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Inicio / Cuenteros Locales / NakaGahedros / La Escerción cap4: Logregard (Parte 1)

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El clamor de fuertes gritos resonó en el lugar y se alzó por sobre los truenos, así el caminar cansino de los Ekermas se transformó en carrera. Desde las empalizadas los soldados observaron impacientes y esperaron a que llegaran a su rango de tiro. Hubo un griterío prolongado de los que corrían a campo abierto, las espadas y las hachas se movieron en el aire, cada vez estaban más cerca de la colina coronada por la ciudad y ya casi entraban a la distancia límite para que las balistas les lanzaran la primera descarga

El viento dejó de soplar y repentinamente el sonido de quejidos y gritos llegó a Sarlos; los Ekermas se detuvieron de pronto, no por seguir las órdenes de algún comandante, sino que todos por su propia voluntad y al mismo tiempo, no hubo más ruido por unos instantes. La calma reinó, pero tan frágil que con un murmullo se perdió en un instante. Voces extrañas se alzaron desde las lejanías. Los Ekermas giraron y blandieron sus armas en dirección opuesta a la ciudad, un grupo se refugió detrás de las primeras filas, pero parecían ser mujeres y niños los que se escondían.

Miles de silbidos rasgaron el aire y dieron lugar a gritos de agonía. Veloces dardos y flechas llegaron desde los lados y desde atrás, dándole a las primeras filas de guerreros; sin escudos con que resguardarse, murieron cientos en segundos, tiñendo los pastos de roja sangre. El resto de la resistencia de las tropas que seguían plantadas delante, fue ultimada por un grupo desconocido de guerreros; los niños y las mujeres no corrieron con la misma suerte, pues pudieron emprender la huida mientras que los otros combatían delante contra un enemigo desconocido para Nagnárdos y Anarassar por igual; qué fue de esos Ekermas en fuga, no lo supieron, pero sus atacantes no les prestaron mucha atención.

Desde las murallas los soldados miraban atónitos el desarrollo del inesperado espectáculo ¿Quiénes eran esos que llegaban a ayudarlos contra sus enemigos en su hora peor? ¿Eran en realidad mujeres y niños los que habían creído ver desde los muros, huyendo hacia el oeste y el norte, desparramados por toda la pradera? Ninguno halló respuesta por el momento. Todos observaron la lucha, más bien una matanza, y agradecieron a quienes les otorgaran tan valioso regalo.

Bastaron unos pocos minutos para que el trabajo y sacrificio de fortalecer la ciudad por tantos días parecieran innecesarios, pues todo el ejército de los invasores fue derrotado en instantes.

Las flechas dejaron de volar y el ruido del corto combate cesó; se oían lamentos y llantos. Los soldados de la empalizada buscaron con la vista a los que habían atacado, pero lo que hallaron fue lo último que pudieron esperar. Desde las colinas y los pastos altos surgieron miles de extrañas criaturas, gritando y celebrando por su victoria como si fueran hombres comunes, aunque causando terror a los soldados de la ciudad. Parecían ser, según se tenía conocimiento por medio de las historias del oeste, criaturas de las sombras, llamadas Hassarak-Kurakenn, nombre dado por los enanos Erekrand cuando sufrieran sus invasiones en las montañas del norte y el oeste. Comúnmente, los enanos los llamaban Hassarakenn, aunque en otros pueblos ese nombre había sido simplificado y los conocían como Hakenn, en singular, y Hathenn, en plural. Los Noldai, por su parte, los llamaban Gotoros, aunque también recibían muchos otros nombres.

Las que llegaban ahora, eran criaturas de complexión humana y de la altura menor a la de una persona ordinaria, andaban levemente encorvados. Su piel presentaba un aspecto reseco y curtido, casi lisa, de tonalidades que variaban entre el ocre, el amarillo pálido y el blanco; de grandes ojos rojizos o café y pequeñas orejas que continuaban la protuberancia de sus pómulos marcados. Sus bocas, llenas de blancos dientes en hileras parejas, no eran muy grandes, y sus narices eran apenas unos hoyuelos cercanos al entrecejo. Llevaban los largos cabellos trenzados o atados, siempre cubriéndoles las espaldas y con la frente despejada; sus cuerpos estaban ceñidos con armaduras, escudos y armas de apariencia ordinaria, pero bien fabricados en cuero y metal. En su mayoría iban pintados en los rostros, con colores negros y amarillos que describían extrañas tramas angulares y curvas que se cruzaban. Su vestimenta constaba principalmente de cueros o telas de colores oscuros y eran prolijas y de gran belleza a pesar de las extrañas criaturas que las portaban; resultaba curioso que no portaban ningún tipo de enseñas, ni estandartes ni símbolos pintados en sus escudos o ropajes.

En el campo de batalla, que era ahora un regadero de muertos, los Hathenn revisaban a los caídos y pareció que recogían un par de armas y las envolvían en telas blancas. Cuando terminaron con esas actividades, luego de recoger sus proyectiles y retirar a sus pocos muertos, se reagruparon y en formación perfilaron hacia la ciudad, no habían envainado las armas, tampoco parecían relajados, se hacía evidente que no se dirigían a Sarlos con intenciones pacíficas.

A los Nagnárdos le dio un vuelco el corazón cuando lo notaron, los Anarassar no hicieron tan patente su sorpresa. Nunca se había visto algo así, ser asistidos para luego ser atacados de inmediato por la misma gente era algo inaudito ¿qué extraños motivos los podían estar llevando a actuar de una forma tan incongruente?

Muchos de los soldados que ahí se encontraban, no entendían lo que pasaba, ya fuese por el miedo o la sorpresa, aunque algunos otros sí creyeron hacerlo: era una muestra de su poder, por eso habían matado a los Ekermas, para demostrar su superioridad. También era por ese motivo que aún no atacaban, habían frenado su avance y se mostraban desde lo lejos para causar impaciencia y ansiedad, para esperar el inevitable terror y aprovecharlo ¿Pero en verdad hacía falta tal cosa? Cualquiera hubiese actuado distinto desde el inicio, dejando que Ekermas y Nagnárdos se debilitasen entre sí para rematarlos con más facilidad, si bien es posible que los Hathenn temieran que los enemigos se uniesen ante un enemigo común, eso tampoco los justificaba, porque podrían haberse prevenido de ese desenlace fácilmente con solo evitar mostrarse ante los muros de Sarlos.

