TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / maidenista / La fauna y la pintura (literatura inconclusa y desmembrada)

[C:324182]

Recuerdo con pereza la tarde de primavera en que visité una mansión. Allí se daba una fiesta y querían tener entre sus invitados a un pintor. La reunión tenía vida propia y su propio movimiento, pero de algún modo también era un espectáculo orquestado para mis ojos. La anciana dueña de casa habría querido que un artista vivencie y capture el acontecimiento; Quería perdurar pero no en la fría pose del retrato, sino capturada en su esencia vital, me habían dicho. Y por eso resultaba relevante que yo asistiera a la fiesta y luego imprimiese en el lienzo lo que me inspirase la ocasión.
Yo tenía un tedio extraño, como de no importarme nada y cierto nerviosismo. La tarde me sugería una siesta, pero dejarme adormecer en un sillón volvería injustificable la pieza de arte que habría de llevarle a la vieja de todas formas y que cuando se me propuso semejante proyecto ya había comenzado a planear. Sería la sumatoria de algunos esbozos fallidos que había acumulado, agregando su rostro y algunos objetos destacados de su hogar. Por otra parte, debía entender la hospitalidad de la casa y mi alojamiento como un pago anticipado. Dormirse hubiera sido denunciar el error que habrían cometido.

Un grupo de mujeres con la alegría de los siervos bajaron por la escalera con paso tembloroso. Reposaron en el descanso, que formaba una especie de balcón sobre el comedor principal donde todos los invitados cotorreaban. Todos las miramos y la dueña de casa llamó la atención sobre sí.
- Son mis sobrinas.
El significado de la reunión me sobresaltó y apabulló al venírseme a la mente ciertas palabras. Todo el despilfarro en comida y bebida, y la invitación a estos hombres regordetes que comían canallescamente y bombardeaban sus bigotes peludos con miguitas, con panzas que parecían estar a un momento de explotar y pelos largos sobre el labio superior como si un extraño animal marino de alguna biología pretérita en el justo punto medio de su pasaje evolutivo a la vida terrestre hubiera saltado a su rostro y sujetadose fuertemente y con adherencia a sus narices, era su presentación en sociedad. Las tres vestían rosa pero no igual de agraciadamente. La tercera poseía un rostro blanco y luminoso que creí me podría agradar en las sombras de ese atardecer si de pronto todas las luces se apagaran y dejaran cantar a las tonalidades naturales del cielo. Sus labios rojos mostraban una escueta sonrisa, como una estrecha línea que en ocasiones se abría. Y sus ojos eran verdes trasparente. Su pelo castaño breve se me haría especialmente atractivo de dejarse mostrar salvaje y revuelto. Las otras dos damas estaban pasadas en edad y en peso. Saludaron desde allí arriba y comenzaron a bajar el segundo trecho de la escalera con pasos cautelosos debido a los tacos de sus zapatos, una detrás de la otra. Faltando pocos escalones, la del medio torció su tobillo, se tambaleó y no se cayó sólo porque atinó a tomarse de la baranda. Todos emitieron un seco grito de nerviosismo, una exhalación con la que se les iba el espíritu. Ella se recobró del suceso, se endereció, pero luego de bajar la escalera por completo estalló en un llanto incomprensible e histérico. Siempre pensé que fuera natural llorar a rostro descubierto, pero en esa ocasión rogué que se lo cubriera. Me llenaba de vergüenza y no podía parar de pensar que las gotas brotaban por la cara y saltaban para todos lados. Temía que pudiesen llegar a salpicarme e inconcientemente torcí mi vaso hacia atrás, como guareciéndolo de algo, y volqué unas gotitas sobre mis dedos. Luego me avergonzó pensar que los invitados que me rodeaban hubiesen podido notar mi reacción, y creí que un gordito señor de camisa apretada contra su panza me habría mirado y había leído mis pensamientos. Pero las mujeres ancianas corrieron a acoger a la señorita del llanto, y los hombres a mi alrededor hablaban y remarcaban lo espléndida que era y cómo no debía sentir vergüenza por haberse tropezado.
Continúe pensando en cómo de los ojos salía agua. Ese rostro que se calmaba todavía soltaba algunos espasmos y al turbarse y temblar salpicaba con las gotitas que quedaban sobre él a las señoras que se habían acercado maternalmente a calmarla. Pensé en una catarata. Luego en un charco. Por suerte ese día no había llovido y el tiempo desde mi estadía había estado bueno. El campo verde de ese pueblito era buena paga por estas tareas, además me hospedaba en una casa aledaña que era propiedad de la vieja de la mansión. Volví a los ojos y pensé que eran piedritas que goteaban. Como si las lentejuelas de ese vestido comenzaran a brotar un jugo pegajoso incoloro. Me sonreí y tuve que ahogar una risita que casi se me escapa. Dos hombres obesos se me acercaron y me dijeron que la dueña de casa les había dicho quién era yo. El primero comenzó comentando su visita a las ciudades europeas en que se encontraban las más reconocidas obras de arte de la humanidad.
-No lo sé. No recuerdo haber vendido ningún cuadro allí – contesté.
Los gordos hicieron resonar unos graznidos en sus panzas y pechos y me estremecí algo, inmediatamente los descifré como risas. El recomendó que visitara esas ciudades para ver esas obras en cuanto me fuera posible, dado que era menester y obligación de todo artista. El segundo, interrumpiéndolo, comenzó a contar cómo había hecho que un artista reconocido de la ciudad, llamado Ramatez o Radamez, le pintara un cuadra “no convencional, pero sí noble, elevado”. Y contó cómo ello había hecho que se introdujera en la pintura y empezase a apreciarla.
Yo me aburría lentamente, y si bien la escena del llanto me había hecho olvidar momentáneamente de mi pereza, ella me invadía nuevamente, como una sombra verde infrenable que se posa sobre lo que desea y que por asfixia termina poseyéndola, como me ocurre con los recuerdos hoy.

