hombre que barría hojas o polvo imaginario en un rincón, a la sombra de la casita del vigilante.
–¡Ah! Ya llegó –murmuró el hombre sin dirigir sus ojos hacia él–. Buenos días, doctor.
Lucas sonrió y saludó al cuidador, Jano, que a veces hacía gala de un comportamiento más raro que el de los internados.
Al atravesar las puertas de cristal ahumado, se sacó los lentes y su presencia, después de una ausencia de tres meses, fue recibida más calurosamente por la secretaria y las enfermeras que pasaban por la recepción. Valeria salió de atrás del mostrador, luego de colgar el teléfono con una sonrisa amplia en su rostro juvenil, y corrió para darle un beso y una serie de exclamaciones inconclusas:
–¿Cómo... ¡No avi... ¿Cuándo... ¿Cómo estu... ¡Hola! ¿Te paso...
El Dr. Massei la hizo a un lado con gentileza y saludó a la jefa del turno de enfermeras, Teresa Martínez, una mujer corpulenta y franca que lo miró de arriba abajo, inspeccionando su elegante camisa azul y traje nuevo, ropa comprada en Italia, seguramente calculando cuánto le había costado mientras lo ponía al día. Aníbal Avakian había abandonado a su paciente apenas oyó su voz en el hall, salió por la puerta enrejada y lo metió adentro de su sala de consulta. Eran las nueve, los pacientes debían estarse dirigiendo a sus actividades de la mañana luego de haber cumplido con sus tareas y desayunar a las siete. La mayoría iban a talleres de plástica y sesiones de grupo, excepto los violentos que no podían dejar su sala y permanecían aislados del resto, entreteniéndose como mejor quisieran. Lucas salió por la puerta de la enfermería, luego de abrir la llave, y mientras se iba poniendo la bata caminó por un pasillo decorado en amarillo hasta el amplio salón comunal, pasando por habitaciones que no tenían cerrojo, pero sus ventanas estaban protegidas. Iba ojeando un bloc de hojas celestes y rosadas, maldiciendo a su suplente por la cantidad de medicamentos que le había estado dando a sus pacientes; luego se detuvo junto a una maceta y la acomodó con el pie, moviéndola para que tapara el círculo de óxido en la cerámica blanca; una auxiliar morena de la que no recordaba el nombre pasó junto a él, ayudando a un joven rubio de aspecto frágil que caminaba arrastrando los pies.
Cuando llegó al salón, el rubio ya estaba apoltronado en un sillón mirando la tele. En la fresca penumbra se amontonaban las mesas y sillas vacías; se detuvo junto al hogar ceniciento para anotar algo y siguió hasta la otra salida. Por un instante dudó; de un lado el invitante cielo despejado y el sol lo llamaban a la terraza circular, del otro venían las voces apagadas de la gente con la que debía ir a trabajar. En ese instante una sombra se deslizó a sus espaldas, provocándole un escalofrío. Lucas se volvió sorprendido, y alcanzó a ver una mujer que pasó sin hacer ruido por el pasillo, y se escurrió por la puerta corrediza hacia la terraza, donde unas escaleras pegadas a la pared conducían a las habitaciones del segundo piso. En seguida la siguió y la detuvo, tocándole el hombro en el momento en que ponía el pie en el primer escalón. La mujer se volvió y le clavó una mirada dura, casi indignada, que le sacó el aliento y le hizo olvidar lo que le iba a decir.
–Ho... Ah... –titubeó, mientras ella se impacientaba y él se sentía un completo idiota. Carraspeó y trató de ubicarla. Tenía puesto un oscuro vestido floreado que dejaba ver sus piernas y brazos blancos como la leche, así que no podía tratarse de una trabajadora. Esperaba que se decidiera con más dominio de sí misma que él, no parecía una interna–. Quería decirle que el horario de visita comienza a las diez –dijo finalmente–. Señora...
Todo el cuerpo de la mujer, comenzando por su rostro y cuello, pareció ondular por un segundo, como si se relajara rápidamente, y con un movimiento imperceptible se adelantó para leer el carnet de identidad que colgaba de su bata.
–Doctor Massei –replicó ella impávida, sin responder a su sonrisa, y escrutándolo sin pudor–. Es el psiquiatra del que todos hablan... –dijo lentamente–. Permiso –y sin esperar a que él contestara se dio media vuelta y continuó escaleras arriba.
Lucas permaneció clavado al piso como si todavía pudiera contemplar sus grandes y llamativos ojos grises, el rostro oval de piel clara y aterciopelada enmarcado en sedoso cabello negro colocado sobre un grácil cuello de cisne. Luego sacudió la cabeza, riéndose de sí mismo, y dando media vuelta siguió su camino, olvidando en el acto el incidente. Por el pasillo se encontró de frente con un hombre cuarentón, medio pelado, con traje gris y chaleco de lana marrón a pesar del calor, que venía sosteniéndose la barbilla con una mano mientras con el otro se tomaba del codo y asentía, absorto.
–¡Fernando! –exclamó, y el otro se detuvo y extendió los brazos pero sin mirarlo de frente, pues parecía que seguía encandilado con una idea–. ¿Cómo estás? Recién llegué del congreso...
Fernando Tasse reaccionó y sus ojos lo enfocaron. Para ello se puso los lentes redondos que le colgaban sobre el pecho.
–¡Querido Massei! –borbotó, abrazándolo–. ¿Cómo te fue? Cuéntame todo... ¡Ah, no! Ahora no puedo, porque voy... porque estaba por...
Tasse se quedó pensando con el dedo en alto señalando la salida.
–Ahora debes tener terapia grupal –lo auxilió Lucas, llevándolo hacia el otro lado, donde su grupo ya lo estaba esperando hacía quince minutos.
