Casi podía sentir el hedor metálico de la sangre que se vertía sobre el piso de piedra mientras la gente que presenciaba semejante imagen de brutal barbarie se aterraba de ella sin pronunciar palabra alguna. Los hombres que castigaban a su víctima se jactaban del dolor de ésta como si para ellos fuera un trofeo.
El aire de aquella mañana era denso, como si el mismísimo Dios añadiera un poco de sufrimiento al amedrentado.
Los latigazos retumbaban en todo el salón y los apenas perceptibles sollozos del golpeado no dejaban lugar a dudas: el hombre era valiente.
Los testigos que veíamos el aberrante cuadro de salvajismo no atinamos más que a observar impávidos, impotentes y algunos hasta con náuseas el momento en que el condenado cayó al suelo ya sin fuerzas para seguir. Pintado su cuerpo de rojo escarlata yacía casi desvanecido, pero aún con vida, en un lago de sangre. Fue en ese instante en el que una lágrima se escapó de uno de mis ojos al pestañar, recorrió velozmente mi rostro para desembocar en mi boca, no sentí el salado gusto a la pena, fue algo muy raro: la lágrima era dulce casi sabrosa, no era culpa, era perdón lo que degustaba mi paladar, era gusto a adoración y a gratitud.
Durante otros 45 minutos el hombre fue castigado sin descanso hasta la muerte, entonces, la sábana blanca que servía de pantalla al proyector se oscureció, las luces se encendieron y La Pasión de Cristo terminó con un final que todos allí conocíamos de antemano.