Un fuerte murmullo se elevó de pronto en la lejanía del campo, los elfos y hombres miraron con atención lo que sucedía frente a sus muros. En el centro del campo las filas se abrieron y dejaron paso a una mole inmensa que se movía lentamente con pasos pesados, solo los elfos pudieron distinguir su terrible figura desde lo lejos. Era de cuerpo robusto y en apariencia algo desproporcionado, los brazos parecían mucho más gruesos que lo normal y sus piernas eran como las de un animal, peludas y rematadas por cascos; la cabeza se veía pequeña entre los grandes hombros. Su altura superaba la de un Enurco adulto, a pesar de estar algo encorvado, y estaba totalmente cubierto por una coraza azulada, aunque sus inmensas hombreras eran plateadas, con rostros malignos adornándolas; de ellas colgaba una pesada capa roja hecha harapos. Cubriendo su cabeza llevaba un yelmo abierto del estilo de los enanos, aunque él no llevaba máscara. Su cara no se distinguía, era de una lobreguez profunda en la que solo se notaban unos ojos de brillo rojizo, sin pupilas, y a los lados ostentaba unos cuernos recios y sólidos como los de un carnero; un largo y grueso cabello grisáceo se enredaba en ellos y le caía sobre la espalda y hombros. En sus manos traía la mayor hacha que nadie hubiese visto jamás, el mango era más grueso que el tronco de un árbol y más largo que quien lo sostenía, que debía hacerlo con ambas manos, el largo borde filoso estaba mellado y oxidado en las puntas, pero poseía una agudeza tal, que era igualmente capaz de cortar cuerpos a la mitad con un solo balanceo.

La bestia inmensa se movió entre los macizos de pastos que ni las canillas lograban taparle y caminó sin detenerse hacia la defensa de troncos. Su tranco era largo y pesado, y con cada movimiento el metal de su gruesa armadura resonaba por todo el lugar.

Se detuvo frente a la muralla a unos cien metros de distancia antes de comenzar a subir a un pequeño terraplén, donde todos pudieron verlo y notar su enhiesta figura a la perfección. Algunos soldados que se encontraban temerosos pero lúcidos a comparación de otros, dispararon tras la exhortación de un tal Cadron sus flechas al rostro y pecho, pero ninguna consiguió si quiera rayar la gruesa armadura de metal; algunas incluso estallaron al impacto. No hubo soldado que volviera a atacar ni albergara tampoco esperanzas de abatir o siquiera herir a la inmensa bestia, solo se resignaron a esperar el inevitable final.

La mole dio dos pasos más hacia el frente y se detuvo, tiró su hacha al suelo, parecía muy enojada y gruñía por lo bajo, aunque era bastante audible por los más cercanos. Así estuvo por algunos minutos, hasta que por fin pareció calmarse y demostró sus verdaderas intenciones, deseba parlamentar.

-¡No lograrán nada encerrándose ahí! ¡Si no salen todos ustedes compartirán el mismo destino!- señaló al campo, nadie se atrevía a responder, ni siquiera Amalrod, de ánimo resuelto y voluntad férrea -¡Parece que sus palabras son menos abundantes que sus flechas! ¡Se lo han buscado, no habrá para ustedes otra opción que la lucha!-

Recogió el hacha con la misma facilidad que si hubiera sido una rama caída y volvió el rostro a sus tropas, que esperaban su resolución.

-¡Númarharuz!- gritó, elevando su arma.

Desde la lejanía se desató la carrera de los Hathenn, aún más intimidante que la de los Ekermas. Fuertes cuernos de guerra hicieron eco en cada colina de Naignárid mientras fuerzas numerosas se precipitaban sobre la ciudad austral.

Lo que la suerte, tal vez las circunstancias, habían logrado, no lo pudo la palabra. Una batalla terrible había sido evitada para entrar en una que seguramente sería mucho peor.

***

Alduris estaba aterrado en su posición, pero por suerte aun lúcido y dispuesto a disparar alguna flecha al primer Hakenn que se le acercase. Observó a Garndred a su lado y sintió lástima por el muchacho, pues su cara era la viva encarnación del miedo, estaba paralizado de pies a cabeza y no respondía a ningún estímulo. El elfo lo palmeó en el hombro y lo sintió temblar bajo la armadura de cuero, sabiendo que él lo había arrastrado a la guerra. Como se sintió culpable de ese miedo que ahora sometía su compañero y temió por él, decidió evitarle la angustia de la terrible imagen y la perspectiva de una forzosa confrontación. Miró hacia el suelo y calculó la distancia desde la altura donde se encontraba, unos tres metros.

-Si lo dejo caer desde aquí no va a lastimarse- pensó.

Así que luego de quitarle las armas y arrojarlas al suelo, tomó al muchacho por un brazo y lo empujó hacia atrás sin soltarlo, lo sostuvo colgando un momento sin notar ningún tipo de reacción y lo dejó caer. Como llegó al suelo con sus piernas nada le pasó, y quedó tendido contra la pared de la empalizada junto a sus armas; aún temblaba.

Alduris volvió a pensar en la batalla y retomó su posición para darse cuenta de que eran muchos los que compartían el profundísimo temor de Garndred: algunos habían caído de espaldas, mientras que otros habían sido bajados con cuidado por algún compañero. Ese había sido el terrible efecto que la bestia provocara en todos ellos, no había muchos Nagnárdos tan resueltos y preparados como los elfos y los mercenarios. Y mientras eso sucedía, los Hathenn seguían su carrera desde lo lejos y la bestia inmensa exhortaba nuevamente a sus tropas.

El monstruo cesó sus gritos y habló nuevamente con su intimidante voz:

-¡Esta ciudad caerá por culpa de sus gentes! ¡Por mi señor aseguraré el castigo a quien nos trate así!- prometió.

Tras las defensas se oyeron gritos de terror y muchos hombres corrieron hacia las casas a buscar refugio, algunos capitanes detuvieron la huida de sus hombres, pero muchos otros corrieron con ellos, y si bien esta situación se repetía en todo el frente, la disciplina de la milicia apostada sobre los parapetos fue mucho más fiable que lo esperado, porque los que combatirían allí lo harían para defender sus casas, resguardadas entre esos mismos muros. La mayoría de los que huían lo hacían por el temor del sonido de la fuerte voz y la carrera de los Hathenn, lo que provocaba en las voluntades débiles un terror instintivo que sobrepasaba lo natural.

