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REINA DE ESPADAS


Siempre me ha gustado la magia. Recuerdo que cuando tenía alrededor de seis años, mis padres solían llevarme al circo. No prestaba atención a los payasos (que en ocasiones hacían llorar a niños de mi edad), ni a los osos y perros amaestrados, ni a los impresionantes leones, ni a los trapecistas que arriesgaban su vida al volar de un lado a otro de la carpa. Yo sólo quería ver al mago. Eso era todo. Verlo hacer sus trucos sin parpadear para tratar de descubrir en el acto cuál era la maña, en qué momento se distraían los ojos para no ver dónde estaba la trampa. Porque debía haber una trampa, ¿no?

El mago vestía de negro, con una capa del mismo color y un sombrero de copa. Y no podía faltar su varita mágica, también negra y con las puntas de color blanco. A veces el mago usaba guantes para hacer sus pases mágicos, y sus dedos se movían tan rápido que nunca sabías dónde había quedado la reina de espadas.

Yo quedaba impresionado con sus trucos. Me gustaba mucho cuando sacaba un conejo o un pato del sombrero, o cuando extraía de su boca una línea interminable de pañuelos anudados para luego convertir uno de ellos en una flor. También aparecía monedas de las orejas de la gente, adivinaba cuál era tu carta y a veces te hacía participar en alguno de sus trucos. Ese mundo me fascinaba. Yo quería ser como él: aparecer y desaparecer objetos ante las miradas atónitas de la gente, tener poderes adivinatorios, hipnotizar y controlar la mente, mover cosas de un lugar a otro y ¿por qué no?, hasta levitar.

Mis padres notaron el interés que yo tenía en los magos y la magia, y cuando cumplí nueve años me regalaron un estuche con trucos para "aprendices de la prestidigitación". Obviamente me costó más trabajo aprender a deletrear esa palabra que abrir mi regalo. En ese instante deseché los demás presentes que me habían obsequiado, y huí a mi habitación abrazando esa caja color rojo brillante que se había transformado en mi tesoro. Cerré la puerta y por un momento creí que se me iba a salir el corazón por la boca. Me temblaban las manos y sudaba horrores. ¡Estaba a punto de convertirme en un mago!

En los meses que siguieron a mi cumpleaños ese estuche fue mi adoración. Aprendí al revés y al derecho los veinticinco trucos que contenía la caja, y organizaba "funciones" en las reuniones familiares para realizar mis actos de magia. Improvisaba una sábana como capa, y una vieja vaqueta que compré en un bazar como varita mágica. Yo no usaba guantes. No quería que mis espectadores pensaran que escondía algo en ellos. Prefería mostrar mis dedos, que se movían ágilmente para que no supieran dónde había quedado la reina de espadas.

Un año después leí la historia de Harry Houdini. Al terminar el libro no dormí. Permanecí acostado en mi cama, pensando en el escapismo. ¡Eso sí que era impresionante! Desaparecer de una situación de vida o muerte para luego aparecer sano y salvo en un lugar seguro. ¿Qué pudo haberle fallado?

Más tarde comprendí que no se trataba de magia o de suerte, sino del destino. Cuando tenía doce años mis padres murieron en un accidente automovilístico. Esa noche llovía a cántaros, y un carro que venía con exceso de velocidad se barrió en un curva, chocando de frente con el auto de mis padres.

No recuerdo exactamente quién me habló de lo sucedido, pero cuando desperté estaba en casa de mis abuelos. Mi tía Ángela (hermana de mi padre) se encargaría de cuidarme.

La tía Ángela era una mujer soltera que vivía con sus padres. En ese entonces tenía como cuarenta años, pero su soledad y amargura hacían que pareciera tener unos diez más. Claro que no le agradó la idea de que yo me convirtiera en su "hijo postizo". Ya era demasiado tener que lidiar a mis abuelos como para que encima tuviera que ver por mí.

Mis abuelos me obsequiaron un estuche de magia "profesional". De nuevo aprendí los trucos de memoria, y organicé una función para ellos y mi tía cuando sentí que estaba listo. Una de las cosas que me quedó de mi madre era una capa negra que ella me hizo, pero esta vez no la usé. Tenía el presentimiento de que la necesitaría más tarde. Realicé varios números haciendo gala de mi agilidad y presteza para engañar al ojo humano, y mis abuelos quedaron complacidos. Mi tía bostezaba aburrida, y de vez en cuando me lanzaba miradas de fastidio.
- ¿A eso le llamas magia?- preguntaba.- Es estúpido.
- Pero no sabes dónde está la reina de espadas.
- ¿Y? ¿A quién le importa?

La tía Ángela siempre trataba de desanimarme cuando hacía mi magia. Y cuando no la hacía también, porque no desaprovechaba ninguna oportunidad para hacerme creer que mis padres habían muerto por mi culpa.
- Si no hubieran ido por ti a ese estúpido partido de fútbol todavía vivirían.
- Eso no es cierto.
- Claro que es cierto y lo sabes. Si en realidad crees que eres un mago, ¿por qué no los revives? ¿Por qué no regresas el tiempo y los salvas?