A la hora del almuerzo, Massei tuvo que pasar por la administración a firmar unos papeles y hablar por teléfono con la Sra. Dexler. Se paró junto al mostrador de la recepción, ojeando los papeles que el secretario, Cristian, estaba revolviendo, mientras escuchaba por el auricular el monótono discurso de Liliana Dexler. A su lado apareció una mujer joven, simpática, de cabello liso castaño que le rozaba con suavidad la bata rosa. Estuvo allí parada largo rato, abrazando un manojo de papeles con rostro radiante, hasta que él se percató de su presencia y le correspondió con una cálida sonrisa. Colgó el teléfono y se acodó en el mostrador, indiferente a la mirada cáustica de Cristian, que quería acomodar su espacio de trabajo pero el doctor le movía las cosas de sitio mientras charlaba animadamente con la nutricionista. Luego de las preguntas de rigor, su charla derivó hacia los pacientes, y ella le comentó:
–Supongo que tengo que hablar contigo, porque el doctor no le da importancia a su caso, dice que no hay nada malo en su organismo. Dice que espere a ver los próximos resultados o que la medicación le haga efecto. Fernando también dice que no es anoréxica y que no puede hacer nada si ella come y sigue desnutrida –la joven inspiró con fuerza luego de no parar de hablar por un minuto, durante el cual Lucas siguió recostado mirándola, y viendo de pronto la hora en su reloj, agregó con prisa–. Ya tengo que irme, pero me gustaría comentar varias cosas contigo, Lucas –dijo su nombre tímidamente, porque recién poco tiempo antes de su viaje él le había insistido que lo llamara por su nombre y no de doctor.
Lucas, en ese mismo momento estaba mirando hacia Cristian y al pasar las carpetas, reconoció el rostro de la mujer que había visto de mañana, en una solicitud de ingreso. La arrancó de manos de Cristian, quien se apartó molesto como si le hubiera dado un golpe.
–Justamente te estaba hablando de ella, qué buen ojo tienes, que recién llegas y ya la reconoces –lo alabó la joven, arregló su bolso y papeles apresuradamente, pasó por su lado y lo saludó–. Hasta luego.
–Hasta luego, Julia –respondió él mecánicamente.
Julia se volteó a darle una última mirada antes de cruzar la puerta ensombrecida por el sol de afuera, pero él estaba de espaldas y sólo se encontró con la mirada atenta del secretario. Lo saludó con un gesto amable, y Cristian replicó con una mano, apenas.
–Carolina Chabaneix –leyó Massei, repasando a toda velocidad los datos de la paciente.
Había pensado que se trataba de la familiar de un interno que había venido a deshoras, pero ahora reparaba en la familiaridad que mostraba con el lugar y le pareció tonto haberse equivocado. Pero esa mirada directa y clara, ¿a qué trastorno correspondía? Se había internado por voluntad propia y pagaba la cuenta de un banco. No había dejado nombres ni números de parientes para avisar; miró con reprobación al secretario. No podía creer que un funcionario eficiente como este dejara pasar por alto ese detalle, fundamental para el trato de los pacientes. Cristian Miura le devolvió una mirada imperturbable al reprochárselo. Simplemente, la paciente no tenía familiares. ¿Qué le había dicho Julia? Tenía que ponerse al día con los demás. Le extrañó que en su conversación de la mañana, Aníbal no le aclarara que tenían nuevos ingresos.
Cristian volvió la mirada hacia la puerta, por la que Julia había desaparecido largo rato antes, recordando todavía su gesto gentil, y luego vio al doctor alejarse con paso decidido por el pasillo. Se llevó un dedo a los labios, pensativo.
Si su apariencia y la hoja de ingreso le habían llamado la atención, Lucas podría haber gritado al ver a la enfermera Teresa charlar con la joven como si fueran viejas amigas. Estaban paradas a la salida de la terraza y la mujer mayor, que la doblaba en tamaño, trataba de convencerla para hacer algo. Ella, que creía que usar la sutileza con un paciente significaba obligarlo con fuerza bruta. Al final, Teresa salió afuera, y sujetando una reposera que se hallaba del lado soleado del patio, la arrastró hasta ponerla debajo del toldo verde que sobresalía del primer piso. La joven entonces se animó a salir y conversó un poco más, hasta que Teresa volvió a entrar y ella se quedó descansando a media luz.
–Es increíble la personalidad de esa Lina –la voz a sus espaldas lo sobresaltó, y al volverse se dio cuenta de que además de él, Aníbal y Fernando observaban la escena. Este último exclamó–. La terapia con ella sería una delicia, por las pocas veces que he logrado conversar. Es culta, tranquila, y tiene el don de tranquilizar a la bestia –añadió, arqueando las cejas en dirección a la corpulenta Teresa, quien estaba zarandeando a Clara, la poseída, para que se dedicara a las plantas.
–Debe ser prerrogativa de su especie –replicó el doctor Avakian, sarcástico, palpándose los bolsillos en busca de chicle.
–¿Qué especie? –interpuso Lucas.
–No se trata de una especie... ella nunca dijo no ser humana –le replicó Fernando a Aníbal.
–No tiene tampoco las características que uno esperaría encontrar... Bueno, a veces no parece tan loca, porque no anda diciendo que cree ser una criatura de la noche y se comporta muy bien ¿verdad?
–Esperen. ¿Están hablando de la señora Chabaneix? –los enfrentó el joven, parando la corriente de su diálogo que podía llevarlos muy lejos–. No entiendo, ¿cuál es su diagnóstico?
–Un cuadro depresivo con ideas atípicas –dijo Avakian, con sus insensibles clasificaciones–. Pero lo interesante es que su motivo al venir, era que creía ser un vampiro.
Con el ceño fruncido, Lucas se volvió a contemplarlos por un rato, a ver si no intentaban hacerle una broma de bienvenida. El doctor Avakian era un hombre macizo, con vientre prominente y alto, pero aunque más delgado Massei lo superaba en estatura y actitud. Avasallado, el otro asintió, y Fernando salió en su defensa, contándole la historia detrás de Carolina Chabaneix.