Pero no todos hacían lo mismo, y los que soportaban su abrumadora presencia se preguntaban de qué era lo que hablaba ¿A qué trato se refería? Era obvio que ninguno de ellos había tenido tratos con él o con los Hathenn ¿Y de qué señor hablaba? Había dicho además, refiriéndose a la batalla, que así se lo habían buscado ¿Pero de qué modo? Evidentemente, había una parte de la historia que desconocían.

Alduris, aunque advirtiendo también estas interrogantes, apenas les prestó atención por el momento, porque miraba ahora a la gran boca de la bestia abrirse y cerrarse mientas exhortaba el avance de los suyos; aún más atemorizado que antes, estuvo a punto de derrumbarse ante el terror, pero fue en esos momentos cuando sintió la frescura de la brisa que sopló del norte y le movió el cabello hacia un lado. Con esa simpleza lo revitalizó y lo hizo pensar claro. Una flecha se movió en su carcaj hacia un lado y le rozó los cabellos. La tomó sin vacilar y cargó su arco sin darse cuenta que lo hacía, el viento le sopló algo al oído y pensó en que su vida no podía cesar aún, lo hizo sentirse vivo. Se repitió para sí mismo:

-La bestia debe retroceder, debo hacerla retroceder-

Tensó el arco cargado y apuntó alto, no escuchó nada de lo que sucedía, ni siquiera la extraña lengua del poderoso enemigo. Permaneció con el arco preparado en su máxima tensión, pero se mantuvo calmado y firme. Observó pacientemente la boca abierta de la bestia y a la punta de su proyectil señalando la trayectoria a seguir; entusiasmado en esos momentos, sus dedos se relajaron y la cuerda se vio libre al fin. El silbido cortó el aire y en un vuelo raudo la saeta inclemente impactó en la quijada de Logregard, a un lado de la mandíbula; atravesó carne y hueso en su paso, sin tocar ninguna zona vital, pero propinando un golpe inmenso a la bestia y al ejército enemigo. El voceo que antes daba fuerzas e instigaba a los Hathenn, se transformó al instante en un alarido de dolor que impulsó el coraje de los soldados en la empalizada, que ahora profirieron gritos y alaridos de festejo.

Los que antes avanzaran veloces y deseosos de combatir, aminoraron su carrera para observar a su comandante en un punto en el que las flechas podían atravesarlos desde las empalizadas, tan vulnerable como cualquiera. Los arqueros no desaprovecharon tal posibilidad. Desde la ciudad dispararon cientos de proyectiles a la orden de quienes tuvieron la gracia de darla y mataron a muchos en una carrera fallida que nunca llegó a su destino. Pero la gran bestia no fue dañada por la ayuda oportuna de sus escoltas, que lo defendieron con sus cuerpos y escudos, y lograron que se retirase; su ejército lo siguió.

Las bajas entre los enemigos resultaron mínimas en un número de guerreros tan grande que no se había debilitado físicamente, pero que ahora contaba con una moral que había desaparecido con un solo disparo. Quién lo realizó, solo unos pocos tuvieron la lucidez de saberlo (Alduris difícilmente estuvo entre ellos), porque la mayoría había caído presa del pánico.

La bestia ahora estaba herida, por primera vez en su existencia había conocido el dolor real y profundo de un ataque enemigo. Nunca una criatura tan superior por sus cualidades había siquiera atisbado una herida semejante de un ejército que rompía filas dentro de su propia fortaleza, aunque era cierto que la herida no había provenido del ejército acobardado, sino de uno de sus elementos. Con esa sola acción de esa sola persona, el terrible comandante había perdido allí el arma más poderosa que poseía: el terror que podía causar a sus enemigos y la ilusión que había acusado tantas veces de ser invencible. Ya no era invulnerable a los ojos de sus enemigos, que habían atestiguado la innegable herida que el metal le provocara, y si bien muchos de ellos seguirían temiendo la posibilidad de verlo de frente, no todos huirían de él ahora.

Desde las empalizadas, los soldados contemplaron con renovada esperanza la retirada del capitán enemigo, seguido por sus guerreros; hubo gritos de alegría y la desesperación que antes reinara, se disipó para trastocarse por un gozo robado. Muchos de los soldados que habían huido regresaron a las empalizadas al oír los gritos de júbilo y se unieron a ellos, muchos otros no quisieron hacerlo al sentirse abochornados por abandonar su puesto.

La que esperaban fuera la primera jornada de una guerra que podía llegar (o no) a prolongarse con los Ekermas, se había transformado ahora en algo totalmente insospechado y por demás desdeñable; pero a pesar de las buenas y malas noticias, los Nagnárdos no creían haber hecho nada para provocar tales desgracias y sentían que la justicia superior pesaría de su lado: la retirada enemiga ya lo había demostrado. Porque así debía ser, la victoria no podía ser de quienes habían recibido a todos los problemas en sus puertas sin salir a buscarlos. Al menos de ese modo se mantuvo el ánimo de la mayoría, Cadron no siguió tan calmo ni confiado cuando oyó esas palabras y muchos se lo recriminaron, después de todo, tal ves había existido un motivo que había ayudado a modelar el desenlace de las cosas y precipitarlas.

***

Garndred recobró la conciencia y se encontró desorientado. Estaba tirado junto a la empalizada con el arco de Amalrod a un lado y su yelmo y espada al otro; buscó a Alduris con la vista, pero no pudo hallarlo desde el sitio donde estaba. Se levantó con dificultad, pues le temblaban las piernas, y fue a una de las escaleras para subir al lugar del que, sin saber cómo, había bajado.

Trepó entonces y buscó al elfo junto a la torre izquierda; estaba ahí, quieto, parecía sorprendido. Le tocó el hombro y Alduris pareció asustarse, estaba muy tenso. No se daba cuenta de lo que estaba pasando, en esos momentos se encontraba perdido en su mente, abstraído en sus pensamientos.

-Alduris, Alduris- lo llamó Garndred, el elfo no le respondió -¡Alduris!- volvió a llamarlo.

Le palmeó con algo más de fuerza el hombro hasta que al fin reaccionó, pero se mostró algo desconcertado. Tomó al muchacho firmemente por los hombros y le habló de frente, con una mirada muy profunda, pero perdida, como si avistara algo a la distancia.

-Aposs ilemesst gis Emris, gal rol ald kam eslegad am nuriul. Et ezisera rol Ilyendygarn-

Alduris terminó esta frase y cerró los ojos con anormal parsimonia, cuando los abrió, se encontró con Garndred frente a él, contemplándolo sorprendido.

