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La amante del coronel



Era viernes en la mañana. Raúl se había quedado en casa después de una noche de tragos, humo y, por supuesto, desorden. No se pudo levantar para ir al trabajo. Abrió los ojos y lo pensó largos minutos mientras veía unos mosquitos cabriolear por el techo. Finalmente llamó a su oficina y se hizo el enfermo. Y enfermo precisamente se sentía. Bueno…, en su caso hay quienes son invencibles.
—Buenos días, Almacenes Despradel —contestó Nancy, la recepcionista.
—Hola Nancy, buenos días, ¿cómo está todo? —preguntó Raúl, asombrado de lo grave que era su voz: se oía como una tuba.
—Buenos días, Raúl.
—Nancy, te llamo para que sepas que tengo que ir al médico y hacerme unos análisis. Hablamos más tarde, cualquier cosa estoy en el celular —dijo y cerró.
Permaneció observando el techo y el tango de los mosquitos. En realidad no podía moverse y si lo hacía, sentía como si un tubo le golpease la cabeza. Estaba untado de la cama y con los dedos de la mano derecha se apretaba las sienes. Le echó un ojo a la mesa de noche, vio la gaveta semiabierta y pensó si era posible que hubiera allí un frasco de Tylenol. La posibilidad era remota. “¿Qué diablos voy a saber yo en estas condiciones lo que puede haber en esa gaveta?”, pensó. Resacado y con frío, empezó hacerse las preguntas clásicas de siempre y hacer las mismas promesas. “¿Por qué bebí tanto?... No lo vuelvo hacer, bla bla bla”. Pero eso no era nada comparado con la desazón moral, fruto de recordar y de no recordar la cantidad de porquerías que habló.
Se sentó en la cama, mirando fijamente las texturas y las bolas fibrosas de su pequeña alfombra barata. Lentamente apartó con sus pies todo lo que había encima, para así poder verla desnuda. La miró con buenos ojos. La palabra “Welcome” le daba los buenos días. Soñoliento se puso de pie sobre ella. De repente, oyó un resuello fuerte a su espalda y se dio la vuelta. Alucinado, se dio cuenta que no estaba solo. Raúl miró a Gabriela sin saber si cuando cerró los ojos por última vez ella estaba en su cama.
—¡Hey!, pensé que era una bestia salvaje que estaba en la cama —le dijo Raúl, tratando de reírse, todavía con un insoportable dolor de cabeza.
—Búscame agua, por favor —le dijo Gabriela, quien resolló aún más fuerte.
—¡Diablos!, mejor sacúdete la nariz, ¿no crees? —dijo Raúl, asombrado.
—No puedo sacudirme la nariz —respondió Gabriela.
—¡Increíble! Claro, te busco agua, pero creo que necesitamos algo más que agua. Y, ¿qué pasó anoche? ¿Qué haces tú aquí? ¿No tienes que ir al trabajo?
—¡Que me buque agua, por Dios!
—¡OK!, ya vengo —dijo Raúl.
Gabriela se encerró en el baño, también con la misma ropa que llevaba puesta la anoche anterior: jeans apretados, un t-shirt blanco con el logo de un taller de mecánica de los años cincuenta, y unas botas de piel indígenas. Su pelo largo marrón estaba descompuesto y recio por todo el humo de cigarrillo y el sudor. Sin embargo, paralizaría el tránsito de cualquier esquina en cualquier ciudad del mundo. Esto era parte de su rutina: encerrarse en el baño y empezar el proceso hacia la normalidad: primero vomitar (lo hacía de la forma más discreta posible, Raúl regresó y ni se enteró), y segundo, beber café, mucha agua y empezar a fumar.
—¡Ah!, qué bueno, jugo —exclamó Gabriela después de escupir un enjuague de Listerin.
—Ya puse a colar café —dijo Raúl— Tú quieres café, ¿verdad? —Y ella asintió.
Se bebieron el jugo frente a frente y de pie. Pusieron los vasos en la mesa. Luego se miraron y se besaron arrojándose a la cama. Raúl volvió a mirar al techo buscando los mosquitos que ya no estaban.
