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EL ÚLTIMO NEARDENTAL

Una mujer caminaba confusa por una senda abierta en el valle. Soportaba sobre sus hombros el cuerpo de un niño inerte cuyos brazos como péndulos recorrían la espalda de la madre. A lo lejos veía a los suyos, la distancia entre el grupo y la mujer cada vez era mayor. Antes, cuando se produjo la tercera caída, el jefe del grupo decidió no retener la marcha.

No todos los miembros de la manada descansaban. Desde lo alto de una loma, un cánido blanco observaba a unos humanos que en fila de a uno se desplazaban por el valle. El lobo advirtió que en ese grupo algo no iba bien. Tensó las orejas, entrecerró los ojos y lo supo enseguida: Había divisado a la presa pero sabía que no era el momento de atacar. Su éxito lo basaba en la persistencia y el tesón a la hora de conseguir un botín. Los hombres no entraban en la dieta preferida de los lobos. Los hombres eran escandalosos y dañinos y siempre trataban de evitarse mutuamente, pero una pieza de caza como ésa no la podía dejar escapar.

Darax se detuvo un instante, elevó la cabeza y enseguida sus fosas nasales se abrieron, tomó muestras del aire, lo analizó y enseguida reconoció a la manada del lobo blanco.

¡Alto! Con un gesto militar el jefe de la expedición hizo detener al grupo. Llamó aparte a dos colaboradores y cruzó escasas palabras con ellos. Éstos asintieron con la cabeza y señalaron a una mujer. Uno, el más corpulento, se dirigió al final del grupo y junto con los últimos esperó a que una mujer llegara exhausta, casi sin aliento.

-Darax dice que retrasas al grupo. Debes abandonar al chico.

El lugarteniente sabía la dolorosa decisión que es para una madre renunciar a su hijo.
Eran tiempos difíciles para el Clan. Debían alcanzar en el menor tiempo posible las tierras del sur. Allí estarían a salvo de ellos.
Puna, con las rodillas ensangrentadas, intentó recuperar el puesto que le correspondía según su jerarquía.,Portaba en su espalda a un niño de ocho inviernos sobrevividos. Intentar convencer a su hermano de que ella podría llevar a Triak hasta que éste se recuperara de su fractura en la pierna era lo siguiente que haría una vez se detuvieran a descansar.

El sol empezó su declive. La cueva del gran león estaba cerca. Allí pasarían la noche. De nuevo el jefe mandó a llamar a sus hombres de confianza. Con más gestos que palabras, dijo. -Id hasta la cueva y observar que todo esté conforme para que el grupo pueda descansar allí.- La avanzadilla inició la marcha a ritmo veloz.

El Clan vio con alegría el final de la jornada. A la entrada a la cueva dos hombres batían sus lanzas. Era la señal de normalidad en la caverna. El grupo tomó posesión de la gruta. Todos sabían qué función debían cumplir a partir del instante en que acabara la marcha.

Al poco tiempo llegó la mujer que portaba a su hijo. Cerca de la entrada a la gruta lo depositó en el suelo. Ella, todavía de pie, apoyó sus manos sobre las rodillas e inclinó su cuerpo hacia delante. Intentaba recuperar el aire por el esfuerzo de todo un día transportando a su primogénito.

Puna sintió como la mirada del jefe de la tribu se clavaba en su cuello por lo que, instintivamente y entre jadeos, le dijo a su hijo:
–Intenta poner de tu parte para la jornada de mañana, pues no podré llevarte sobre mis hombros otro día más, Darax no lo consentirá.
La mujer extenuada sacó fuerzas de donde no había y decidió cumplir con el cometido asignado a su condición dentro del Clan: encender el fuego del hogar.

Como un resorte y sin instrucciones previas los miembros de la comunidad ejecutaban las tareas que alguien, algún día, les transmitió y nunca olvidaron.

Los vigilantes observaban a una manada de lobos que había modificado su posición y que seguía al grupo a cierta distancia.
Los adolescentes eran los encargados de aprovisionar leña para mantener el fuego durante la noche y del que dependían todos.
Algunas mujeres, conocedoras de las cualidades curativas de las plantas, caminaban despacio entre el follaje intentando abastecer en un zurrón de piel de conejo, las hojas, tallos y raíces que utilizarían en breve.
Los niños aprovechaban el escaso tiempo de asueto que tenían para jugar. Pero en esta ocasión prefirieron hacer corro alrededor de Triak pues querían conocer de primera mano la noticia que hizo que el jefe decidiera levantar el campamento con tanta urgencia.

Ser el centro de atención le gustaba por lo que, a pesar de los dolores que le acompañaba desde aquella caída, comenzó a hablar.

-Darax intentó abatir una liebre. El golpe sólo aturdió al animal por lo que decidí ir tras ella pero no la vi. Sabía que estaba cerca y como no quería defraudar al jefe, pensé que debía encontrar la liebre.
El tiempo pasaba y el animal no aparecía así que decidí buscar huevos de aves. Darax agradecería cualquier aportación en forma de alimentos.
Entonces los vi: Eran unos hombres grandes, altos, de piel extraña y de sonidos siniestros.
Permanecí inmóvil y el pánico se apoderó de mí. Entre las ramas del árbol pasaba desapercibido. Vinieron hacia donde me encontraba y oculto en la copa de un árbol no me moví.
Hacían ruidos que expulsaban por la boca. Desde lo alto vi que no todos tenían un mismo color de cabello y que llevaban alrededor del cuello dientes de ciervo y pintaban sus rostros con el ocre de nuestros muertos.
Pasaron sin descubrirme. Sorprendido por su presencia en nuestro territorio los seguí con la vista. De pronto me di cuenta de que iban en dirección a nuestro grupo de caza, entonces, sin saber por qué, me vi saltando del árbol y con el grito que usamos para avisar al grupo de la llegada de un enemigo intenté que Darax se percibiera de ello.