-¿Qué fue todo eso?- le preguntó el muchacho.

-¿Qué fue qué?- fue la respuesta que halló de alguien que parecía regresar a la consciencia.

-Todo eso que acabas de decir, no entendí una palabra-

-No recuerdo lo que dije. Ni si quiera sé si dije algo- se tomó un instante para tratar de recordar -Tal vez hablaba en sueños… me desmayé. Lo último que hice fue disparar una flecha a la bestia, después de soltar la cuerda de mi arco, todo fue como un sueño... - relató en susurros, sorprendido por repetir la experiencia de las cuevas -... pero esta vez fue como verme desde lo lejos tomarte por los hombros, aunque no supe que te decía algo. No entiendo lo que me sucede, primero en la cueva con los Enurcos, luego los sueños de la sombra que se vuelven reales, ahora le disparé una flecha a esa bestia sin voluntad de hacerlo… y te he dicho cosas que no recuerdo en absoluto- parecía perderse en sus pensamientos nuevamente, su mirada vagaba por el campo.

-¿Te sientes bien?- le preguntó Garndred, intrigado por lo que le pasaba a su compañero.

-No es nada, no te preocupes- contestó Alduris, sin querer contarle sobre sus más extraños pensamientos.

Siguió mirando a lo lejos. Algunos buitres volaban sobre los cadáveres de los Ekermas sin animarse a bajar y graznaban desde lo alto, los sobrevivientes Bárados ya no se veían, ahora estaban desparramados por toda la pradera del oeste y del norte. Cerca de las murallas había algo más de doscientos Hathenn muertos y varios cientos de flechas entre los cuerpos y clavadas en el suelo. Un camino de pastos aplastados se abría hacia el oeste y se adentraba en las montañas, pues por esa dirección los enemigos se habían replegado, sin perseguidores, pero temerosos (o al menos inquietos).

Nadie en las murallas se animaba aún a salir para recuperar los proyectiles por miedo a que la retirada fuese, a pesar de la evidente herida de Logregard, una trampa. Pero pasados unos momentos la puerta sur se abrió tras un periodo poblado de dudas y salió un pequeño grupo de soldados de la infantería, donde iban Amalrod y Losgan. Eran unos setenta hombres bien armados con espadas de hoja ancha y escudos, aparentemente de los más preparados de entre los Nagnárdos. Se movieron cautelosos pero veloces hacia los Hathenn muertos y comenzaron a juntar los proyectiles del suelo y de los cuerpos. Tras de llevarlos a la empalizada para ser redistribuidos entre los arqueros, regresaron al campo y apilaron los cadáveres de los Hathenn y Ekermas en un gran montón lejano, luego trazaron una línea que cerrara el camino que Logregard y su ejército utilizaran para huir y lo cubrieron con aceite y brea antes de irse. También desparramaron algunos montones de leña en el perímetro de la ciudad, cuidando las distancias, pero ni Garndred ni Alduris lo vieron.

A su regreso, los soldados colocaron en la empalizada braseros de metal llenos de leños ardientes, y repartieron haces flechas incendiarias, no eran muchas.

Garndred esperó a que les acercaran alguno de los haces y extrajo una del atado, notando diferencias con las que él usaba.

-¿Estas son incendiarias? No parecen muy distintas de las otras- le dijo a Alduris

-No son muy diferentes a las que tienes en tu carcaj- le respondió el elfo, algo esquivo, pues aún repasaba ciertos hechos en su mente.

-Pero son más largas- notó el otro al compararlas.

-Para no quemarte cuando enciendas la tela embreada de la punta. Y tienen plumas más grandes para estabilizarse más rápido-

-¿Eso es todo?-

-Es lo que se ve- dijo el elfo.

-¿Van a quemar a esos... esas cosas desde los muros?- preguntó Garndred.

-No, simplemente los sacaron del camino- respondió Alduris -cuando vuelva el ejército enemigo desde las montañas, seguramente le cierren el paso con un muro de fuego-

-Ingenioso, de algún modo- dijo Garndred, torciendo el gesto -¿Por qué no lo habían hecho antes con esa brea que están usando ahora?-

-No creo que tuviesen suficiente para toda la ciudad, necesitaban conocer alguna ruta posible de ataque, supongo-

-La brea y el aceite son difíciles de conseguir por estos lugares- señaló el muchacho.

-Había también cierta inseguridad- agregó Alduris, señalando al cielo; las nubes negras se arremolinaban aún, pero no llovía.

-¿Qué va a pasar si gira el viento y nos trae el humo a nosotros?-

-No lo sé- respondió el elfo -supongo que deben haber pensado en eso. Es tu país, tú deberías conocer el clima mejor que yo- le reprochó el elfo -¿De dónde soplan los vientos?-

-En esta época suele soplar el Lambdarenthos, la corriente del este- respondió Garndred.

-Es raro que quieran encender el fuego en ese sitio, si sopla va a traernos el humo a la cara. No lo sé, confiemos en que sepan leer el clima y no cometan un error- dijo, encogido de hombros.

Se quedaron observando el campo y viendo volver al grupo de hombres luego de terminar su labor fuera. La puerta se cerró tras ellos y corrieron dispersándose en diferentes direcciones, siguiendo las órdenes de su capitán. Algunos, la mayoría, volvieron a salir con carretas y comenzaron a cargarlas con las armas de los Hathenn muertos, que habían quedado desparramadas donde murieran. Gran parte del resto de los hombres también salió llevando palas y mientras los otros recolectaban, estos comenzaron a cavar agujeros pequeños para clavar las lanzas y espadas a modo de estacas.

En poco tiempo los lados del camino y el perímetro de la colina, los más fáciles de trepar, quedaron erizados de puntas filosas, excepto por el sector oeste y noroeste, que eran de roca escarpada difícil de superar; los soldados volvieron al resguardo de las empalizadas. Con ellos llevaron las hachas y mejores espadas enemigas, que repartieron entre los que solo tenían cuchillos largos, garrotes o herramientas de granja. A pesar de la poca preparación militar de los Nagnárdos, sabían aprovechar bien su habilidad manual y la aplicaban lo mejor que podían cada vez que la posibilidad se presentaba; en ciertos aspectos eran muy ingeniosos, aunque su humilde modo de vida no lo reflejara muy a menudo.