—No me siento bien —dijo.
—¿Necesitas algo? —Dijo ella.
—Un jacuzzi. ¿Te gustan los jacuzzis? —pregunto Raúl.
—Claro, ¿a quién no? —dijo Gabriela.
—¿Calientitos? —preguntó Raúl acercándose un poco al rostro de Gabriela.
—Yo quiero uno para instalarlo aquí mismo en mi cuarto, ver películas en él, comer en él, cenar en él. No podría dormir en él porqué me podría ahogar.
—Me avisas cuando tengas uno y lo estrenamos —dijo ella riéndose. Y empezó a masajearle la cabeza.
—¿Sí? ¿No sabes dónde hay uno? Me gustaría ir ahora mismo.
—Ve a Carabela, porque yo no me voy a dar un motel ahora ¿Estás loco? —dijo Gabriela riéndose.
—No, no, no, no... quiero meterme en uno que esté funcionando. Y no estoy sugiriendo un asqueroso motel. ¡Por Dios!
—Cuando me tope con uno te aviso —dijo ella, preguntándose qué era lo de él y los jacuzzis.
—¿Y andas cerca de ellos? —preguntó Raúl.
—Lamentablemente no.
—Tengo siglos que no veo uno... Son como los cometas, los jacuzzis —dijo Raúl— Sólo tengo una ducha.
—Pero debe ser mortal y grande para que funcione —dijo ella, siguiéndole la corriente.
—Ummmm, quizás si lleno la bañera de agua caliente y le meto la licuadora adentro haga uno, homemade... ¿qué crees? Y lo lleno de espuma. Sí, eso haré —concluyó Raúl excitado con su brillante idea.
—¿Quieres electrocutarte o que te electrocuten? De eso depende…
—¿Por qué? —preguntó Raúl.
—Si metes la licuadora en la bañera te electrocutas —dijo ella, ya un poco cansada del tema.
—¿Ah sí? ¡Quiero burbujas!... ¿Tú sabes que la palabra jacuzzi no es más que una marca?”
—¿Cuál?
—Jacuzzi es una marca. Viene del apellido de Cándido Jacuzzi. Él fundó la compañía que se inventó la bañera con chorros de agua comprimidos. ¡Qué apellido más cool!, ¿eh? —dijo Raúl— ¿Cómo se dice jacuzzi en español? ¿Qué es un jacuzzi en español? —volvió a preguntar.
—Mira, no sé y creo que ni me importa. ¡Yaaaaaaaaaaaaaaaaa!
—¡Qué vergüenza! No hay una palabra en español para algo tan increíble como un jacuzzi. Quiero una bañera con chorros de agua comprimidos. ¿Tú te imaginas nosotros ahora mismo arropados por la espuma blanca?
—¡Ahhh!, date una ducha y deja de joder —dijo por fin Gabriela.
Hicieron el amor.

—¡El café! —gritó Raúl corriendo hacia la cocina.
Gabriela se puso de pie, se vistió con una camisa de él, caminó hacia la sala y encendió la TV.
El apartamento de Raúl era un lugar diseñado para que siempre fuera de noche, no importaba la hora; no había forma de que entrara luz solar por ninguna parte. Técnicas de vampiros, gente de la noche, de la oscuridad. CNN estaba puesto en la TV y algo había pasado. A la famosa Anna Nicole Smith la han encontrado muerta en su habitación, en un hotel en la Florida. La noticia llamó mucho la atención de Gabriela quien subió el volumen para escuchar todos los detalles. Aparentemente nadie sabía nada, o la historia no la habían escrito todavía. Sólo se veían los detalles que todo el mundo sabe de la inmensa rubia. Raúl acercó con dos tasas de café y tostadas.
—Esta vez lo esperé —dijo con una sonrisa —¿Qué te pasa? — preguntó, sentándose junto a ella en el sofá enorme, lleno de cojines y almohadones.
—Se murió la Anna Nicole. Qué mala suerte ha tenido esa tipa. Toda tragedia —dijo, un tanto pesarosa.
