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Dentro de las sorpresas que el cotidiano camino nos depara (y digo a todos, allá usted si no se percata o no se acuerda) están aquellas invisibles o sin importancia aparente. Harapos de luz en plena niebla… Cuesta agudizar la vista en este afán, pero con algún ejercicio continuo esta práctica de observar expectante y dispuesto, bueno, termina sensibilizado el ojo casi al nivel de los niños, con
suerte. Comenzarán entonces los desfiles de obsequios diamantinos, luciéndose como los platos voladores se dejaban caer sobre los atónitos científicos y buscadores de la Torre del Diablo en Encuentros Cercanos del Tercer Tipo. Suelen frecuentarme estas sorpresas, traviesas como duendes en fiesta orgiástica, sólo que con la levedad propia de lo transparente.
Y dentro de este embrollo vital, pugna por abrirse un espacio en mi cuadrada lógica, la firme convicción de que nuestros antepasados nos envían ángeles de bálsamo, o antorchas de risotadas flamígeras cuando el camino se nos torna
confuso y sin sentido, y hacen patente su preocupación con emisarios sutiles e inolvidables.

Y bueno, el asombro pasa a ser un bonus track que no te esperabas pero que habías olvidado lo fuente de juventud que es. Y por otro lado asoma esta alegría de no ser feliz, puesto que a causa de ello, puedo acceder a momentos felices y darme cuenta del acontecimiento, y revelarme afortunado de detectar que una sorpresa es eso, un atisbo del pajarraco atucanado de la felicidad.

La sorpresa de otra dimensión que fue el Checho Lucho o don Manuel Urra o Sir Gregory o el gentleman de la basura en las distintas fases del día, y en la misma esquina solitaria de este mi cavilar insepulto.

Quizás si el más lejano pero no por eso menos importante fue a quien motejé como el gentleman de la basura y con él comienzo este rosario perlado que impedirá que aun en presencia de mi muerte, mi memoria insomne abandone su porfía, a pesar de las bombas y los aluviones de barro y piedra y de las sonajeras de tanto insulso que le da y le da por golpear la puerta como si debiese estar abierta para tanta ingenuidad.

El Gentleman de la basura

Tal vez sea el invierno la época más propicia para los hallazgos. Los míos. Alguna noche bien palabreada, y dudo que no haya sido bajo el influjo de un cabernet sauvignon baratito, confesé a una muchacha que las soledades que me ha sido dado afrontar no han sido del todo ingratas. Espero que lo haya hecho a lo Anthony Hopkins y no a lo Jim Carrey. Mal que mal, en esos casos el planeta
entra por las ventanas que si bien no se han abierto por tu causa, lo están ya para tu uso y si eso ya no es algo, qué cosa lo es buena moza por Dios. Tus ojos dejan de ser ventanillas para tornarse en enormes ventanales dispuestos a atraer
los monstruos y las bailarinas y las alimañas, y las músicas y los ruidos, y las luces iridiscentes y las oscuridades más absolutas. El mestizaje desopilante y desordenado, sin concierto posible y venido de esa calle tan mal reputada por mi madre o mi tía, puede ofrecerte sus encantos con la estridencia de una hetaira, o la minimalidad de un monje tibetano. Es la universidad más digna del azur que rodea el gris de mi cuarto de adolescente en un departamentito lleno de objetos caóticos dispuestos, según se creen ellos, para formar algún armónico orden que se conjuga con las de mi madre o de mi hermana menor. Y nada. Sólo el caos por sí, ante sí y porque sí. Ni comparado cuando estoy en alguna compañía: mis ojos vuelven a ser el ojo de una cerradura o de una cámara de cine. Me vuelvo a las cuatro paredes de algo parecido al hogar.

Y en invierno…, cuando personas y objetos se acurrucan en busca de capear el frío mañanero, con la noche lenta en su abandono, enfilo de mal genio y sin gana alguna a mis estudios, envuelto en la carreteada parca y el chaleco grueso y la
bufanda y los guantes, y antes de concluir la bajada por las escaleras del edificio, aún con el sopor de una vigilia de estudios urgentes, doy con el estacionamiento del conjunto y veo entrar por el portón ya sin cerraduras a un señor muy elegante
y digno empujando un triciclo lleno de cartones y papeles muy bien amarrados, amén de otros tesoros, hacia los tambores de basura, ya auscultados por los perros de la noche o por la competencia que le antecedió.