Y mientras eso sucedía en el campo, en la ciudad los arqueros comenzaron con nuevos trabajos en las defensas: continuaron reforzando los muros en los sectores más débiles, fabricaron más flechas para distribuirlas por el lugar, y repartieron nuevos cuencos con aceite y cajones con piedras a lo largo de toda la empalizada. En poco tiempo, muchas labores de igual tipo se realizaron a lo largo de toda la ciudad, algunas porque no habían sido previstas y otras porque no habían sido concluidas.

***

Alduris y Garndred habían bajado a la calle principal y se encontraron ahí con Losgan, que afilaba su hacha a un lado de una de las puertas y le susurraba palabras empalagosas en su propia lengua. Cuando los vio venir dejó todo a un lado y se paró derecho y orgulloso frente al elfo. Le mantuvo la mirada con rostro serio y juicioso, y Alduris se sintió algo incómodo por el aspecto altivo de su compañero, algo debía traerse entre manos.

-¿Qué pasa? ¿Por qué me miras de esa forma?- le preguntó.

-Te vi disparar la flecha que le dio al monstruo. Nunca hagas eso otra vez- respondió el enano, con una seriedad tal que sorprendió a Alduris -es mío, de nadie más, y cuando vuelva, voy a ser yo quién lo mate. Luego voy a fabricarme un cuerno de guerra y un cuerno para beber que sean magníficos, ornamentados con oro y plata y con engarces de rubíes. Los clamores anunciarán mi nueva honra y celebraré bebiendo el mejor de los vinos de Uskaroll…-

Alduris estudió a su compañero por unos segundos, intentando entender su razonamiento, la extraña causa de ese orgullo y celo con respecto a la bestia. Cientos de personas habían huido de la empalizada para no verlo, muchas otras cayeron en la angustia cuando se acercó y muchas más se desesperaron al oírlo hablar. Él mismo apenas había tenido el valor para tomar su arco y dejarse llevar por algo o alguien que ni siquiera parecía haber sido él mismo, y lograr disparar… y ahora llegaba el enano a reprocharle una hazaña que le había sido legada por los portentos y que seguramente les había salvado la vida a un montón de personas ahí. Simplemente fue algo que no entendió.

-¿De qué hablas?- le preguntó, algo cansado -no tienes idea de lo que dices-

-No es así, Alduris. Está muy claro ¿Te quedó claro también?- le preguntó a Garndred de repente -es mío, yo voy a ser quién le de muerte- el joven asintió en un gesto mudo, no pensaba arrebatarle su trofeo ni en sueños.

-Escucha Losgan: si yo supiera que ahora mismo lo puedo matar, eso es lo que voy a hacer- le aclaró Alduris -me atemoriza la idea de verlo siquiera balancear su hacha en el aire, ha de ser devastadora- tenía intención de hacerlo recapacitar sobre la idea de enfrentarse solo a tal bestia, pero no estaba en sus posibilidades lograr tal cosa.

-Yo sé que es peligroso y casi imposible lograr mantener un encuentro con una monstruosidad así, pero sé también que su redentor está designado por Jhubluk- dijo palmeándose el pecho, exagerando su arrogancia -soy yo quién va a enfrentarlo y acabarlo, nadie más va a hacerle frente. Es mi destino alcanzar la gloria contra el hacha más poderosa y la coraza más gruesa, sus hombros serán anchos y sus brazos robustos, pero hay más bondades obrando de mi lado de las que crees. No lo olvides. Un día, en mi propio recinto, beberás de su cuerno izquierdo, y si me acompañas a la guerra, dejaré que hagas sonar su cuerno derecho, entonces reiremos y recordaremos que fuiste un cobarde de piernas flojas. Ahora, sin embargo, quiero que me prometas que no vas a enfrentarlo-

Alduris se lamentó por el enano, al cual ya consideraba su amigo, y recordó lo que este le había jurado en la cueva.

-Yo creo que estás haciendo esto para cumplir tu juramento de devolverme el favor, porque me atreví a enfrentar al monstruo- arriesgó.

-¡Promételo!- le gritó el otro, ignorando el razonamiento erróneo.

-Losgan, no puedo hacer una promesa semejante- dijo el elfo.

-¡Júralo entonces!- le gritó el enano, muchos soldados de las cercanías comenzaron a observarlos con atención.

Garndred estaba algo asustado de ver así a su amigo y trató de calmarlo, pero el otro lo apartó groseramente.

-¡Júrenlo los dos!- gritó con más fuerza que antes.

-Muy bien, lo juro- dijo Alduris y hubo una corta pausa -Gal lan galne um garese, nalde um gamale, gal lan lundrae um lan nimrif. A rulene er rale um emede, gal lan alme um almadin- terminó en Arnass.

Losgan no entendió qué había dicho, pero quedó satisfecho porque lo había oído jurar en un principio.

Sin embargo, el asunto no fue tan leve como le pareció en un principio, porque los elfos que habían estado atentos a la conversación quedaron totalmente sorprendidos. Alduris acababa de realizar un importante juramento de los Anarassar, raras veces hecho hacia los nobles de Ildon para prestar servicio, y ni siquiera atisbado jamás por un elfo de realizarse hacia otras razas. Los Anarassar más jóvenes que lo escucharon, creyeron que estaba loco, pero otros le perdieron el respeto y lo acusaron de traidor. Los que contaban más años, sin embargo, lo observaron con una cierta admiración y reconocimiento, y no solo a él, sino que a Losgan también, pues notaban más en ello que lo que los sentidos ordinarios eran capaces de percibir.

Alduris observó al enano y luego al muchacho, que le mantenía la mirada. Le hizo señales para que hiciera su juramento de mantenerse al margen y Garndred al fin juró al enano que no iba a enfrentarse a Logregard. En realidad lo hizo gustoso, porque con solo pensar en la bestia sentía escalofríos recorriendo su espalda y la angustia lo invadía.

Losgan quedó satisfecho al fin, pues sus amigos habían empeñado su palabra, y fue más por gusto que otra cosa, porque no creía que nadie en todo el lugar se animase realmente a enfrentar a su futuro contrincante.

La gente que había permanecido atenta al extraño trío se dispersó cuando acabó la discusión y se dedicaron a sus labores nuevamente. El enano hizo una seña de agradecimiento con la cabeza a los otros dos, luego dio media vuelta y fue a trabajar con Amalrod y los demás en la empalizada. Alduris y Garndred quedaron solos y de repente se sintieron cansados.

-Busquemos un lugar donde dormir- propuso el muchacho -desde principios de la mañana no hemos frenado más de media hora y ya me duelen mucho las manos-

-Vayamos a las barracas a pedir alojo- sugirió el elfo -no debe haber nadie ahí- fueron de inmediato.

