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CERO

INTRODUCCION al bondi

Existen minutos, segundos, e incluso horas, cuando en la vida de una persona urbana se detiene el tiempo, pero a la vez, esas horas, minutos y segundos siguen corriendo.
¿Cuánto vale un minuto o unos segundos para una persona?
Puede ser una vida para algunos.
¿Cuánto tiempo se pierde en un colectivo?
El colectivo. Transporte urbano de pasajeros. Esos camiones destartalados que llevan gente amuchada como si fueran vacas u ovejas, conducidos por tipos cabrones y sin ningún respeto por la vida.
Hay personas que viven a las afueras de la ciudad y viajan muchos kilómetros para asistir a sus trabajos, para estudiar, para encontrarse con otras personas. Gente que vive, en cierta forma y muy fugazmente, en un colectivo.
¿Alguna vez pensaron que esa gente tiene una vida? ¿Qué piensan cuando están sobre el ómnibus? ¿A dónde van? ¿Qué es lo que hacen cuando bajan del colectivo? ¿Dejan de existir? A veces pienso que hay personas a las que les gusta viajar en colectivo.

Yo lo detesto.

Sus ruidos, sus movimientos, los olores, y ni hablar si uno viaja de pie. Ese piso de goma humedecida y pegajosa alfombrada con boletos desechados y papeles de caramelo. Los asientos duros como piedras, muchas veces adornados de grafitis escritos por colegiales con sus correctores líquidos. Pasamanos oxidados y desgastados por el sudor de cientos de manos que los masturban día a día. Las ventanas borrosas de tierra y monóxido de carbono vibrando al ritmo de los baches de la calle, las manijas y timbres que no funcionan y ese molesto ser que encabeza la monstruosa maquina. Muchas veces una persona malhumorada y sudorosa que siempre está apurada. (Quizás sea el que pierde más tiempo, incluso más que los propios pasajeros). Irónico. Un hombre que cobra un grueso sueldo y todos sus días están limitados a un asiento con suspensión y su malhumor. ¿Son infelices los choferes con sus trabajos?
Y también está la gente. Esas personas con una vida, ¿Se acuerdan? Amontonados como ropa sucia moviéndose a los codazos y pisotones a lo largo del chorizo maloliente que es el pasillo. De repente, sentís una respiración en la nuca, o un pisotón, o un codazo, o una mano en el culo. Pero rara vez una estrepitosa carcajada o una charla insulsa. ¿Los pasajeros son tan infelices? ¿El colectivo es como una especie de santuario o iglesia en donde uno va a pensar o a reflexionar? Por que la gente, a veces, no habla en el colectivo. Bien, no se conocen, pero algunos comparten el mismo espacio todos los días en un año.
Estudiantes, trabajadores, maestros, maestras, viejos, embarazadas, mujeres con niños...muchos niños, viejas reclamando asientos, mujeres hermosas, niños. Gente. Mucha gente.
Los cuatro primeros asientos están reservados para mujeres embarazadas, ancianos y/o discapacitados. Siempre hay una persona durmiendo con la cabeza apoyada sobre el respaldar y boqueando un sueño efímero e incompleto, ya que culmina en la parada en donde tiene que bajarse o, muchas veces, en donde termina el recorrido del colectivo. Últimamente los ringtones de los celulares taladran el oído con toda clase de musiquitas...
Por una moneda, nada más. Un peso señoras y señores. Para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Desde galletas hasta billeteras, pasando por cds musicales, agujas de coser, llaveros, stickers de las chicas superpoderosas y spiderman, libros de cocina, rompecabezas de los personajes de moda en el cine pero mal dibujados por algún don nadie en alguna piecita en Puerto Rico. Y nunca falta el enfermo de sida o el paciente de rehabilitación y el que representa a un comedor infantil que intentan, en vano a veces, de encajar una postal de dos ositos de ojos grandes y brillosos diciendo “te amo” o “eres mi mejor amigo”.
¿Por qué los asientos junto a la ventanilla son siempre los primeros en ocuparse?. Por que el colectivo es una prisión. Una cárcel momentánea y móvil de la cual algunos no podemos prescindir. Y la ventanilla es la esperanza ilusa y el efímero deseo de la libertad, del destino.
En caso de emergencia retire el lacre y rompa el vidrio con el martillo. Las personas suben al colectivo casi automáticamente, como robots. Sin saber que viajan en un misil que puede estallar en cualquier momento. Confiamos nuestras vidas a un ser al que no le importa y el único seguro que nos brinda es un trozo de papel.
El colectivo. Monstruo mecánico que deambula y penetra a la ciudad con soberbia e ira. Misil ruidoso que vomita transeúntes en cada cuadra.
Odio el colectivo. Y odio depender tanto de él. Como un padre golpeador o una amante frígida, es algo que amo y detesto al mismo tiempo.
Este libro no habla de ustedes...ni de los chóferes. Este libro habla de un universo embotellado que esconde infinitas historias y vivencias. Habla de amor y de odio a la vez. De tristezas y alegrías y de charlas insulsas. Del deseo de ser libre. De la monotoneneidad de los días. De las reflexiones que puede hacer nuestro cerebro en diez o veinte minutos diarios...eso si, si no se nos pasa el bondi...

Texto agregado el 13-12-2007, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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