Cuando alguien conocido o no, te dice buenos días o buen día, puede que te deje indiferente este formulismo. Puedes seguir tu tranco sin necesidad de acordarte de acontecimiento tan corriente. Hay tantas formas de proferir este saludo, algunos con gracia, otros con sensualidad, otros con cierto aire mecánico y plano.
En particular me desarman gratamente aquellos de tinte melancólico. Hacia la calle Ramón Toro Ibáñez ex Uno Oriente confluyen muchos pasajes con nombres de pájaros, pero con gente modesta y de bajísimo perfil, muchas veces de discutible ralea, y de saludos aspirados cuando ocurre. Alcanzas a saber que fuiste saludado por el ademán de la cabeza, por la mirada, por la sonrisa o porque alcanzaste a escuchar “…días”, o porque supusiste que te dirigieron un saludo. Respondes a la altura del tono del saludo, o de la calaña porque hay
veces en que sólo un levantamiento súbito de mentón es suficiente. Pero cuando ese señor me ofrendó sus buenos días, lo hizo llevando su diestra a la visera de su gorro, inclinó un poco su cabeza a la manera que se ve en las películas, y con una dicción tan impecable que consiguió estremecerme, sobre todo con el color de su voz. Intentar igualar la belleza de ese saludo me es imposible. Tampoco he presenciado más ese gesto.

Y de su atuendo, qué puedo decir… No importó en lo absoluto, pues, una polera raída y sucia, usando un pantalón corto a pesar del frío rotundo, también con las hilachas colgando y manchado con un sebo brillante, una chaquetilla de buzo también dentro del ámbito de tal indumentaria..., no lograron hacerme pensar que ese señor no fuese un gentilhombre en toda la envergadura de la palabra.
Un caballero elegante, un gentleman de rancia usanza que abordaba los tarros de basura con estilo, que fumaba su pucho trasnochado con galanura mientras hurgaba los desperdicios.
Debía entonces bordear los cincuenta años.
Desde esa mañana lo vi con relativa asiduidad. Por lo general día por medio y me alegraba saludar a tan insigne personaje. Durante varios años hasta que me mudé con la madre de mis hijos, este suceso reportaba que si me asolaba de pronto un incordio o la mala fortuna, había quién me mostrase que se podía mantener la frente en alto y ofrecer una sonrisa de todos modos. Confieso que a ratos la vida me dobla la mano, pero cuando cuento esto, no es para aleccionar a nadie, es para, mientras estas palabras se largan al universo, continuar
aprendiendo, madurando que la dignidad es un elemento vital, único e intransferible. Pero si todo va como debe, puede resultar contagioso. Año tras
año de amables fórmulas del saludo no significó que pasáramos a inaugurar otras palabras de intercambio…Así fue, simplemente. Y punto.
¿Qué habrá sucedido con su vida? De esto harán cerca de veinte años. Es posible que aún esté con vida, pero cuando consulto sobre él a mi madre, que
aún vive en el edificio, no acierta a relacionarlo con nadie de las características que le narro. A ratos creo suponer que sólo fue mi ilusión como una suerte de amigo imaginario, sólo que entonces ya estaba grandecito para esas sandeces de impúber. Hoy es parte de mi arrastre asombroso. No dejo (me niego a ello) que este hallazgo invernal se desvanezca con mi adultez responsable y coherente. No intento tampoco maravillar con un suceso que podría parecer insustancial y falto
de interés, pero sí pretendo traspasar mi conmoción, mi sensación de pequeñez ante la tremenda estatura de algunos que son aparentemente pequeños, pero cuyos flancos aún no logro abarcar…

Manuel Urra

Sentados en la cuneta, un termo con café y algunos sánguches de cualquier cosa, un montón de papeles dispersos en torno nuestro, dos o tres quiltros que miraban y se relamían, los transeúntes rodeándonos para no importunar el picnic, los autos rampantes hacia la rotonda de Departamental con Américo Vespucio, hablábamos de libros con Don Manuel Urra, mientras comíamos con ganas. Yo le nombraba que leía a Asimov o a Tendriakov y don Manuel me recitaba su linaje, y me decía que así no se pronunciaba. Que era Yiisaaac Asiimof, de origen judío ruso. Igual cosa hacía con Isabel Allende o con Sábato. Era extraño puesto que jamás me di a la tarea de corroborar su información, me daba lo mismo si era cierto o no. La gracia estaba en cómo contaba sus asuntos y en el modo en que estaba dispuesto para una buena charla cuando me sorprendía embebido en una lectura, haciendo la caminata larga hasta mi casa.
Soy el clásico lector caminante y distraído que siempre está al borde de ser atropellado, o de tropezarse o candidato a un hoyo.