El lugar, que quedaba a unos pocos metros de la empalizada, estaba vacío, como Alduris lo había predicho y solo permanecía ahí el encargado, un fofo Nagnárdo llamado Naldo que aprovechaba su puesto para holgazanear. Cuando los dos se aparecieron con intenciones de descansar ahí, y lo hicieron levantarse de su asiento, creyeron que Naldo iba a desfallecer, pero se repuso y logró hacerlos anotarse en el registro e indicarles, desde la puerta, sus ubicaciones.

Garndred se recostó en el primer camastro que encontró y se durmió al instante; su compañero, en cambio, se sentó en el borde de otro y ahí descansó; no durmió, porque no tenía sueño, pero tampoco se movió ni pensó, solo estuvo ahí.

***

Pasaron un par de horas, la noche llegaría en unas más. El cielo seguía negro y el viento casi no se sentía. No se escucharon más truenos ni se vieron relámpagos en toda la tarde, no hubo alarmas ni apareció siquiera un Hakenn. Los soldados no dejaron de trabajar en toda la tarde en ningún lugar de la muralla y evitaron los excesos de cansancio y esfuerzo con relevos y descansos regulares. En ciertos momentos se les permitió a los que permanecían encerrados en sus casas, asomarse y pasear por la ciudad para evitar el permanente encierro, pero no se alejaron demasiado y no se les permitió abandonar la ciudad ni siquiera por una caminata. Las puertas permanecieron cerradas, a pesar de todo, y en las torres las balistas se mantuvieron tensas. Todo elemento fue preparado para el próximo enfrentamiento, pocas eran las cosas que restaban por hacer para encarar la batalla y aunque cada soldado anheló que esta nunca llegase, ya no estaba en ellos evitarla.

***

En la barraca junto a la puerta sur, Garndred aún dormía y Alduris permanecía sentado a su lado sin moverse. Afuera surgió un murmullo extraño que rezumbó en el oído del elfo molestándolo, como si un mosquito le volara cerca, por eso se levantó y salió a ver qué sucedía.

En la calle, para su sorpresa, estaba su grupo formado en una fila, pero parecía menos numeroso. Dirmalden estaba hablando con el elfo que tenía las listas y parecía reportar numerosas bajas. Alduris contó a los que habían regresado y faltaban unos quince por lo menos, también notó que el subcapitán Tungold estaba entre los faltantes. Se acercó entonces al lugar a preguntarle a Dengaris qué había sucedido, pues lo había visto entre los últimos, pero Dirmalden lo notó entonces y se formó un gran escándalo.

-¡Maldito campesino!- gritó furioso -¡Es tu culpa que hayamos perdido a tantos! ¡Por tu culpa no obedecen! ¡Si lo hubiesen hecho no tendríamos bajas! ¡No voy a lograr mi título! ¡No voy a lograrlo!- y cuando estaba terminando de gritar, se abalanzó sobre Alduris y lo tomó por el cuello, ahorcándolo con una rabia terrible, en sus ojos se veía un profundo odio.

El joven elfo recordó la mirada de Dirmalden en el puesto de guardia. En ese entonces era orgullosa y superior, pero no como esta, ahora era una mirada furiosa que reflejaba desdicha y oscuridad.

Y en su cólera le apretaba el cuello cada vez más fuerte y con intención plena de matarlo. Alduris, casi desmayado le sujetó los brazos y atinó a darle un rodillazo en el estómago. Dirmalden se quedó sin aire por unos momentos y tosió adolorido. En eso los elfos más cercanos intervinieron y llegaron algunos hombres, y con dificultad lo contuvieron para llevárselo a la rastra. Vanamente continuó intentando de zafarse mientras lo alejaban y lo único que le quedó fue lanzar amenazas y maldiciones no solo a Alduris, sino a todos los que estaban ahí.

-¡Has traicionado a tu capitán! ¡Es una traición a tu rey! ¡Te matarán por traidor! ¡Te maldigo, hijo de campesinos!- los gritos se perdieron a la distancia y el elfo desapareció arrastrado por su propia gente.

Alduris no tardó en sentirse desdichado, todos sus esfuerzos no habían resultado más que un infructuoso intento, y las acciones que había esperado que fueran loables y beneficiosas, no habían hecho más que traerle problemas. Y sabía que no cesarían ahí mismo, Dirmalden era un noble de gran poder y renombre en Edil Nidan, el bosque del este del triangulo de plata, y Alduris estaba seguro que iba a hacer todo lo posible para que lo desterraran o mataran antes de ver que saliera impune por todo lo que había provocado. Se conocían muchas historias respecto al talante de Dirmalden, seguramente no todas ciertas, pero probablemente con el suficiente grado d verdad como para darle al elfo una idea de lo que le esperaría en el futuro.

Un soldado Nagnárdo llegó a donde se hallaba la tropa e indicó a los elfos que fuesen a la barraca de la puerta sur a descansar si lo deseaban. Alduris recordó que había dejado a su amigo en ese edificio y corrió a despertarlo. Entró y lo saco medio dormido antes de que sus compañeros de tropa llegaran a poner pie en el lugar.

Cuando abandonaban el sitio vio a los elfos llegando; algunos lo miraron con desprecio y algunos lo insultaron desde lo lejos. En un primer momento no entendió el motivo de que lo trataran así, pues la pelea había sido con su capitán y no con ellos, él no había tenido intención de molestarlos ni de agredirlos de ningún modo y pensó que seguramente Dirmalden les había llenado la cabeza con ideas de traición y odio. Pero luego recordó también que muchos de ellos eran amigos de él o lo admiraban; seguramente culpaban a Alduris por su insubordinación, que había llegado a enloquecerlo de furia.

Cuando Garndred vio a los Anarassar ingresando a la barraca no supo qué sucedía, tampoco tuvo ocasión de averiguarlo, porque Alduris lo arrastró de un brazo hasta alearlo.

Una vez apartados y ya cansado el joven de preguntar, Alduris le explicó todo mientras caminaban, se enteró entonces de lo que acababa de pasar y de lo que antes había tenido lugar. Si bien había cosas que no se decían, logró comprender el punto de su amigo y su peligrosa situación.

Sus pasos los llevaron a las empalizadas. Los soldados permanecían expectantes y listos para cualquier cosa, las manos sobre los pomos de las espadas, o los arcos abrazados junto al pecho.

