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“Se llega virgen a todos los acontecimientos de la vida.
Tengo miedo de no saber cómo arreglármelas con mi dolor”
**


Tomó mi mano y deslizó mi índice por la superficie de la hoja, sobre la fotografía. -No se siente, dijo y se le agolparon las lágrimas. La situación me habría parecido absurda de no mediar la intimidad del calor de su mano y la voz tenue que traslucía la pena, esa pena tangible. Qué será lo que no se siente, me pregunté en silencio y ella como si me hubiese oído sentenció: -la textura, la textura de la pincelada. Entonces dejé escapar junto a su oreja: -Un día iremos al museo de Orsay y aunque sea lo último que hagamos, pasarás tu dedo sobre el lienzo.
Los labios de Moira se entreabrieron, los párpados se separaron y su mirada se volcó hacia adentro. Juraría que en su interior estaba la imagen que le había regalado, su dedo tocando el cuadro, ése que siempre me enseñaba sin explicar por qué.

* * *

Aquí estoy, con un ánimo menos festivo del que hubiese soñado en esos años. Quiero pensar que el amor es más que egoísmo. Quiero pensar que hay motivaciones nobles, que la justicia tiene algo que ver. He caminado tanto y ahora, estático, mis pies se traspasan del frío del piso marmóreo, la circulación se inhibe, mis piernas se tornan rígidas. Temo llevar demasiado tiempo en este sitio. Si el guardia sospecha de mí, si la cámara me señala, nada podrá hacerse. Construyo la ilusión de que esto tiene sentido. He actuado con claridad y todo está conforme a lo planeado. Repaso cada detalle en mi mente y me aseguro. El spray en el bolsillo interno de mi chaqueta, al alcance de mi mano. Un descongestionante nasal como cualquiera. Eso dice la etiqueta es lo que otros deben ver. El contenido ha sido reemplazado. Un envase insignificante para un contenido decidor, cuyo olor se mezcla con el de mi perfume. Alrededor todo sigue su curso. Saboreo el encanto de ser de los que quieren hacer daño, la conciencia de que los otros no pueden evitar confiar a priori.

* * *

La primera vez que vi a Moira, cargaba un lienzo estridente, profuso en verde limón, naranja, fucsia y amarillo. Era imposible no mirar la tela y a su dueña ensimismada, ausente de los ánimos críticos que la seguían. Desde lejos los ojos de los otros la acusaban de naif, pero a mí me maravillaba su soltura, su sencillez. Ella era todo arrebato, expresión, desborde. Seguí sus pasos, se encaminaba a una de las aulas. Allí encontré una excusa para acercarme, la ayudé a subir el lienzo al atril. Se dejó ayudar, se dejó esperar, se dejó acompañar a casa -¿Pintas? preguntó en el camino y sólo atiné a decir que hacía planos y croquis, que lo mío no era el color. -Y tú ¿pintas? pregunté con torpeza, olvidando el cuadro que cargábamos a medias. Ella rió sin miramientos, abandonó su vértice en el piso, sacó un crayón de su cartera y como si mi cara fuese suya, me dibujó unas pecas. –Pintas, repitió y volvió a reír.


En su casa, podíamos pasar horas hojeando libros con reproducciones. Ahí me mostró “La habitación de Vincent en Arlens”. No pude evitar preguntar por qué le obsesionaba esa pintura falta de alegría, que se me hacía irritante por la solución inconsistente de la perspectiva. No hubo respuesta. Me tomó de la mano y atravesamos el caserón enorme, el patio con piscina, la pérgola techada de bunganvilias rojas. Al fondo, una habitación de madera. Entramos y me golpeó el olor de la pintura, del solvente, mezclados con madera reseca. Adentro había una ruma de telas diversas y otras tantas colgadas. Las colgadas tenían el mismo formato. Una ojeada rápida bastaba para identificar en todas ellas la misma cama, las mismas sillas, la ventana entreabierta, sólo copias de “La habitación”. Me las mostró una a una, enunciando sus logros, -aquí la cama es la de Vincent, pero en éste la perdí, acá está mejor el bodegón, nunca he acertado con el espejo. Pensé en las horas, cuántas horas de vida en ese espacio recreado una y otra vez más allá del tedio. Volví a las razones -¿por qué, por qué te gusta? -No me gusta. Lo pinto, porque me da miedo. Algo en mi cabeza se averió entonces, mi estómago acusó pánico y fascinación y la amé, la amé por llevar a la vista lo que todos llevamos dentro.

Me dijeron que estaba loca, que se decían cosas de ella, era vieja, no era normal, algo le fallaba. Los amigos siempre quieren ayudar, acercarnos a la cordura. Sí, era mayor que yo ¿diez, quince años? La diferencia era imperceptible, sólo en ciertas zonas la delataba su piel, pero el relajo de su expresión, ese aire distraído y su sonrisa, la hacían ver más joven. Al final de semestre me pasaba con ella todas las tardes. Y mi tiempo era un tiempo distinto, sin límites ni requerimientos. La amé por horas, sobre el pasto saturado de olor a humedad, siempre al aire libre en la casa vacía donde nada importaba. La sentí temblar y asumí que gozaba, pero nunca estuvo conmigo del todo y, ciego, la quise íntegra para mí y decidí despertarla. Fue entonces que le propuse construir una réplica de la habitación completa, una escenografía donde quedarme con ella hasta desvanecer el miedo. Una sombra cruzó su expresión, pero fui insistente. La chantajeé con mi compañía, la doblegué con mis caricias. Aceptó.