Es interesante abordar la circunstancia en que conocí a don Manuel Urra. Le divisaba en su rutina deambulando por avenida Departamental, o sentado en unos de los paraderos de micro de la calle, mientras se dedicaba a ver pasar hipnóticamente la enorme cantidad de vehículos en carrera hacia cualquier parte.
Gordo de estatura baja, siempre cargando con un pendular osezno un par de bolsas gigantes atiborradas de cuerpos Artes y Letras de El Mercurio. Fue el 1° de agosto de 1992. Mi hijo Daniel cumpliría pronto 8 meses de vida, y lo recuerdo bien porque ese exacto día se celebraba el Día del Niño, por lo que como padres primerizos y orgullosos, íbamos con Cecilia, su madre, caminando entusiastas hacia Vicuña Mackenna con la grata misión de comprarle un regalo al retoño.
Antes de llegar a la estación del metro reconocí a don Manuel que venía y se nos acercaba cargando sus bolsas en un acto digno de manda. Verle con su ropaje sucio y pesado (calor o frío, siempre abrigado), me hizo cuestionar mis intenciones de ir a gastar dinero en algo quizás menos apremiante que un plato de comida para ese pobre hombre. Craso error. Cuando lo abordé para entregarle un billete de quinientos pesos para que se comprara algo y calmar con ello mi conciencia culposa, me miró extrañado, sonrió con sus dientes amarillos y
escasos, y haciéndole nerviosamente el quite al billete sin soltar sus bolsas, me dijo “no. Si yo tengo. Gracias…” Y siguió su camino…

Juro que eso me marcó para siempre.
Fue el primer encuentro frontal.

Con el tiempo, sus comentarios en voz alta cuando me divisaba caminando y leyendo muy concentrado cualquier libro, empezaron a interesarme más en su
persona. Sobre todo cuando comentó un extracto de Odisea 2001, y se refirió a la Teoría del Tiempo de Einstein para complementar el rol del misterioso monolito que aparecería en ese libro y en la zaga. Como ya comenté, verdad o no, me daba lo mismo. El sólo hecho de intercambiar nociones a propósito de un libro cualquiera, ya hace la diferencia y torna el momento en, no sólo vivible, sino digno, como se ve, de añoranza. En lo sucesivo acontecimientos similares me llenaron de interrogantes sobre don Manuel. ¿Quién era don Manuel Urra? ¿Porqué su mendicidad, su ostracismo? Un día mencionó que fue profesor de educación básica y que había llegado a ser director de un colegio hasta que se
trastornó. Le creí porque he conocido personajes de esa índole en un internado siquiátrico (sin P), que se la pasaban dibujando casitas con cerros y árboles con manzanitas bien rojas. A ratos mencionaba que recibiría en cualquier minuto una
herencia y que me ayudaría. No dudo de su intención. Y esos diarios los conseguía con la gente que le frecuentaba y daba de comer a menudo, y los reunía para jóvenes estudiantes universitarios sin dinero. Sin embargo, jamás vi que esos pesados periódicos mermaran. Por eso me consideré afortunado de compartir muchas veces la mesa con él, aunque esa mesa fuesen pastelones, o un paradero o cualquier lugar que una vereda poco transitada por peatones, permitiera compartir un pan o un té.

Hoy lo diviso muy a lo lejos. Cuando de vez en cuando visito a mi madre. No sé si se acuerde de mí o tal vez cuando me vea, tengamos que volver a comenzar de cero: Hola, soy Venicio. Urra..., Manuel… Me sucede a menudo y no descarto
reanudar este lazo de ese modo. Bien vale la pena y creo que me hace más bien a mí que a él. Cable a tierra que le llaman…

Texto agregado el 02-04-2004, y leído por 382 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
03-04-2007 Me has sacado un trote estimado Venicio, recuerdos que plasmas con tanta vigencia, en forma amorosa, educada y respetuosa, admiro tus palabras sin decoros rebuscados, asi sobrios simples y sencillos, excelente ensayo, en una de esas prueba con el Sr. Urra, quizás sólo baste un saludo para reiniciar una buenísima conversación, tus *****y mis brisas sureñas. cochalluyo
04-05-2004 Y?... sé que algo tengo que decir no?, para eso está este espacio chiquito en blanco... sé que puedes figurarte la situación: el ladrillazo en la cabeza y, de pronto, el mareo de imágenes... otras, distintas, pero antiguas... conocidas quizá. Podría decir que esto que leí es hermoso pero ese no es el término preciso... quizá puedas abrir el cajón de los recuerdos (que seguro tienes por allí guardado... "refundido" como dicen los de acá) y ayudarme con el término, quitarme el nudo de la garganta, de los dedos... pero sobre todo del corazón. Y? rithza
21-04-2004 Esto es la creme de la creme. No tengo palabras para que entiendas cuanto me ha gustado. Genial. Gabrielly
13-04-2004 Así de sopetón entré en tu largo relato, me suele dar miedo la extensión de palabras en la página. Un placer, dice "hache", una maravilla "MCavalieri". Que me he quedado sin palabras, Venicio. Dale, dale al teclado que es un gusto para el alma leerte!. Paso a votar, en justicia. maravillas
12-04-2004 Excelente trabajo, como siempre. Ha hecho con el texto lo que se le ha venido en gana, toda musicalidad y sin perder la perspectiva. Saludos suninmymouth
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