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Como todos los días, Beatriz levantó la persiana. El sol era indigno para el mes de julio. Ella se sentía insignificante ante semejante claridad. Vivía mustia. Era una mujer de unos cincuenta años, gordita y carnicera por vocación. Su marido le había enseñado todo su amor por los cortes, los cuchillos, las clientas y el lema: "sin ninguna mosca". Se sentía orgullosa de seguir con el negocio de su esposo. Él le había aconsejado que tuviera un ayudante. Sólo uno. Tenía que ser muy cautelosa a quién tomaba. "Con referencias. Siempre una carta de presentación es buen indicio. Pero eso sí, nunca lo dejes en la caja y menos, pero mucho menos, a cargo de la carnicería", le parecía todavía escuchar la voz áspera con tonada de su querido italiano.
Esa mañana, a pesar del frío, vestía una escotada camisa amarilla. Impecable y poco discreta. Regó sus plantas, acomodó las jaulas de los pajaritos en el árbol de la calle y puso el agua para el mate. A los pocos minutos llegó su auxiliar. El quinto que tomaba en el último mes. Ninguno le venía bien. Su marido la había hecho muy desconfiada y miedosa.
Una de esas tardes de lluvia, cuando las almas se deprimen y se aburren; él le había pedido que le hiciera una promesa: "promete, Beatriz, por favor, que yo voy a ser el único hombre en tu vida. Él único. Aunque yo me muera, me vas a seguir siendo fiel". Se lo prometió. No tenía mucha noción de cómo podían suceder las circunstancias venideras, tampoco tenía idea de lugares y de tiempos. Estaban aburridos contemplando la lluvia por el ventanal y el momento tenía sensación de eternidad. ¿Por qué las cosas podían cambiar? Beatriz se había casado virgen. Él fue el primero y el exclusivo.
La pava con su silbido singular le avisó que el agua ya no estaba para el mate, hervía. La tiró por la rejilla de atrás y volvió a calentarla. Mientras tanto sacudía la yerba. Pedro, después de cambiarse, se acercó y le dio un beso muy sugestivo de buenos días. A pesar de ella misma, se encontró mirándolo varias veces. El pelo renegrido brillaba por los rayos que filtraban a través de la vidriera. Los ojos cómplices con el sol se aclaraban. Verde espejo, donde ella podía reflejarse, viéndose hermosa. Los brazos y hombros corpulentos armonizaban con sus uñas comidas y su aliento a mentol. Era un inconfundible espécimen de la raza masculina. Un macho de buena cepa.
Pascual era también un digno ejemplar, pero era otra cosa. Petiso y fornido. Unos bigotes finitos le daban un tono caricaturesco a su cara redonda y graciosa. La virilidad no era su condición más destacada.
El agua estaba a punto. Cebo mate y puso la radio de música pop. Cosas de juventud. Los juegos sugerentes que Pedro sutilmente utilizaba sin tocarla y casi sin mirarla, la hacían sentir más bonita. Deseable. A Pedro, el torso le quedaba al desnudo sobre el delantal, eso lo hacía más atractivo. Él se dirigió a la cámara frigorífica y comenzó a cortar una media res. El ruido a cuchillos y el movimiento de sus músculos provocaron un escalofrío en Beatriz. Él lo notó, la miró a los ojos y ella, hipnotizada, se dejó llevar por sus instintos y se paró provocativamente cerca. Los dos respiraban el deseo del otro.
Beatriz luchaba contra su impulso y su juramento: "no voy a mirar a ningún hombre, aunque vos no estés más conmigo". Sin embargo la mirada de Pedro le transmitía una fuerza aterciopelada con ansías de deseo incontrolable. Ella no debía. "No debo, no puedo". Temía que Pascual desde donde estuviera se vengara sin piedad. Y le hiciera sentir el rigor de la falta de palabra.
Pedro olía a desodorante barato y pegajoso. Envolvente. "Perdona nuestros pecados". Pascual olía a Old Spice para después de afeitarse. "Pésame Dios mío, me arrepiento de todo corazón". Pedro la tomó del brazo y le susurró al oído: "dejate llevar". Beatriz cerró los ojos y se imaginó ese cuerpo desnudo, perfecto y emocionantemente armonioso. Sentía, fantaseaba y disfrutaba. "Dale, sé buenita, no seas arisca, si te morís de ganas", la voz le combinaba con la rudeza de sus modales, con los dedos largos de los pies, con el calor que emanaban sus palabras. Abrazos, besos en el cuello. Ella sentía vértigo y una pasión incontrolable. "¿Existirá la venganza de los muertos?" Beatriz miró hacia arriba buscando, desesperadamente, una respuesta y lo único que encontró fue carne. Carne roja, amenazante, ensangrentada. Así iba a quedar ella si se dejaba llevar por su impulso. Lo había prometido.
"Dios mío, ¿cómo hago para aguantar? ¿La revancha será instantánea o vendrá después de un tiempo?" Volvió a mirar hacia arriba intentando pensar más fríamente. Frío congelado como esa carne muerta. Muerta, esa era la palabra. "Encontraron a una mujer muerta, asesinada por el fantasma de su marido". Ridículo. Los fantasmas no existen. "¿Y si eso es mentira?"
"Dale muñequita, vos también tenés ganas, se te nota, vamos pa' l fondo". Pedro tenía pasión, se le reflejaba en los ojos. Energía agreste escondida detrás de miradas potentes. Pascual era diferente, a través de los anteojitos, apenas se veían dos ojos achinados por culpa de los cachetes redondos y rosados. "No debo, no puedo", se repetía Beatriz; sin embargo, su cuerpo acompañaba el paso de Pedro, quien la llevaba hacia la piecita. A su marido nunca le gustó ese lugar. "No hace falta tener eso abierto, incita al tentación". Ella ardía de lujuria, moría por ese capricho, se dejaba matar por deseo. "¿Valía la pena?" Qué mala costumbre que había adquirido, para todo titubeaba. Antes no.
Pedro era una delirio de sensaciones. Caricias y juegos escandalosos. "Mi princesa", escuchó una voz opaca. Su marido la llamaba siempre así. "Mi princesa", retumbó la voz remota. ¿Había sido Pedro, quién la llamó así? Princesa vestida con sedas y gasas, princesa con perlas y descalza. Princesa de príncipes y alabanzas. "Mi princesa".
Ardor descontrolado. Dolor lacerante. Horror endemoniado. Así se sentía Beatriz. Puerca. Estaba medio desvestida sobre la cama de la pieza del fondo cuando vio que Pedro se le acercaba. "Perdóname, Dios mío me arrepiento de todo corazón"...
- Eh, doña, terminé. ¿Quiere que barra la vereda o limpie los vidrios? Sólo atinó a taparse el corpiño blanco con flores celeste que le habían regalado para Navidad. Sonrió, miró la foto de su marido, quien (según ella), le estaba guiñando un ojo. Cómplice otra vez de su cobardía. Obediente y reprimida como él siempre la quiso.
- Hacé lo que quieras, Pedro. La vereda o los vidrios... Lo que quieras- fueron las únicas palabras que pudo pronunciar.

Texto agregado el 13-12-2007, y leído por 166 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-12-2007 ok yakus
 
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