El tiempo era un juego mental, un juego de ingenio o una tortura. Yo quería que pasara más rápido y nunca supe para qué. Porque el remedio a mi enfermedad no estaba en el trascurso gratuito del tiempo, sino en el alivio que brinda su apaciguamiento del dolor. Pero si mi mente no descansaba y el sufrimiento tampoco, pensar en el tiempo no era más que un error. Luego de varias semanas, di un movimiento que no fue crucial, pero encarnó mis pensamientos en la tierra, y podría haber funcionado como un exorcismo.
Una noche, como un bandido, me acerqué a la pesada puerta de madera de su casa y hablé a la boca de su buzón. Mis palabras por escrito fueron éstas “¿Y ahora es más rico tu mundo sin mí?”. Expresaban una fortaleza que pude haber sentido. Tal vez era la anticipada esperanza de su efecto. Y enseguida pretendí leer los símbolos.
Varios días fueron de comprensivo y paciente silencio. Y entonces decidí ofrecer oportunidades, porque era confuso y pretencioso, hasta *** , obligar a que ella hiciera todo el esfuerzo y se humillara. Aunque estaba en condición de exigirlo, y tenía motivos, me pareció un gesto considerado y decidí pasar a la tarde de ese día por la entrada de su casa y así darle ocasión a que se arrepintiera.
Luego de alguna de las veces dejé de pasar con la indiferencia que premedité. Y comencé a mirar para adentro. El ventanal del primer piso, que daba al comedor principal, era de una ventana majestuosa, cóncava, que sabía reflejar las hojas verdes de los árboles ilumindas por el sol, y se vestía con esos colores. Yo miraba doblando el cuello y sin dejar de caminar, y esperé ver algún símbolo sobre los vidrios. Me parecía sensato que así fuera. Un dibujo probablemente. Imprevisiblemente, no hallé más que su inmaculada transparencia con mordiscos de hojas y cielo.
Fue sorpresivo que no ocurriera nada. Pensé que habría de verla del otro lado del cristal, con una leve tristeza en el rostro algo apagado, opacada su blancura y sus labios rojos en una escueta mueca de silencio y sufrimiento. Que miraría por la ventana y luego de hesitar la abriría de par en par desplegándose como el sol sobre el horizonte e hiciera estallar al punto toda su luminosidad con un grito que me llamara e hiciese iluminar toda la tarde desfalleciente. Llegué al final de la cuadra, doblé en la esquina y perdí de vista la casa.

Texto agregado el 30-11-2007, y leído por 129 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-12-2007 El estilo esta bueno se crea lo que el titulo dice ,pero hay muchas Y en toda la lectura .bueno ****** ismaela
 
Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]