-Subamos a ver qué sucede- propuso Alduris -la noche está sobre nosotros y los Hathenn deben estar por aparecer en cualquier momento-

-En ese caso preferiría no ir- su mayor temor residía en que si los Hathenn regresaban, la imensa bestia los acompañaría.

-Si vienen puedes irte… yo tampoco tengo grandes deseos de combatir. Solo quiero dar un vistazo al campo-

-Está bien- accedió de mala gana -¿Y qué sabes de ellos? ¿Temen a la luz, los daña?- preguntó el joven.

-No son como los Enurcos, hasta donde sé. No creas que conozco demasiado, hace un rato escuché a alguien hablando y es lo que te repito- le aclaró -bien, dicen que la luz no debe hacerles nada, deben ser más o menos como los enanos, acostumbrados a los sitios oscuros y encerrados. Parece que ven muy bien en la oscuridad, si es cierto, puede que ataquen por la noche-

El Nagnárdo no dijo más, cada vez que preguntaba algo encontraba nuevos motivos de preocupación y ya desde antes de llegar a Sarlos que estaba inquieto y temeroso. Los dos subieron al mismo lugar que habían ocupado hace unas horas y esperaron, ansiosos. Alduris deseó luchar como pocas veces lo había deseado, animado por los anormales sucesos que, en cuanto a las armas, lo habían favorecido ya dos veces; Garndred, en cambio, rogó para sus adentros que el combate nunca llegase, pues aún temía al dolor y a la muerte.

***

La tarde murió al fin y la noche arribó sin estrellas, las nubes muy negras aún cubrían el cielo y de la luna no llegaba ninguna luz. En las empalizadas había numerosas antorchas encendidas y grandes hogueras rodeándolas desde lo lejos, a campo abierto. De vez en cuando podía verse un zorro o un lobo que corría a devorar los cadáveres de los Ekermas y los Hathenn, sin distinguir demasiado entre unos y otros.

Los soldados estaban nerviosos pues hacía una hora que habían partido algunos rastreadores y batidores a buscar el escondite del enemigo y esperaban a que trajeran noticias. Las principales interrogantes eran si estaban avanzando, cuántos eran, dónde estaban o si por el contrario, se acercaban los Ekermas.

El tiempo pasaba, y a pesar de todo, nada cambiaba. Las guardias rotaban en las torres y en las empalizadas, algunos soldados aún se ocupaban de asuntos menores en las calles y en general se preguntaban si sobrevivirían esa noche. Por otro lado, los Anarassar se mostraban tranquilos y pacientes, y aguardaban todos de pie en sus posiciones sin que el desánimo de los otros los afectara.

Garndred había estado comiendo con Alduris a un lado de la puerta hacía ya más de media hora y se encontraba con él en la empalizada. A Dirmalden no habían vuelto a verlo, pero escucharon que lo habían asignado a la defensa del norte y sintieron algún alivio al estar separados. De Losgan no habían tenido más noticias, lo habían visto pasar un par de veces con Amalrod por la calle principal, pero no habían vuelto a hablar con él desde que los obligara a prometer que no lucharían ni enfrentarían a la extraña bestia. En ningún momento el enano había dejado su armadura ni soltado su hacha, siempre estuvo esperando el momento del combate y preparándose para acogerlo con la mejor disposición.

Entonces, de un momento a otro, un centinela dio aviso de una rareza en la oscuridad. Una débil luz surgió de entre las sombras y se movió en el horizonte con un titilar débil pero constante. La luz aumentó a medida de que se acercó y los soldados comenzaron a sentir la presión del combate, próximo a llegar, que volvía a abrumarlos a la expectativa de ver aparecer de un momento a otro, no solo a los Hathenn, sino también a su terrible comandante. Los que corrían de un lado a otro se prepararon en sus puestos, y los que ya estaban ahí aprestaron sus armas, esforzándose por conservar su sitio.

Los minutos parecieron horas y la poca disciplina de los defensores los mantenía aún en una frágil formación; pero al fin el portador de esa luz llegó a la empalizada, era uno de los rastreadores montados y traía noticias importantes. Amalrod y Ceregrair, de la casa de Anfer, otro gran comandante de Sarlos, corrieron a su encuentro y lo interrogaron.

-¿Qué encontraron? ¿Ya están viniendo?- preguntó Ceregrair, ansioso.

-Sí señor. Eben, el otro rastreador, y yo, estábamos huyendo del ejército principal cuando encontramos un gran número pasando por el desfiladero de Silgán, a él lo alcanzó una flecha por la espalda y yo seguí, aunque también me hirieron- y al decir esto mostró su brazo atravesado por una flecha pequeña, pintada de azul y rojo, con plumas de pavo.

-¿Cuánto tiempo tenemos antes de que lleguen?- inquirió Amalrod.

-Poco menos de media hora, señor. Eran muchos y no iban muy veloces- dijo el hombre, aún jadeando.

-¿Cuántos crees que sean?- preguntó luego.

-Vendrían unos mil quinientos, al menos-

-No son tantos como esperaba, si así fuese podríamos hacerles frente ¡Con esas cifras los hubiera preferido a ellos y no a los Ekermas!- bromeó Amalrod.

-No diga eso, aunque fueran más, no contaban con esa bestia- masculló el batidor, un tal Farden.

-Deben ser más, su ejército ha de estar dividido- dijo Ceregrair, y luego a sus mensajeros -que suene la alerta en todas las puertas, que manden las reservas de la puerta oeste al sur, cuenten lo que este hombre nos dijo, que nadie trasponga las empalizadas, lucharemos desde adentro- entonces se dirigió a Farden -tengo una última pregunta ¿La bestia lideraba el ejército enemigo?-

-Sí, señor- respondió en susurros, atemorizado -era de los que iban por el Silgán-

-Eso es todo lo que queríamos saber- dijo Amalrod y llamó a un guardia con una seña de su mano -quiero que le consigan un médico a este hombre. Cuando le saquen la flecha, revisen si está envenenada- al pobre Farden casi se le salen los ojos de las órbitas cuando escuchó eso.

-Es todo, puedes retirarte- lo despidió Ceregrair.

-Si me hubiesen hecho caso con lo del valle Silgán, ahora sería mucho más fácil defendernos- se quejó Amalrod, cuando quedaron solos.

-Ergol es el nombre de tus problemas- dijo el otro, para desembarazarse de un asunto que evidentemente venían tratando desde hace tiempo -oye eso. Hablaremos luego- y mientras decía eso se fue corriendo.

