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Reconocer

Cuando un hombre prefiere los zapatos acordonados con suela de goma ya no cambiará más nada. También es muy probable que por historia y experiencia personal se trate de alguien prudente, con la sensibilidad necesaria para saberse poner en el lugar de los demás llegado el caso, aunque a la hora de los balances no siempre convenga ese estilo, según se verá.
Aquellos zapatos que recordaba especialmente, los había comprado por primera vez en un pequeño negocio sobre San Martín, a metros de Florida y desde entonces fueron mi sello distintivo. Jamás volví a encontrar semejante comodidad. Cuando debí viajar hasta esa zona, supe que iba a buscarlos como quien reencuentra un deseo simple, por eso indudable y pleno, que espera a la vuelta de los días.
En el mismo rincón de entonces, provocando la mirada por encima de los más brillosos y caros que ocupaban el centro de la vidriera, estaba el par, más que antiguo clásico, ese género de cosas hechas para esperar a sus candidatos sin llamarlos, como las buenas trampas. De cuero verdadero, es increíble con qué descaro se impone la apariencia sobre lo auténtico en estos tiempos, impecables, color suela, lisos, apenas un ligamento de medio centímetro de diámetro recorriendo el perímetro del empeine para destacar su simpleza. Y facilitando el camino, apoyado sobre uno de ellos, ese cartelito con el precio de ocasión.
Impulso de posesión alejado de la culpa, ingresé al lugar típico para extranjeros: mucho vidrio, todo a la vista y bien acomodado, temperatura ideal. Subsuelo amplio donde elegir sin apuro, cómodos sillones para probar lo que se desee. Y dos mujeres mayores de cincuenta años, con la delicadeza en el trato que lucían además del vestuario imprescindible para trabajar en ese barrio. Les agregué una cuota de resignación también, con todo lo que se habla de inseguridad, a merced de cualquiera que como yo, saco y corbata, desaliño de las ocho de la noche, transpirado y con portafolio a la rastra, no llena el perfil acostumbrado de los que suelen comprar en tales sitios.
Todo el intento por despejar cualquier desconfianza que ellas no demostraban, ocupadas cada una en acomodar mercadería, retrasó mi respuesta sobre cuál era el calzado de mi interés. Sin motivo aumentó el miedo por lo que pudiera pasarle a cualquiera de las dos, principalmente la que me invitó a seguirla escaleras abajo para decidir modelo, número, color. Cuando se dio vuelta para buscar en la estantería de roble, calculé que bien podría sacar un arma, encañonarla, demostrarle en un segundo que la tenía a mi merced.
Sacó los zapatos de una caja olorosa a cuero nuevo, a esperanzas de caminatas cómodas, a confianza. Me ofreció asiento para probar sin apuro. Parada en un ángulo del ambiente tapizado de gris, modestia de quienes cumplen con su deber, la vendedora quedó pendiente de mis reacciones. Imaginé su rostro frente a un delincuente de guante blanco que la haría pasar un mal rato obligándola a entrar en el pequeño baño disimulado tras un afiche de la película Casablanca.
-Perfecto, dije después de flexionar la derecha. Perfecto, insistí mientras movía la izquierda sintiéndome Fred Astaire.
Regresamos al primer nivel. La otra empleada sirvió café en pocillo de porcelana, una sutileza más para esta época descartable. Bebí en silencio, sonriente, mientras quien me atendió confeccionaba una boleta a mano, con letra inglesa. Sonaba suave la música de una guitarra que reconocí de inmediato: el maestro Falú, indiqué. Un intérprete de los que ya no se escuchan, comentó la que me ofreció el café. Es una pena.
Extendí la tarjeta de crédito y el documento de identidad. Por favor musitó la que manejaba el dinero. Terminó el trámite, me devolvió el plástico junto a la caja con mis amados zapatos. Saludé lamentando no tener un sombrero para quitarlo levemente en agradecimiento. Me fui reconfortado con la vida.
Pocos pasos más allá me detuve al amparo de un plátano y la noche recién inaugurada para colocar la tarjeta de crédito en la billetera. Apoyé el portafolio y la caja con los zapatos sobre las baldosas color gris. Regresé los ojos a la vidriera, ahora iluminada: un nuevo par reemplazaba a los que yo había comprado. Sonreí convencido de que la calidad aún se impone, pero pronto se me paralizó el rostro. Algo había distinto, diferente. Observé el cartelito que acompañaba a los zapatos en exhibición. Abrí la factura con certeza de condenado, hice el cálculo a velocidad increíble, confirmé que me habían cobrado un cuarenta por ciento más de lo previsto.
Las dos delgadas siluetas me observaban, inmóviles. Una de ellas, sonreía en tono pastel.

Texto agregado el 12-12-2007, y leído por 198 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
23-12-2007 Me gusta leerte, nombres que reconozco a pesar de los años y de no haber vivido en el mismo lugar. Saludos ketti
20-12-2007 me encanta lo normal y lo sencillo y lo que discurre, sin más,...kisses en tono pastel, youtoo tooyou
17-12-2007 Me gustó mucho.4* mechitagarcia
14-12-2007 Me encantó el final seguiré leyendote por cierto muchas gracias por tu comentario, lo tomaré en cuenta ;) asi pasan las cosas no crees? besos..!! atte: Covali* DCovali
14-12-2007 Sin la pretendida sorpresa final, a mi gusto fuera de lugar del todo, hubiera resultado más interesante. Cuídate. DDB dolordebarriga
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