Sueños vívidos

Lina se había presentado una tarde con su pequeña maleta y pidió sin vacilar hablar con un doctor porque quería internarse. La secretaria, Valeria, la había estudiado por encima de los lentes, calibrando su cara, ropa y gestos. Lina soportó su escrutinio con estoicismo y esperó tranquilamente a que la secretaria se dignara a hacerle caso. No solía impacientarse ni pensaba hacer un show de loca, aunque se lo solicitaran para permitirle quedarse. Pero no, apenas habló con la psiquiatra de turno y le contó que creía ser una vampira y que eso le estaba destrozando la vida, porque temía salir de día, no había nada que pudiera comer y tenía miedo de atacar a la gente, le dieron entrada. Una auxiliar la condujo hasta una modesta habitación del segundo piso, con una espléndida vista al campo y el mar de fondo aunque la ventana estrecha le estaba haciendo desarrollar claustrofobia. Luego vinieron las evaluaciones, los fármacos, las pruebas médicas. A esa altura ya estaba contenta con el lugar que había elegido. La política era ser respetuosos con el paciente y los enfermeros parecían agradables. Tenía bastante libertad para deambular por los lugares permitidos mientras cumpliera con su régimen de medicación y sesiones de terapia. La psiquiatra se asombró de la mejora en su ánimo en unos pocos días, aunque no se viera reflejado en sus pruebas físicas.
Varias veces ese día notó que el recién llegado la estudiaba de lejos, y comenzó a inquietarse, preguntándose si notaba algo. Aunque no se sentía feliz, no se consideraba una persona deprimida, y había pasado dos semanas tirando las pastillas en una maceta del corredor, en el baño o arrojándolas por la ventana, luego de engañar a la enfermera. Todos creían que cumplía con sus indicaciones a rajatabla.
De noche en su cuarto, se sentó en la cama con las piernas juntas y la espalda recta, y miró las píldoras que había escondido.
–Tal vez me quiten la ansiedad –murmuró, mirando hacia la ventana, donde las cortinas descubiertas dejaban ver el cielo nocturno, y las puso en su mesita de luz.
Se desvistió, se cambió por el camisón de algodón blanco y se metió bajo la sábana. Poco después pasó una enfermera a comprobar cómo estaba y le cerró la cortina.
Pasaron las horas pero no podía dormir. Ruidos apagados llegaban de todas partes del edificio; el motor del lavadero, el zumbido de la caldera, pasos, voces por el pasillo, la cama de su vecino de al lado, un grillo, el viento. De pronto, distinguió un sonido curioso. Aunque no se había movido, Lina sentía que el cuerpo le hervía por dentro, y calculó que ya sería medianoche. Abrió los ojos y se volteó para tomar las pastillas, porque una de ellas era un sedante suave, aunque nunca lo había usado y no sabía que efecto le podía provocar. Su mano se detuvo a medio camino y en lugar de abrir el cajón, saltó de la cama y corrió a la ventana, la cual abrió de par en par. No tenía nada de sueño pero al día siguiente tendría que levantarse a las seis y media y no podría dormir de día, como hacía en su casa. Alerta, volvió a distinguir el ruido como de raspado contra el piso junto con un zumbido eléctrico, seguido ahora de una conmoción y voces ahogadas. Provenía de la pared del fondo, de una habitación que daba a otro pasillo al cual ella no podía acceder. Reconoció la voz de uno de los internados.
Ulises era un muchacho de veinticinco años, de apariencia jovial, con ojos y cabellos negros, y un lunar junto a la boca. Clara, una paciente que llevaba un año en la clínica, había dicho al verlo que era lo mejor que había pasado por allí. Desde chico tenía pesadillas, pero en los últimos tiempos habían empeorado hasta el punto que una noche de sueños lo dejaba agotado, y de un humor terrible para aguantar el día. Su novia lo dejó y él armó tal lío en el trabajo que su jefe lo amenazó con echarlo. En cambio, le dieron permiso por enfermedad. Pero para desesperación de Tasse y el psiquiatra que lo atendía, parecía empeorar cada vez. Los ruidos que Lina oyó, venían del consultorio que habían arreglado con aparatos y una camilla para controlar su sueño, y averiguar qué andaba mal en su cabeza.
El especialista se levantó corriendo de su silla, tras comprobar que su ritmo cardíaco y respiración se aceleraban rápidamente, aun cuando no había alcanzado el período REM. Ulises movía la cabeza y sudaba a chorros, los brazos duros, pegados al costado del cuerpo. No podía despertar, no podía moverse, estaba en una oscuridad tan profunda que podría haber estado ciego, y tenía la certeza de que algo acechaba a sus espaldas. Algo pasaba junto a sus orejas, algo grande y peludo que podía envolverlo pero no se distinguía de lo negro; sólo sentía un susurro, un escalofrío y la sensación de algo masivo junto a su cuerpo paralizado. De pronto comenzó a sacudirse sin poder contenerse; parecía que algo lo estaba tratando de aplastar. Tenía mareos de tanto que le rebotaba la cabeza y el susurro se había convertido en un ruido atronador.
–¡Gioia, despierta! –el técnico lo estaba sacudiendo con fuerza, sentado en la camilla, gritándole en la oreja–. ¡Ulises! ¡Ulises!
El joven comenzó a ver borroso. El pánico se apoderó de él y se aferró de lo primero que encontró, frenético. Luego su mente se despejó y se vio a sí mismo en un lugar extraño, hundiendo los dedos en el brazo del técnico, que seguía hablándole para que despertara.
–¿Estabas soñando? –le preguntaba.
Todavía confuso, Ulises le respondió con un movimiento de cabeza:
–No. Tenía miedo.
–¿Viste algo?
–No había nada.
El técnico caminó unos pasos hasta la computadora y comenzó a escribir sus notas; acomodó las cámaras que había movido al pasar corriendo. La imagen del pequeño monitor siguió mostrando su sueño inquieto, interrumpido cinco veces, hasta el amanecer.