Raúl se puso de pie y fue a ponerse algo de ropa, mientras le decía a Gabriela: —Ummm. ¿Tú crees? ¿Te da pena? Pena da que ahora uno tiene que chuparse horas y horas de ella por televisión. ¿No crees? Una striper que salió en Playboy y se hizo famosa, se casó con un viejo millonario de noventa y pico de años, obviamente por su dinero, y todo el drama después de su muerte porque no le dieron un chele. Toda drogada, dándole un súper ejemplo a su hijo, dando lástima a la vez, los pobres, aunque dicen que era una buena madre. Pero ¿qué te digo?: esa no es la forma de alcanzar el sueño americano, querida. Todo un fiasco, porque la familia del viejo no le quiso dar el menudo que ella tanto se merece—. Hablaba con un tono sarcástico, ya sentado junto a ella, tomando el café. —Da pena que en este momento haya filas de múltiples cuadras para comprar un miserable Playstation, y también haya filas enormes en otros lugares por comida, pan, agua. Sin mencionarte nuestros ya conocidos bomba suicidas, ¡uf!, esos sí que dan pena, los niños y las mujeres inocentes que mueren. Para decirte la verdad, ella se lo buscó, ¿no quería ser Marilyn Monroe? Ahí está. Un problema. Esa mujer era un problema. Quién sabe, quizás la mataron. Pero de que sea noticia, no creo. Hay héroes que mueren a diario que no ven ni la última página de ningún periódico. No, el Obituario no está en la última página. Bueno…, el hombre Cocodrilo sí pero, ¿te digo algo?: ése jugó a la muerte toda su vida. Me dio mucha pena ver a su familia en el funeral, ¡sus hijas eran bellísimas! Te digo: la televisión está llena de mundos extraños, ¿no crees? Y también crean mundos extraños para otros. Como algunos simios que la ven. Por mi parte, lo más triste es que no sea noticia que este maldito Gobierno no ha metido a nadie preso y también que no sea noticia que sí lo han hecho.
Gabriela prendió un cigarrillo —Voy a abrir la puerta, y sentémonos en el balcón. Necesitas aire, amor.
—Sí, claro, ven, te mostraré uno de mis mundos favoritos —dijo riendo a carcajadas.
Se sentaron en el balcón en sendas mecedoras antiguas rodeadas de tarros con diferentes plantas. Los hierros del balcón estaban llenos de matas colgando. Con la brisa gentil de la mañana sonaban campanas. Se podían a oír el trabajo de los obreros haitianos, el caminar por las calles. Parecía un hormiguero. Era obvio el porqué Raúl tenía su balcón prácticamente cubierto: por la cantidad de torres que crecían por todas partes. Las técnicas vampirizas no solo se explicaban por la luz, el cemento que volaba por el viento llenaba el piso de polvo blanco o más bien cenizas.
—Parecen esclavos, ¿verdad? —dijo Raúl, ahora con pena— ¿Tú sabes que de los 70 carritos que venden helados Bon por las calles dos son operados por dominicanos?
—Sí, es increíble. Pero menos mal que alguien quiere venir a hacer ese trabajo, ¿no? —dijo la muchacha sin saber mucho del tema, siempre tratando de aliviar las cosas que seguro le molestaban, que seguro él quería cambiar. Ella era su amiga primero que nada, pero hasta ahí llegaba. Nadie podía entrar en ese camino y no era saludable cuando las llamas de Raúl ascendían salvajemente.
Desde donde estaba sentado, Raúl podía ver el balcón vecino, un balcón totalmente desnudo, de rejas oxidadas y piso de cerámica. Alcanzaba a ver una silla plástica, de ésas que hay en cualquier colmado, y la puerta de cristal corrediza abierta, con una cortina blanca que flotaba al viento.
Un hombre salió por la puerta vestido de saco negro, camisa blanca, corbata negra. Parecía hallarse en territorio desconocido, como buscando algo y reconcentrado hasta que escuchó conversar a Gabriela y Raúl… Por entre las matas de su balcón, Raúl logró encontrar los ojos de este hombre al cual él nunca en su vida había visto.