Yo no respondía. Me aguantaba las ganas de llorar ante ella, y permanecía de pie haciéndome el fuerte, serio, mirándola fijamente. ¿Por qué no puedo hacer como Harry Houdini y desparezco ante sus ojos? O mejor aún, ¿por qué no puedo desaparecerla a ella? Su sonrisa de triunfo me hacía huir a mi habitación, y volvía a repasar mis viejos trucos de magia, llorando de impotencia. Por unos momentos dudaba que la magia pura existiera. ¿Y si todos los trucos son sólo eso, y no hay poderes, ni nada? ¿O sea que nuca lograré nada sólo con mi voluntad, con mi energía? Y de repente el ruido de la puerta al abrirse me sacaba de mis pensamientos:
- Por más que intentes nuevos trucos, ninguno traerá a tus padres de regreso. No eres más que un niño estúpido tratando de evadir un hecho: por tu culpa están muertos.
Y mi tía se alejaba riendo por el pasillo.

Con el tiempo comprendí que la magia no existía, sino que sólo era ilusionismo. Sólo consistía en ser más rápido que el ojo humano o que la percepción de aquél que te observaba, o saber algo de matemáticas. Punto. Tiré el libro de Harry Houdini y creo que regalé las cajas con trucos. También dejé de hacerlos. Lo que no cambió es que la tía Ángela seguía molestándome, y cada vez con mayor frecuencia. A eso nunca pude acostumbrarme. En ocasiones casi le daba la razón, pero inmediatamente pensaba que había sido un accidente, que no era mi culpa, y quería volver a creer en la magia, en los poderes, en las ilusiones, en controlar lo que me era ajeno, pero era demasiado tarde. O tal vez no.

Un día, después de cenar y ya que mis abuelos se habían ido a dormir, ayudé a mi tía a recoger la mesa, como siempre.
- En una noche como ésta hace tres años mataste a tus padres - me dijo.
- Ya lo sé - respondí secamente.
- ¿Y no te remuerde la conciencia? Pásame ese vaso.
- No.
- Tal vez deberías hacer uno de tus trucos para recordar el aniversario, ¿no crees?
Me detuve. Mis ojos se iluminaron. ¿En verdad mi tía Ángela quería ver mi magia? Corrí a mi habitación y busqué en unas cajas, deseando no haberla tirado, la capa que me había confeccionado mi madre. La encontré junto a un viejo pero completo paquete de cartas, y fui a la cocina. Mi tía se había sentado y fumaba.
- Te ves ridículo con esa capa - me dijo -. Lo que hagas, que sea rápido porque ya va a empezar mi novela..., a menos que trates de revivir a tus padres.
Yo guardé silencio y comencé a barajar las cartas con esa agilidad que creí haber perdido hace algunos años. Sonreí al ver que mis dedos seguían siendo rápidos, y tomé la reina de espadas.
- Voy a desparecer esta carta - le dije -.
- Ajá.
- ¿No crees que pueda hacerlo?
- Por favor. ¿Quieres apostar?
- No. Mejor vamos a hacer un intercambio.
- Acepto.
- O desaparece ella o despareces tú.
- O mejor tú -. Mi tía casi se atraganta con el humo del cigarro y la risa que le provocó mi propuesta-. Está bien, remedo de mago. Como digas.
Repartí las cartas sobre la mesa de la cocina, mientras mi tía observaba atenta. Más atenta de lo que me imaginaba. Algo en mí se estaba encendiendo, algo que crecía por dentro y llegaba hasta la punta de mis dedos. Las cartas seguían cayendo en la mesa, y toda esa energía se concentraba en mis manos; podía sentirlo. Cuando terminé miré a mi tía, que no despegaba los ojos de la carta que creía era la reina de espadas. Una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro.
- ¿Y bien? - pregunté -. ¿Cuál es la reina de espadas?
Mi tía tomó una carta sin vacilar.
- Ésta - dijo, volteándola, muy segura de su elección.
Nueve de diamantes.
- Creo que no - respondí -. Otra oportunidad.
- Sólo bromeaba. ¿Crees que no sé cuál es? - y tomó otra carta.
Diez de tréboles.
- Esa no es.
- Ya lo sé. Estoy midiéndote. Es ésta - dijo, volteando otra carta.
Siete de espadas.
- Cerca, pero ni una migaja - reí entre dientes. Su sonrisa se esfumó.
Mi tía siguió volteando cartas. Su rostro estaba enrojecido, creo que por el coraje, pero no desistía. Tenía la frente perlada por el sudor. Siguió hasta que sólo quedaba una.
- Ya estuvo bueno, ¿no? Ya me aburrí de tu estúpido jueguito. No sé cómo te las ingeniaste para dejar la carta al final.
- ¿Estás segura que esa es la reina de espadas? Recuerda que hicimos un intercambio.
- ¿En serio te crees un mago, no? Chamaco idiota. Pues te demuestro que no - y diciendo esto, volteó la última carta.
En la cocina de la casa de mis abuelos, tres años después de la muerte de mis padres, mi tía realizó el acto de escapismo más impresionante que yo haya visto.









Texto agregado el 04-08-2002, y leído por 1548 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-11-2002 Muy tierno, muy bueno y muy bien escrito, con mucha calidad y sabiendo llegar a lo más hondo de los sentimientos. alqutun
27-09-2002 La tia me parecio una desgraciada al comienzo de la historia...no es bueno quitarle la ilusion a otros, es como quitarles el alma. EitanOlevsky
 
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