Lina estaba sentada en el comedor, junto con Clara, una joven que siempre insistía en acompañarla y hablarle, aunque ella nunca le había dado confianza. Mientras Clara, que tenía un problema de múltiple personalidad pero todos se preguntaban cuando iba a aparecer otra que la curiosa y charlatana de siempre, seguía hablando sola, Lina lo vio pasar acompañado de un enfermero y sus ojos lo siguieron hasta que desapareció en un cuarto.
–Siempre tuvo pesadillas, lo que no es de extrañar con su personalidad infantil y ansiosa –decía en ese momento Fernando Tasse al equipo de técnicos reunidos en la oficina de Avakian para el informe semanal–. Pero estos sueños de angustia son distintos, según me dice el especialista, no llegó en ningún momento a soñar. Puede tratarse de una enfermedad orgánica y no de un síntoma de su neurosis.
Lucas le cedió su asiento, porque ver a Fernando caminar de un lado a otro mordiéndose la uña o revoleando la corbata era exasperante.
–Así es... Se trata de terrores nocturnos, con un despertar confuso y síntomas vegetativos, en la etapa más profunda del sueño no REM, cuando se supone que el cerebro no puede elaborar sueños con ilación –explicó la Dra. Llorente.
–En suma, me están pidiendo una nueva evaluación –suspiró Avakian.
A Lina se le había borrado de la mente su molestia nocturna y las ojeras que había visto en Ulises al pasar, hasta que más tarde se lo encontró caminando por un pasillo en compañía de una enfermera. Antes de cruzarse, notó que algo sucedía, porque el joven se había quedado estático, con la mirada perdida en el espacio y la enfermera trataba de hacerlo reaccionar. Parecía dormir con los ojos abiertos. Lina se apretó contra la pared a tiempo, porque al instante Ulises se puso a temblar como una hoja, y arrancó a correr en su dirección, de forma que se habría estrellado contra ella si no se hubiera corrido. La enfermera amagó a seguirlo pero las dos vieron que se detenía para inspirar aire, como si hubiera decidido calmarse. Por el contrario, estalló en alaridos y se puso a agitar los brazos.
Ya venía por el pasillo Carlos, un enfermero fornido y experiente que siempre se encargaba de los que se ponían inquietos.
–Ulises –lo llamó, acercándose lentamente al joven, que se había callado de nuevo pero sus hombros se sacudían; estaba sollozando tímidamente.
Al ponerle una mano encima, Ulises se volvió una fiera e intentó huir. Carlos manoteó el aire al querer atraparlo. Mientras pedía ayuda por walkie-talkie, Ulises se metió en una habitación y se detuvo en la ventana, apretujado contra el vidrio. Lina recién entonces se movió de su lugar y se detuvo junto a la puerta, detrás de Carlos, y ambos espiaron el interior. Temblando, Ulises se volvió hacia ellos. Parecía despierto, con unos ojos desorbitados de terror, que primero miraron a Carlos como pidiendo ayuda y luego se movieron hacia la derecha como si viera a alguien junto a él. El enfermero había entrado al cuarto cuando Ulises rompió el vidrio con sus puños y golpeó frustrado la reja que lo sostenía. Se dio vuelta y sujetó a Carlos por el cuello, moviéndose tan rápido que lo tomó desprevenido.
Aunque el rostro de Carlos se estaba poniendo rojo a medida que el otro intentaba sofocarlo, Lina pensó que pronto vendrían los demás a ayudarlo. La enfermera estaba hablando con alguien en el extremo del pasillo. Se iba a dar vuelta para marcharse cuando notó por el rabillo del ojo que la mano de Ulises se estiraba para tomar un fragmento de vidrio que había saltado de la ventana. Antes de que pudiera clavarlo en el cuello del enfermero, Lina se había lanzado hacia adentro y detuvo su brazo en el acto. Ulises la miró, sorprendido, desubicado; mientras ella estrujaba su muñeca con una sola mano. La pieza de vidrio puntiaguda cayó al suelo y el joven aflojó su otro brazo. Carlos ya podía respirar y pudo incorporarse por sí mismo.
Lina soltó al joven y se irguió al tiempo que los otros entraban en el cuarto.
–¿Qué pasa aquí? –exclamó Lucas, sorprendido al ver a la mujer parada allí y luego a Ulises arrodillado entre fragmentos de vidrio, respirando pesadamente.
–Ulises iba a matarme –gruñó Carlos, acariciándose el cuello–. Gracias a Lina que lo detuvo a último momento.
–¡No puede ser! –interrumpió Tasse, que venía detrás de los enfermeros y Lucas–. Él no es violento.
Lucas creyó percibir el nacimiento de una sonrisa desdeñosa en los labios de Lina, pero al examinarla desapareció y ella le devolvió la mirada con frialdad.
Los enfermeros se llevaron a Ulises tras inyectarlo, pero desde su ataque seguía inerte, sin responder a sus palabras.
–Es muy peligroso lo que acaba de hacer –Massei detuvo a Lina en el pasillo luego de que los otros despejaran el lugar–. No debe intervenir, para eso estamos nosotros.
–No era mi intención –replicó ella en seguida, y como segundo pensamiento agregó–. Como Uds. tardaban tanto y el pobre hombre se veía en problemas, pensé en actuar. Si hubiera un crimen... No quiero que venga la policía a perturbar la paz de este lugar.
Mientras la veía seguir su camino con paso seguro, Lucas se quedó pensando si le temería a la policía por un motivo en particular, y se asombró de la calma que mostraba en un incidente que hubiera puesto histérico a cualquier otro interno.
–Me hubiera gustado verte en acción –comentó Clara, cuando sentados en círculo en el salón luego de una sesión de grupo, comentaban lo sucedido–. Pobre Ulises... Creo que podría ayudarlo... pero los doctores me han hecho olvidar cómo hacer surgir mi otro yo.
En su otra faceta, Clara se presentaba como una médium y aún con su personalidad habitual creía que los sueños de Ulises eran avisos del más allá.
