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Homos

El mundo que Dios había creado era simple, autosuficiente, perfecto y hermoso. Las plantas perdían con el paso del tiempo algunas de sus hojas y éstas eran de nuevo retomadas para servir de alimento. Una y otra vez tenía lugar el mismo círculo cerrado de vida, muerte y vida.

Los otros seres, aquellos que tenían movimiento propio y voluntario funcionaban de manera similar. A su paso cada uno de ellos dejaba de vez en cuando un rastro de sí mismo, rastro sobre el que volvería después de cierto tiempo para retomarlo como alimento.

La luz misma también se alimentaba de sus propios efluvios. Cuando las gotas de agua que nadaban en la superficie de los ríos se fatigaban, simplemente se dejaban llevar hasta el fondo del dulce lecho, donde eran reabsorbidas y lentamente volvían a cumplir su ciclo hasta llegar de nuevo a la superficie.

Una de las criaturas de Dios, con toda seguridad la más curiosa y traviesa, a la que los demás seres habían dado en llamar homos cumplía como todos el ciclo de autosuficiencia y perfección. Cuando Dios venía a admirar la maravilla de su creación el homos lo observaba larga e infinitamente.

En una de esas visitas el homos advirtió que entre las ramas de un arbusto Dios había dejado enredados algunos de sus cabellos de luz. Entonces se acercó, primero con mucha curiosidad y luego con una avidez inusitada. Se maravilló del espectáculo y luego, casi sin advertirlo, empezó a saborear aquellos cabellos iluminados hasta que finalmente los hizo parte de su propio ser.

Ante cada nueva visita del creador el homos continuaba observándolo larga e infinitamente pero ahora también con una inquietud nueva. Cuando Dios se marchaba el homos buscaba, se maravillaba y comía los cabellos de luz. El homos ya no se nutría solamente de sí mismo sino que el propio Dios era parte de su alimento. Esta criatura había empezado a transformarse.

Pronto cundió el mal ejemplo. Uno al que llamaban rana se asomó al borde de su charca y se atrevió a lamer a otro al que llamaban canguro. Con el tiempo la rana empezó a transformarse y aprendió a saltar de una manera insospechada. Otros, caminantes y reptiles de enorme tamaño, quisieron complementar su dieta y empezaron a devorar pájaros y entonces surgieron míticas figuras de enormes dinosaurios voladores. Los pájaros mismos comenzaron a interesarse por las flores y en un día que ellos ya olvidaron el color de las flores se manifestó en su plumaje. Todo había empezado a transformarse.

En la siguiente visita del creador las sorpresas eran mayúsculas. El que llamaban tigre perseguía al ciervo, el ciervo se regocijaba al masticar hojas verdes e incluso, algunas hojas verdes muy particulares, se dieron a la tarea de capturar y engullir insectos.

El homos, entre tanto, había seguido con su desbordado apetito y curiosidad alimentándose ya no sólo de los cabellos de luz sino también del agua, de los peces, de las aves, de las frutas y de las flores. Cuando Dios lo tuvo ante sí, sólo su infinita sabiduría le permitió reconocerlo. Mucho había cambiado el homos, ahora caminaba erguido sobre sus extremidades traseras, se había envuelto el cuerpo con una piel de becerro, llevaba sobre su cabeza unas hojas de laurel, en su mano derecha un garrote de madera, el rostro teñido con pigmentos naturales y en su corazón la idea de que él mismo era Dios.

El creador estaba muy ofuscado por la osadía de aquel insignificante ser, pero al tiempo se encontraba maravillado por la infinita belleza de las transformaciones que esta criatura loca había propiciado. Quiso castigarlo, quiso volver todo a la perfección y simplicidad iniciales, pero en definitiva Dios resolvió mantener el nuevo orden o el desorden, será mejor decir, introducido por el homos, al que castigaría haciendo que éste olvidara que él mismo había sido protagonista de la creación, permitiéndole sin embargo conservar la curiosidad para continuar obrando tan inefables prodigios.

Texto agregado el 30-03-2004, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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