Gabriela, aún de espaldas, notó que a Raúl algo le había llamado la atención. —¿Qué fue?— preguntó, dando una chupada al cigarrillo.
—Un tipo extraño acaba de salir de ahí, de al lao —dijo Raúl, casi susurrando.
—¡Vargas! —se oyó a alguien desde adentro del vecino apartamento.
Gabriela ahora tenía excusa para darse la vuelta y ver quién diablos estaba a sus espaldas. Vargas también la vio y entró al apartamento. Raúl se puso de pie, alerta.
—Voy pa' dentro —dijo.
Ambos entraron y cerraron la puerta de cristal y las cortinas.
—Ta raro eso, ¿eh? —dijo Raúl.
—¿Y por qué razón? Ahí vive gente. Tu querida vecina. ¿Qué importa que tenga visita? —dijo ella.
—Ummm, tienen que ser ayudantes del coronel. Ahí sólo entra un hombre, cariño —dijo Raúl un poco preocupado.
—¿Qué coronel? ¡Ah!, el novio de la vecina. O mejor dicho: el amante —dijo ella con sarcasmo.
Raúl la miró a los ojos —¿Y ella no te da pena? Esa niña tan linda, esclava de un patán militar, ¿eh? —dijo, un poco incómodo, evocando las tiernas miradas que su vecina le daba cuando se encontraban en el ascensor o en el parqueo, la atracción que sentía por ella crecía cada vez que la veía u olía su aroma por los pasillos del piso.
—¡Ay, Dios mío, cuánto amor siente el niño! No te apures, que no me pongo celosa —dijo ella entre risas. De repente timbró su celular y ella contestó. Raúl se perdió por las habitaciones y luego regresó.
Gabriela lo miraba detenidamente a los ojos.
—Yo toy segura que tú se lo metes a esa pobre campesina —dijo.
Raúl miró hacia el techo y abrió los brazos como pidiéndole ayuda a Dios.
—Bueno... Me tengo que ir. Lucía necesita que le lleve unos artes que tengo en la casa para la cuenta que está trabajando —dijo la muchacha y pasó a la habitación a ponerse ropa —¿Y tú no piensas salir de tu cueva hoy? —preguntó a Raúl.
—Sí, tengo que ir al banco y resolver unos asuntos en aduanas. Nada maravilloso —contestó él, desganado e incómodo. Su sentido de humor había desertado. La acompañó a la puerta e intercambiaron unas últimas palabras.
—Tienes que soltar todos los mundos, Raúl, los llevas todos en los hombros. ¡Libérate! Te quiero mucho —dijo Gabriela con la mayor sinceridad y compasión.
—Sí, sé que tienes razón. Quizás nos vemos esta noche a la misma hora y por el mismo canal —dijo Raúl, sonriendo al abrir la puerta y dejando de sonreír rápidamente cuando la abrió.
—Buenos días. Asistente fiscal Vinicio Vargas y él es el teniente Ignacio Cabrera. Perdonen la molestia, pero necesitamos hacerles unas preguntas. Por favor, si nos permiten —dijo el Fiscal Vargas tratando de ser lo más profesional posible. Se notaba cierta inexperiencia. Cabrera era un hombre “jabao”, pero no alvino, con un semiafro dorado. Tenía puesto un polo shirt Tommy Hilfeger falso, rojo como la sangre y un pantalón negro. Mantuvo silencio y no hizo un solo gesto.
—Buenas. Con todo respeto, ¿me podría enseñar alguna identificación, por favor? —dijo Raúl muy alterado por la sorpresa.
—Sí, como no, ¿señor...?
—Raúl Despradel —respondió Raúl. El fiscal Vargas y el teniente Cabrera mostraron sus identificaciones.
—¿Ha pasado algo, señor Vargas? —preguntó Gabriela— ¿En qué podemos ayudarlo?
—¿Ustedes viven juntos? ¿Son marido y mujer? —preguntó el fiscal Vargas.