–Ese muchacho es un canal abierto con el mundo de los espíritus. Hay que hacerle un trabajo antes de que invite a algún condenado a pasar a este lado –dijo con seriedad, para diversión de Lina que asentía a todas sus ideas.
En otra parte, Tasse buscaba otro tipo de explicación y de tratamiento para su paciente. Ahora el muchacho recordaba algo de lo que había visto en su ensoñación, aunque le costaba ponerlo en palabras. Había tenido mucho miedo y una necesidad imperiosa de escapar, y aunque no recordaba de qué, explicaba su intento de fugarse de Carlos. En realidad quería escapar de las imágenes terroríficas de su pesadilla, cosas que venían de la oscuridad para atraparlo.
–Vamos a ver como pasa la noche –murmuró Lucas, que no tenía mucha esperanza respecto al estado del muchacho, rumbo a la locura–. Vete a tu casa, Fernando.
El psicoanalista negó con la cabeza. Ulises confiaba en él, quería estar por si despertaba de su sueño con algún recuerdo que le diera más información.
Tal como le había dicho en la tarde, Clara se escapó de su cuarto avanzada la noche, y se dirigió por las escaleras al primer piso. Desde su cama, Lina sintió los pies enfundados en pantuflas perderse en un pasillo de abajo. La idea le había quedado colgada todo el rato y al cabo, Clara decidió usar sus poderes chamánicos para curar a Ulises. Tuvo que escabullirse mientras una enfermera dejaba abierta la puerta al pasar y se metió en el área de los locos peligrosos. La hilera de cuartos que debía atravesar le dio escalofríos. Juntando valor, se deslizó sin apartarse de una pared, mirando con aprensión, por medio de las ventanitas en las puertas, a los ocupantes de las distintas camas.
Clara llegó al cuarto ocupado por Ulises, se detuvo un instante en el umbral a echar un vistazo, y lanzó un alarido que se extendió por todo el edificio. A Tasse se le cayó la pluma fuente de las manos. Los enfermeros se voltearon, asustados. Lucas, que estaba dormitando en su consultorio, saltó del sillón. Lina saltó de la cama, con los oídos zumbándole.
El joven continuaba durmiendo tranquilamente, sedado, pero lo que había espantado a Clara fue la sombra que creyó ver alzándose de la cama, ocupando todo el techo. La enfermera Kromp y Lucas la hallaron sentada en el suelo, donde había caído al chocar de espaldas contra la pared. Frente a ella, estaba la puerta abierta y la habitación en calma: Ulises dormía con los brazos sujetados.
–¡Clara! ¿Qué haces aquí? –preguntó Tasse, apenas llegado.
En lugar de responderle, la mujer comenzó a tartamudear sobre la sombra, los ojos fijos en Ulises. ¿No lo veían? La sombra se cernía sobre el joven, una mancha que tenía consistencia aunque sólo era oscuridad. Ulises parecía resplandecer y la mancha se tragaba su luz. Aunque inmovilizado, el cuerpo del joven se arqueaba hacia arriba, subiendo sin ninguna tensión muscular.
–Tranquila –Lucas la ayudó a levantarse e intentaba tranquilizarla–. No hay nada.
Apenas murmuró estas palabras, Lucas notó por el rabillo del ojo que algo se movía en el cuarto al mismo tiempo que la enfermera entraba a verificar que todo estuviera bien con Ulises.
–¡Débora! –le advirtió, pero ella no reaccionó a tiempo y alguien la empujó de cabeza afuera de la habitación.
Fernando estaba mirando boquiabierto a Débora Kromp, caída inconsciente en el suelo a sus pies, y luego se volvió hacia el cuarto vacío. Lucas tampoco pudo distinguir a nadie que la pudiera haber golpeado, y Clara chillaba entre sus brazos, temblando.
–Está tratando de traspasar a este lado –creyó oírle decir en su agitación.
Ante sus miradas atónitas, las correas que sujetaban a Ulises se soltaron por sí solas y el joven se irguió en su lecho, los ojos abiertos, en blanco.
–Ya es tarde –gimió Clara, escondiendo su rostro en el pecho del doctor para no enfrentar esa horrible visión.
A su pesar, los dos hombres retrocedieron, a medida que el joven avanzaba lentamente hacia ellos. Tenían que controlarlo e inyectarlo de nuevo, pensó Lucas, tratando de desembarazarse de Clara, que lo tenía aferrado por la bata. Fernando alargó un brazo hacia el joven, y este lo repelió de un manotazo. Lo extraño fue que Fernando giró sobre sí mismo al recibir el ligero golpe, y cayó desmadejado al piso. Lucas dio media vuelta y corrió hacia la enfermería, razonando que lo que había visto era imposible, y notando que las luces del corredor titilaban a su paso. En el mostrador había tranquilizantes. A un metro tropezó, algo se enredó entre sus pies y se fue al piso de bruces. No perdió la conciencia como le había sucedido a Débora y a Tasse.
Clara se había quedado petrificada, las manos juntas, orando, mientras Ulises se detenía frente a ella con los brazos caídos y el cabello erizado. Lucas miró atrás y se dio cuenta de que ella respiraba agitadamente, porque podía ver su aliento condensado en el aire frío que estaba invadiendo el corredor. Trató de moverse pero tenía las piernas enredadas en algo; en la sombra devoradora que sólo Clara podía ver, extendiéndose por todas partes. La mujer cambió su plegaria por un cántico monocorde e insistente, a la vez que sus manos se movían por el aire dibujando símbolos que podían disipar la oscuridad. Lucas volvió a insistir para liberarse, y ahora pudo soltar sus pies y arrastrarse hasta la enfermería. Se levantó sosteniéndose de una silla y buscó entre los papeles y aparatos médicos las llaves del botiquín. Recordó que tenía las suyas en el bolsillo del pantalón y, con manos temblorosas, logró al fin sacar una botella de tranquilizante. En todo ese rato, Clara seguía cantando salmos y moviendo las manos en torno al obnubilado Ulises, encerrando lo oscuro en un denso torbellino. Que la materia de los sueños permaneciera en el reino de los sueños y dejara de molestar al joven. Colocó su dedo en la frente de Ulises y una fuerza enorme succionó la oscuridad hacia adentro, hacia el otro lado, derribándolo al piso y creando en el proceso un fuerte viento.