Hice un levantamiento y dibujé las modificaciones necesarias para transformar el interior del taller, dándole un efecto similar a la insólita perspectiva del original. Compré pintura azul y trabajé para dar con la tonalidad precisa. En un par de tardes pinté las paredes, mientras ella hacía lo suyo con una imitación de silla en papel maché. Al terminar con la pintura, la abracé y la hice entrar. Algo pasó en ella. Un ligero recogerse, una vibración inusual. Intensifiqué mi abrazo, le recordé que no estaba sola y antes de irme, le prometí que volvería al día siguiente a trabajar en la maqueta de la cama.

Cuando volví a buscarla, me recibió su madre. Entramos al despacho, la luz del sol apenas se filtraba por los cortinajes. Era de mañana y todo estaba en orden, no había vida alguna en la habitación, aun esa mujer parecía parte del decorado. Me indicó un papel sobre el escritorio. Ella miraba hacia el exterior, hacia el jardín. Dándome la espalda, afirmó que sería difícil que viera a Moira, que ella no estaba bien, que todo había vuelto a su mente. No podía ver su rostro, su voz era grave, su hablar pausado, sus palabras surgían con un esfuerzo desmedido. Me acerqué y tomé el papel, un recorte de periódico amarillento que amenazaba con destruirse fácilmente. La foto de una niña. La noticia, un secuestro. Dos meses de búsqueda y la hallaron, los culpables eran inexpertos. La niña no estaba bien, desnutrición, maltrato. Esa mirada, ese cabello, Moira. Miro a su madre sin comprender aún. -No se acuerda de nada, borraron todo de su mente, dijeron que era lo mejor. -¿Y el cuadro? Ella voltea, sonríe y su sonrisa se deforma sutilmente hasta hacerse una mueca. -La tenían en una habitación azul.

Meses más tarde, la vi. Su madre me llamó, dijo que tal vez le haría bien verme.
Llegué al atardecer, no hubo grandes ceremonias. Me llevaron a su lado como si nunca hubiese estado allí, como si fuese una visita de cortesía. Estaba sentada en la terraza. El pasto jaspeado de hojas marchitas y la piscina cubierta de una lona gris cambiaban el tono del lugar. Me paré y la llamé por su nombre. Tardó en mirar. En ese ser ya no había nada de ella, nada más que su cuerpo delgado y un respirar fatigado, constante.

* * *

El museo es más frío aún de lo que esperaba. Los techos abovedados, las paredes incólumes, la neutralidad necesaria para cargar con tanta expresión en recortes de distintos tamaños. La gente que circula me asfixia. Me marea su caminar indiferente. Miro el cuadro maldito a tan poca distancia y para mí ya nada esconde. Pienso que sólo es un vehículo maltrecho de las penas de alguien. De un alguien que debió guardárselas y no andar exhibiéndolas, para que nadie pudiera ver reflejado su propio dolor, para que nadie encontrara un refugio, un escondite para no hacerse cargo de sus miedos o de sus culpas.

Con un movimiento ágil, saco el spray apunto y disparo. La trementina hace su efecto. No siento nada. Nunca más sentiré nada, algo se dañó en mí. El guardia corre a detenerme, pero ya está hecho. Gente grita, se aparta, me señala. Veo acercarse el uniforme. Siento una mano como una prensa sobre mi brazo. Es en vano el apremio, estoy detenido. No sabría adónde huir.


** (“Fuegos”, M. Y.)

Texto agregado el 26-12-2007, y leído por 565 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
07-02-2011 los amigos que siempre quieren ayudar, acercarnos a la cordura. Buenisimo. saludos. vinchenzo1
24-06-2009 notifica a tu amiga belle den jour, jjj1, o lulita bella ulpiano_carpe
24-06-2009 (Privado) Wed 24 June ------------------------------------------------------------------- ------------- 03:05 lulita_bella HARE TODO LO POSIBLE PA KE SE MUERA PRONTO¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ ; KIERO VER ESO Y VER KOMO SUFRES¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ ;¡¡¡¡¡¡¡ ulpiano_carpe
24-06-2009 (Privado) Wed 24 June ------------------------------------------------------------------- ------------- 02:29 lulita_bella VES KE NO PUEDO COMPETIR CON ELLA??????????????? POR ESO LA ODIO ES LO KE NO SOY YO ALGUN DIA ELLA VA A MORIR Y TE AKORDARAS DE MI Y YO NO ESTARE PARA TI¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡&ie xcl;¡¡¡¡¡ Otro recadito de estos de tu amiga. Y pagas tú las consecuencias. Estás advertida. ulpiano_carpe
17-06-2009 Una agradable relectura, primero, por la calidad del cuento, y segundo, por lo que significa que estés de vuelta y pueda leer de nuevo tus textos. Un abrazo. justine
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