—No vivimos juntos y no somos esposos —respondió Raúl.
—¿Y qué son? —preguntó el fiscal Vargas.
—¿A qué se debe esta pregunta, señor? ¿A quién le importa tanto nuestra vida privada? —preguntó Raúl incómodo.
—Perdón, señor fiscal, mi nombre es Gabriela Serulle, soy una simple amiga, una muy buena simple amiga —dijo Gabriela al fiscal Vargas, sincera y simpática, mirando a Raúl con una sonrisa.
—Entonces, ¿quién vive aquí, usted o usted? —preguntó el fiscal Vargas.
—Yo vivo aquí, señor —dijo Raúl, mientras hombres y mujeres entraban y salían del apartamento de la vecina. Obviamente, algo había ocurrido, el ministerio público estaba trabajando. Raúl bajó la guardia. —Venga, pase por favor, y perdone la forma, es que las cosas no están nada fáciles. ¿Me entiende? —dijo Raúl.
Ellos asintieron y entraron al apartamento. Se sentaron en el comedor. De inmediato Gabriela les trajo una bandeja con vasos y una jarra con agua.
—¿Usted conoce a su vecina? —Sacó un papel para acordarse del nombre: Yoelly Contreras.
—Sí, cómo no, es mi vecina. ¿Le ha pasado algo? Digo, es obvio —dijo Raúl, curioso y ansioso a la vez.
—Ha muerto.
—¿Qué?, pero, ¿cómo va hacer? Y ¿cómo y por qué? —preguntó la sensible Gabriela.
—¿Cuándo fue la última vez que uno de ustedes la vio? —preguntó por fin el teniente Cabrera, con un acento puro banilejo.
—Pues no sé, no recuerdo. Generalmente nunca coincidimos. Pero, ¿qué fue lo que pasó? —exclamó Raúl.
—Pol favol, trate de hacé memoria, ella e' su vecina. Uté tiene que verla y por lo cerca que tan, oíla también —dijo el teniente Cabrera.
Raúl y Gabriela estaban atónitos. ¿Quién podría creer que una joven tan hermosa como Yoelly Contreras pudiese estar muerta. Raúl, con los ojos bien abiertos, trataba de pensar qué le pudo pasar a su vecina. Él sabía que ella estaba protegida: era la amante de un coronel con bastante poder y si el coronel tenía algo que ver con su muerte seguro que estos dos sólo tenían que tirar su cuerpo en algún arroyo. “Aparentemente el coronel no sabe nada”, pensó Raúl. “Una muchacha de diecinueve años, con toda una vida por delante, ¿por qué está muerta? ¿Cómo diablos pasó eso?”
—Fiscal Vargas, por favor, ¿qué le pasó a Yoelly? —preguntó Raúl, con tono tristón.
—La encontró la muchacha de servicio esta mañana en la bañera. Se electrocutó —dijo el fiscal.
—¿Y cómo? ¿Con qué? —gritó Gabriela.
—Encontramos una licuadora eléctrica con ella, estaba sin el contendor. También tenía en la mano un pote como de shampoo o algo así. ¡Vainas de mujeres! —dijo el fiscal Vargas.
Gabriela se sorprendió aún más, y mirando a Raúl, preguntó: —¿No habrá sido un accidente, señor fiscal? —Y empezó a llorar.

Texto agregado el 29-12-2007, y leído por 427 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
22-07-2010 MUY BUENO...A VECES TE PASAS JAJAJAJAJAJAJJAA siv_07
07-07-2010 Si, el principio, me ha gustado, y como se ha ido desarrollando, el final tambien. Bueno.** luciernagasonambula
12-02-2008 Me recordo a mariel y el capitan de sui generis...en historia y genialidad blustory
12-02-2008 Muy buena historia...Buen tipo raul, me gustaria conocerlo. Y la moraleja....Para jacuzzi estan los moteles! blustory
06-02-2008 Me gustó mucho, amigo. Mucho. Muy pocos manejan los diálogos tan fluidamente como vos. Te felicito. Gui EstatuaconEpilepsia
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