Vuelta la calma, Fernando se estaba incorporando junto con Débora, mientras el joven seguía tirado en el piso y Clara había caído de rodillas, agotada. Lucas se acercó con la jeringa en la mano pero preguntándose qué uso podía darle. Luego contempló el revuelo de cosas que habían terminado en el piso y la expresión incrédula de sus colegas, y les dijo:
–Y ahora... ¿cómo vamos a explicar este... “poltergeist”?

Místico

Lina miró en torno y notó que la joven que siempre la acompañaba no estaba tampoco en la sala comunitaria, así como había faltado al desayuno. Pasó por el corredor y por la puerta entreabierta de su cuarto comprobó que la cama estaba hecha pero no había nadie allí. Se topó con Teresa y le preguntó por ella.
–¿A Clara? Se la llevó la ambulancia temprano esta mañana –a la hora en que Lina podía dormir mejor, por eso no había escuchado el ruido del motor y el abrir y cerrar de puertas–. No sabía que te preocupaba, siempre pensé que te molestaba que te siguiera a todas partes.
Lina se encogió de hombros:
–Es agradable tener compañía. Además, me dio mucha curiosidad. ¿Acaso tiene algo que ver con Ulises? –preguntó de golpe.
La enfermera la miró asombrada porque se acercaba tanto a la verdad, pero luego hizo un gesto con la mano y dijo que el doctor lo había solicitado. Pero Lina ya había entrevisto en su expresión que a Clara le había sucedido algo al bajar a ver al joven de las pesadillas.
Al tener que explicar los eventos de la noche a sus colegas, ni con toda su presencia de ánimo pudo Lucas soportar sus miradas incrédulas. Débora no recordaba nada y no podía decir quién la atacó. Fernando tenía una historia diferente, y Lucas tampoco quería que culparan a Ulises; sólo por eso contó lo que había visto, sabiendo que resultaba una historia sin pies ni cabeza.
Avakian le palmeó el hombro, mientras lo acompañaba a su auto:
–En estos lugares, no es extraño que uno se confunda y vea cosas, porque estamos muy conectados con la fantasía de los pacientes. Pero, Massei, tú sabes que ni Clara tiene poderes para exorcizar ni hay nada en Ulises, ningún poder maligno. La fuerza que mostró se explica por su estado psicótico. Así como él tiene estas alucinaciones, tú también sufriste la falta de sueño ¿No estabas medio dormido cuando fuiste a ver qué pasaba? No te entreveres, porque aunque ni yo ni los otros de aquí te juzgamos, puedes echar a perder tu carrera con esta clase de delirios.
Aunque Massei y Avakian se sintieran orgullosos de la reserva que mantenían en Santa Rita, algunos diarios poco respetables sacaron una nota al día siguiente de lo ocurrido. En uno aparecían rumores sobre un asesinato oculto en una clínica psiquiátrica, en otro salía una historia de posesión y confusas maquinaciones sobre una clínica embrujada. Cuando Valeria se lo mostró a Lucas, este agradeció que ese diario no lo comprara nadie sensato; pero igual solicitó a Dexler que hablara con el editor y parara esa sarta de rumores que sólo podían poner mal a los familiares de los pacientes si llegaba a sus oídos.
Pero no sólo los idiotas compran revistas de fenómenos paranormales, como creía Lucas; en ese momento, la mesa de una habitación de un antiguo hotel en el centro de la ciudad, estaba cubierta de todo el material del ramo y toda la prensa amarillista que se hacía eco de esos fenómenos, además de los diarios y revistas más prestigiosos. Un hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años, pelo entrecano, atlético, y un rostro anguloso con profundas líneas marcadas en la piel bronceada, vestido de traje y sentado a la mesa con una bandeja de café al lado, pasaba rápidamente las hojas de un diario. Lo dejó, exasperado, y tomó una revista. Dobló la punta de varias hojas para revisarlas más tarde y pasó a un semanario. Se detuvo donde aparecía la nota de dos columnas y media página sobre los ataques misteriosos en Santa Rita y lo cotejó con la historia del asesinato que había visto en otro medio.
A pesar del silencio que mantenía al leer, sólo acompañado del susurro de las hojas, no estaba solo en el cuarto. En la cama a sus espaldas, una mujer joven, pelirroja, envuelta en una sábana, con la cabeza apoyada en una mano y expresión aburrida, lo miraba trabajar tan concentrado. Al final se decidió a hablar:
–¿En serio esperas encontrar algo en toda esa basura? –preguntó con voz decepcionada.
El hombre se interrumpió para darse vuelta y contestarle, con una sonrisa complaciente, como un maestro que da cátedra:
–Aunque no reflejen hechos ni verdaderas declaraciones, porque los editores saben como embellecer una historia para hacerla fascinante y fantástica para el que no sabe nada de lo sobrenatural, te asombraría la cantidad de verdades ocultas entre estas fabricaciones sinsentido. Además, Deirdre, todos los humanos tenemos un instinto para lo sobrenatural, aunque no lo usemos en esta época moderna, y cuando la gente empieza un rumor, aunque vayan por el camino equivocado, están señalando que algo sucede ahí.
Deirdre sonrió, encantada con su explicación y su indefinible acento extranjero, y saltó de la cama para ir al baño. Él no le prestó atención cuando pasó desnuda por su lado. Ella dejó la puerta abierta mientras se duchaba, de forma que él podía escuchar como sonido de fondo la lluvia y la mujer tarareando, mientras se concentraba de nuevo en su lectura. Para cuando Deirdre estuvo lista, vestida, maquillada y peinada, él finalizó su tarea y anotó varios nombres y números en una libreta de tapa roja, que guardó en el bolsillo interior del saco. Se levantó y la acompañó hasta la puerta.