A partir de ahí corrí sin saber hacia dónde. Las pequeñas ramas de los árboles me golpeaban en el rostro. Sabía que los tenía cerca pues sus desagradables gritos perforaban mis oídos.
No sé porqué me vino a la mente los movimientos que nuestros cazadores utilizan para acorralar y dar caza a los grandes mamuts.
El final de mi historia fue como la que cuentan siempre en las noches de invierno, cuando los cazadores escenifican la caza del gran mamut. Me vi despeñado por el desfiladero golpeando con salientes de roca hasta caer al suelo. Sólo me acordé de mi madre. Ya no me recuerdo de nada más.


Todo el grupo a una voz del jefe inició la diáspora hacía el sur, otros clanes ya lo hicieron con anterioridad. Estos, al pasar por las tierras del clan de Darax, contaron cómo la vida había acabado para ellos con la llegada de los hombres grandes. Las historias que relataron los huidos y las leyendas que les atribuían hicieron que los hombres grandes alcanzaran un desprestigio comparable al de la hiena. Los neandertales sobrevivieron a los fríos eternos. Nunca rehuyeron una batalla. Elegían a los rivales mas dignos; el mamut para alimentarse, el oso cavernario para rivalizar por el hogar, el gran león para controlar el territorio... Así fue siempre, pero no estaban preparados para luchar contra unos semejantes, por eso el jefe decidió abandonar su enclave

Puna, solicitó a su hermano permiso para iniciar la búsqueda de su hijo. Darax rechazó la petición e instó a su hermana a que ocupara su sitio. Iban a iniciar la marcha. En fila de a uno, un grupo de neardentales abandonaba el abrigo donde habían permanecido mientras duró la época de caza.

La mujer ocupaba el tercer lugar en esa fila alargada compuesta por no más de treinta personas. La jerarquía obligaba a situarse conforme a un orden establecido: sólo el jefe y el chamán tenían mas autoridad que Puna.

Los buitres dibujaban círculos en el cielo. Las alas negras extendidas e inmóviles indicaban que todo el esfuerzo estaba fijado en un animal a punto de morir. A Darax le inculcaron desde pequeño que un jefe debía, por encima de todo, alimentar a su pueblo, mantener vivo al clan y asegurar la prolongación de la especie. Detuvo a los suyos e indicó a sus dos mejores hombres participar en el festín de los buitres, rapiñarles el botín y regresar sanos y salvos. Fue su consigna.

Puna violó el orden establecido y corrió hacia los dos hombres que regresaban con un trofeo inesperado. Portaban al joven Triak.

No todo el grupo celebraba con golpeos al suelo la llegada del niño. Para Darax la presencia del crío era un lastre en la huida hacia las tierras del sur.

La noche cerrada tomó posesión de su reino. Los lobos festejaban su llegada con aullidos que a los neardentales no preocupaban en demasía, sabedores que, mientras el fuego alumbrara la entrada a la cueva, todos estarían a salvo.

Estaba a punto de celebrarse un ritual importante. Darax solicitó ayuda al chamán. Todos los niños temían al brujo. Cuando éste entraba en trance adoptaba posturas y gestos que hacían que éstos buscaran refugio a las espaldas de las madres. Cuando Triak vio al curandero, presa del pánico, buscó la mirada de la madre. Puna con un leve asentamiento de cabeza tranquilizó a su pequeño. Después de invocar a los espíritus de los animales que habitaron la tierra, cerró un círculo con colmillos de las bestias cazadas por el Clan. El curandero absorbía la fuerza de esos animales y la transmitía a los miembros allí presentes. Dentro del circulo de marfil el chamán, apoyando sus nalgas sobre los talones, esperaba tomar una decisión: la que los espíritus de esos animales le transmitieran.

El ritual terminó. El hechicero abandonó la cueva seguido del jefe Darax. Puna aprovechó el instante para ir a abrazar a su hijo. Fuera dos hombres dilucidaban el futuro de Triak.
El jefe del Clan no habló. En su mirada estaba escrita la respuesta a su decisión.

Las mujeres del Clan, a un sólo gesto, formaron un círculo en torno a Darax. Arrodilladas y mirando al suelo era la forma de suplicar que no abandonara al chico. Puna aún en posición de ruego habló:
-Solicito permanecer al lado de mi hijo, cuidarlo.- Sus gestos desesperados no consiguieron modificar una decisión tomada por los espíritus.

Darax sentenció: la mujer nos dará hijos para el Clan. No podemos arriesgarnos a perder futuros hombres que nos ayuden en la caza. La caza garantizará el futuro del clan.
El jefe debía asegurar por encima de todo la unidad del grupo.

Al amanecer partieron. De nuevo en composición de a uno, el Clan caminaba hacia las tierras del sur. En tercer lugar una madre sin hijo ocupaba el puesto que le correspondía por ser hermana del jefe.

A la entrada de la cueva Darax miraba fijamente a un niño, no había palabras, solo ojos enfrentados. En el cruce de esas miradas el niño asentía repetidamente con la cabeza.

El jefe del Clan recuperó el primer lugar de la fila de hombres y mujeres que buscaban un lugar en las tierras del sur en un intento baldío de prolongar la especie.

Desde una loma, el gran lobo blanco veía la fila de humanos perderse en el horizonte y aulló. Darax interpretó lo que el lobo le quiso decir.

Texto agregado el 30-11-2007, y leído por 432 visitantes. (0 votos)


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