–Adiós, Roy –saludó, del otro lado del umbral–. Cuando necesites algo más, llámame al celu.
El hombre le besó la mano con galantería.
–No lo dudes.
Apenas se cerró la puerta enrejada del ascensor, el hombre volvió al cuarto y se preparó rápidamente para salir, tomando un sobretodo, un cuaderno, los lentes y las llaves. Salió volando del cuarto y bajó las escaleras de tres en tres.
El recepcionista detuvo su impulso al llamarlo del otro lado del vestíbulo. Atravesó la sala en penumbras, llena de silloncitos forrados en terciopelo y mesitas de bronce.
–Señor Vignac –recitó el funcionario con voz monótona, y extendió su brazo recto entregándole una tarjeta–. Tiene un mensaje.
Vignac dio vuelta la tarjeta blanca y vio escrito una hora, las cuatro y media, y un nombre, Jonás Massei. Luego de un momento recordó al propietario de este título, y sonrió, pues sólo a él se le ocurriría llamar a un amigo recién llegado a la ciudad de madrugada. La última vez que lo vio, en Malasia, habían quedado de verse si alguna vez pasaba por su ciudad, y antes de venir de Barcelona, la secretaria de Vignac le había avisado de su viaje.
Llamó al número desde la recepción, y Massei le contestó con voz pastosa. Estaba durmiendo en su oficina, después de pasar una noche agitada y de tener una junta financiera en la mañana temprano, pero se alegró de saludar a su peculiar amigo.
Liliana Dexler estaba trabajando en su oficina, un pequeño espacio anexo a la administración, comprobando entradas y salidas mientras Cristian le pasaba facturas y luego las iba archivando.
–Eres el más eficiente secretario que conozco, Miura –le dijo al finalizar, mientras iba recogiendo su bolso y chaqueta.
Cristian le agradeció tímidamente y la siguió afuera, caminando derecho y tieso como un mayordomo inglés.
–Ahora quiero hablar con el doctor Massei, por favor –le pidió.
Cristian se puso más tenso que antes, pero Liliana no era una observadora del comportamiento de la gente y no notó nada raro, sólo que el joven tardó más de los dos segundos habituales en levantar el tubo.
Lucas apareció por la puerta de rejas con una expresión animada y se inclinó para darle un beso en el cachete. Liliana lo miró con un dejo de cariño maternal y le comunicó que luego de hablar con los dos editores con mucha firmeza, había logrado que dejaran de molestarlos.
–¡Ah, sí! Bueno, de todas formas no son muy creíbles –replicó Lucas sonriente, luego de una pausa–. Después de todo, no es para tanto...
Liliana alzó una ceja y dijo:
–Si te conozco algo, Lucas, y digamos que te conozco desde los quince años, diría que detrás de esa máscara de despreocupación te estás muriendo de la rabia por lo que dijeron.
Lucas asintió, sorprendido en su mentira.
–Tienes razón; no me gusta que hablen mal de Santa Rita. Pero ya que tú te encargaste, estoy seguro de que todo va a salir bien.
–Bueno –sonrió por primera vez Liliana, caminando hacia la salida–. ¿Te veo hoy de noche? Tengo que pasarte algunos papeles, ¿recuerdas?
–¿Ah, sí? Lo siento, lo había olvidado y quedé de ir a cenar con mi primo, no sé, quiere presentarme a alguien. Ya sabes...
Liliana frunció el ceño, con disgusto; el joven Massei no era santo de su devoción, aunque igual tenía que soportarlo de vez en cuando porque también trabajaba como contadora en su firma.
Mientras ellos charlaban, Cristian se había quedado extático, los ojos fijos en las fichas que estaba mirando en su computadora, escuchando sin querer su conversación. Desde hacía algún tiempo, se le estaba ocurriendo que el doctor Massei tenía una suerte increíble con las mujeres, todas se le pegaban como moscas a la miel. Desde las enfermeras, mujeres casadas y odiosas, y la severa contadora Dexler, hasta Valeria y Julia. Se preguntó qué le veían; era alto y tenía buena fisonomía, pero más bien corriente, común. Era casi tan reservado como él, aunque sonreía mucho más. Absorto en su contemplación, pensó que debía intentarlo un poquito tal vez.
Lucas llegó a tiempo de atrapar un par de pantorrillas que salían del pantalón pescador negro que iba subiendo con agilidad la escalera.
–¡Alto ahí! –la orden inesperada la detuvo, y antes de que pudiera replicar Lucas la tomó del brazo y la retuvo–. Me parece que está faltando a su sesión con Fernando.
–Seguramente él se ha olvidado, ¿por qué lo recuerda Ud.? –dijo ella con descaro.
–Está bien por mí, pero en su lugar acompáñeme, Carolina.
Massei la arrastró consigo hasta la recepción, donde Cristian parecía seguir en la misma posición en que lo había dejado una hora antes.
–Ahora –dijo Lucas, colocándola frente a la mesa de la administración–. Termine de llenar sus datos en la ficha, por favor.
Lina lo miró como si se hubiera vuelto loco, pero Cristian respondió a su pedido sin cambiar de expresión, entregándole a él la carpeta y una lapicera a ella. Luego se quedó mirando al par, que parecían jugar al serio, hasta que Lina sonrió y tomó los papeles de mano de Lucas, encogiéndose de hombros:
–¿Qué quiere que invente? A ver... Familiar a quien avisar... –leyó con tono irónico–. Están todos muertos, así que le resultará imposible contactarlos. ¿Cónyuge? Ninguno que responda por mí.
–Bueno, debe tener un compañero de trabajo, una amiga, una compañera de escuela –repuso él, exasperado, mientras el secretario seguía observándolos con interés científico–... una víctima.
Lina lanzó una carcajada y escribió algo en la hoja.
–Mi representante –explicó, agregando con seriedad–. Pero no lo llame.
Luego se volvió y fulminó con la mirada a Cristian, quien la venía observando con insistencia, y captó un brillo en los ojos, lo único que parecía vivo en su rostro seco y su cuerpo rígido de cadáver. En seguida el secretario apartó la mirada.
–Gracias, Miura –dijo Lucas, y devolviéndola al salón, la dejó en manos de Tasse, que en ese momento estaba charlando con otra paciente, cómodamente sentados en un sillón, olvidado de que existía tal cosa como una hora de terapia.
Vignac había pasado el día con peores compañías que la pelirroja de la noche anterior, dedicando toda la mañana a investigar en la biblioteca nacional, el mediodía al registro civil y la tarde la pasó con un conocido que decía poder suministrarle buena información sobre fenómenos raros. Por desgracia vivía en una casucha de lata en medio de uno de los peores barrios marginales de la ciudad, y con su poca apropiada elegancia, Vignac no se salvó de pagar un tributo a los rateros de la zona. Volvió al hotel desalentado, porque había perdido el rastro que venía siguiendo desde España; lo único que le quedaba era investigar el supuesto poltergeist de la clínica Santa Rita.
Con un traje de recambio, pañuelo de seda en el bolsillo y todo, descendió de un taxi enfrente al exclusivo restaurant thai que le había indicado Jonás. En la recepción, recargada con una confusión de adornos orientales, la maitre le señaló el reservado donde Massei ya lo estaba esperando, con su segunda botella de sake entibiándose en una especie de marmita. El joven, cuyos ojos verdes resaltaban en un rostro prematuramente marcado por líneas, se levantó con prisa para saludarlo con un ligero abrazo.
–Qué gusto verte de nuevo, Vignac –exclamó, gesticulando con exageración.
El otro se sentó y observó, mientras un mozo arreglaba la mesa, que el contraste entre su traje clásico, elegante, y la camisa y pantalón de lino blanco de Massei, ponía en dudas que pudieran ser amigos. En realidad se habían conocido cuando el joven hacía un estrepitoso viaje por Malasia, en busca de drogas y sexo exótico. Entraron en conversación una tarde, por aburrimiento, en el bar del hotel. A pesar de la diferencia de pensamiento entre un erudito, bibliófilo y cazador de ilusiones, y un dinámico, práctico hombre de negocios, compartían algunas cosas, como el gusto por los manjares raros y un cierto pesimismo respecto a la raza humana.
–Ahí viene mi primo –anunció Massei cuando ya se habían puesto al día en lo superficial–. Lo invité para que la mesa estuviera balanceada. Él es un tipo estudioso e inteligente, así tienes alguien que te escuche y entienda algo de lo que dices –bromeó.
Lucas se sorprendió al ver el hombre que acompañaba a su primo, porque había pensado que se trataba de una de sus bromas, o que quería presentarle a una de las mujeres extrañas con las que siempre andaba. El otro lo examinó de arriba abajo en el segundo que Jonás les dio de preparación, apuntando que se trataba de un joven formal, de buena apariencia y aire de mundo pero modesto, y además había una cualidad luminosa en su rostro, en su mirada franca, atrayente, confiable.
–El doctor Lucas Massei, psiquiatra... Mi buen amigo, eh... Vignac –los presentó Jonás al tiempo que se daban la mano–. Sí, sólo Vignac, como Madonna.
Vignac observó que la mano del doctor era huesuda, blanca y suave, la mano de un hombre que no ha tenido que hacer nada duro en su vida. Ambos se sentaron y comenzaron a charlar, la suspicacia totalmente desvanecida del rostro de Lucas, aunque en el fondo de su mente seguía preguntándose por qué la mano de un erudito en libros tal como le había contado su primo, parecía haber estado cavando la tierra. Por su parte, Vignac se mantuvo un poco en reserva, incapaz de ser totalmente abierto en presencia de Lucas como podía serlo con su impúdico primo.
–Vignac va a dar unas conferencias en esas salas horribles... ¿recuerdas, primo, cuando la abuela nos obligaba a acompañarla a sus lecturas? Puaj... –comentó Jonás, aprovechando para brindar por no volver a ese lugar.
–¿Ah sí? –se interesó Lucas, dirigiéndose a Vignac, que estaba enzarzado con unas mollejas al champagne, producto de la aberración cultural del restaurant–. ¿Sobre qué temas?
–Ah, no le van a interesar –Vignac sacudió el tenedor, pero en un segundo pensamiento, comenzó a explicarse, utilizando el tono que encantaba a su audiencia.
–La verdad no tengo idea de qué estaba hablando, pero si lo explica de esa forma es cautivante –afirmó Lucas, a lo que su primo rió a carcajadas, asintiendo.
–Y Ud. es psiquiatra... Es curioso, porque hoy mismo me estaban comentando de una clínica en la localidad de Santa... –Vignac hizo como que no se acordaba del nombre y Lucas se tensó de repente, atragantándose con su comida–... Rita, sí, me estaban diciendo que es un excelente ejemplo de psiquiatría moderna.
Lucas suspiró visiblemente, y asintió complacido.
–Sí, yo trabajo en ese lugar.
De inmediato, Vignac cambió de actitud y trató de hacerse lo más interesante posible, aunque a esa altura de la cena, entretenidos, ninguno de los otros dos notó su viraje. Al terminar, Vignac intercambió tarjetas con el doctor Massei como si fueran los mejores amigos del mundo. Lucas prometió ir a alguna de sus charlas, si tenía tiempo, alegando que saber un poco de literatura medieval podía ayudar a entender los complejos de algunos de sus pacientes; y Vignac ardía porque lo invitara a visitar la clínica. No lo hizo, pero no perdía la esperanza. Podía caer por allí cualquier día, se dijo mientras se despedía de los dos jóvenes en la calle.

Texto agregado el 18-11-2007, y leído por 141 visitantes. (2 votos)


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