En la empalizada había sonado la campana de alarma, ya todos estaban preparados. Las balistas se tensaron cargadas y las puertas se apuntalaron con grandes troncos y trabas de duro hierro. Los Hathenn los atacarían nuevamente en cualquier momento y el humor no era el mejor, de hecho, la moral estaba por el suelo, y Amalrod debió hablarles a sus hombres para, sino motivarlos, al menos hacerlos comprender la necesidad en que se encontraban. Les habló con estas severas palabras:

-No les pediré que luchen hasta morir, solo les ruego que hagan lo que puedan y que se mantengan firmes frente al enemigo ¡Por los Seis, no rompan filas! Es la unión la que va a darnos la victoria, no podemos confiar en otra de esas flechas mágicas- Amalrod repasó con la mirada a sus guerreros, no buscaba levantarles la moral ni esperaba que lucharan como campeones o baluartes, solo esperaba que lucharan -es todo lo que voy a decirles, de cada uno de ustedes depende que sobrevivamos. Si mueren, al menos asegúrense de llevarse a uno de ellos con ustedes ¡Todos prepárense! ¡De frente a la adversidad! ¡Ya que la gloria queda de lado, conquistemos nuestros temores antes de que ellos nos conquisten!-

Tras esas exhortaciones se colocó el yelmo, tomó su espadón, y corrió a reunirse al resto de la infantería.

Y así fue que momentos después de que todos estuviesen listos, los soldados pudieron ver una hilera de luces en el horizonte, acercándose lentamente. Pasados unos minutos, comenzaron a notarse figuras negras a lo lejos, aún no llegaban a las hogueras que estaban encendidas desde hace unas horas en el campo, pero lo harían en cualquier momento pues su tranco era veloz.

Desde lo lejos sonaron cuernos poderosos y un murmullo prolongado siguió su estruendo. El clamor de aullidos y gritos se hizo más enérgico y una voz estridente se alzó sobre el resto, inquietando incluso a los Hathenn:

-¡Numarharuz! ¡Ot utug dekodg!- y con este poderoso grito se desató una nueva carrera hacia la empalizada.

La temible bestia iba al frente y con cada paso que daba el suelo retumbaba bajo sus pies; los Hathenn la seguían difícilmente, a pesar de ser veloces, y por momentos se dejaba alcanzar.

Cuando al fin entraron en el rango de las balistas, dentro del círculo de hogueras que rodeaban la ciudad, se dispararon cientos de flechas. Con cada suelta de una de ellas volaban más de diez proyectiles, pues esa era la ventaja de esta arma, además del rango superior. Los enemigos, a pesar de sus gruesos escudos, caían atravesados por los largos proyectiles que más bien parecían lanzas emplumadas; algunas mataban a dos juntos y a veces a tres, pero no parecía suficiente para frenar su avance, no mientras esa bestia los guiara.

No tardaron en ingresar en el rango de los arqueros, y fue entonces cuando los elfos se hicieron valer. Aprovechando sus arcos superiores, de mayor fuerza y distancia, comenzaron sus disparos mucho antes que los otros. Su desempeño era formidable, atacaban de forma tan precisa y coordinada, que para sorpresa de todos las primeras filas de los Hathenn parecían no avanzar al ser derribadas apenas cruzaban las hogueras.

Cuando las distancias se volvieron más propicias, los Nagnárdos tampoco se quedaron atrás. En vez de disparar como los Anarassar, directamente al enemigo, estos hacían lluvias de proyectiles. Muchos de los Hathenn cayeron al recibir flechas desde el cielo que les dieron en la cabeza y hombros, y los que continuaron avanzando, lo hicieron aterrorizados, pues no tenían protección ante la puntería de los elfos desde el frente ni ante las flechas inadvertidas desde lo alto.

En minutos, los arqueros de la empalizada arrojaron más de mil flechas y fueron cientos los que murieron antes de acercarse al límite. Entonces volaron también proyectiles encendidos y le dieron a la línea de brea preparada para incendiarse. No tardó el fuego en extenderse por el este del campo y cerrarle el paso a los que aún llegaban, muchos también siguieron de largo o fueron arrojados a las llamas por sus propios compañeros, que no lograron frenar y los atropellaron. Los Hathenn quedaron horrorizados ante tan inesperado ataque y lo único que evitó que rompieran filas frente a semejante desgracia fue la presencia de su comandante, que a pesar de su herida no cesaba en sus constantes exhortaciones.

Gran cantidad de enemigos murieron en esa carrera final a la ciudad, pero fueron muchos también los que lograron llegar hasta la colina evitando la línea del fuego. Algunos chocaron contra las espadas y lanzas del suelo cuando subían y otros cayeron sobre las espinas de la base, hubo unos cuantos que rodaron cuesta abajo en las partes más empinadas, y se cobraron sus víctimas también, pero de su propio bando.

En todo momento los hombres y elfos arrojaron flechas a los Hathenn, y estos al fin respondieron. Miles de pequeños dardos pintados de rojo y azul o verde volaron hacia las murallas de troncos y fueron muchos los que hicieron blanco, a pesar de las altas defensas, la dificultad para disparar desde la base de la elevación y el obvio problema de rango que significaban esos arcos pequeños, que aunque lanzaban fechas muy veloces, carecían de longitud de tiro. De todos modos, hubo muchos que cayeron atravesados y otros que lograron salvarse por sus armaduras.

Mientras esto sucedía, cientos de escalas comenzaron a llegar por todas partes y se concentraron en los sectores más propicios para abrirse paso, ya que muchas zonas eran o rocosas o irregulares. Los invasores treparon como pudieron hasta lo alto de la empalizada, ingresando entre las almenas cunado podían y abriéndose paso si lo lograban, y aunque los defensores pudieron arrojar a muchos hacia atrás o matar a quienes ganaban el adarve, los enemigos resultaban demasiados como para evitar su brioso embate. Hubo más de un Hakenn que ingresó causando bajas al ejército de los hombres, pero en el inicio, cada uno que lo hizo fue abatido.

Desde lo lejos sonaron tambores potentes y una multitud de enemigos se abrió hacia los lados para permitir paso a un pequeño grupo que traía un improvisado ariete por el camino ascendente que llegaba a la puerta.

-¡El aceite!- pidieron los hombres desde la barbacana.

Los grandes cuencos hirvientes se volcaron entonces sobre los atacantes, fue de forma improvisada, puesto que las fortificaciones no estaban preparadas con canales y vertientes. Funcionó, de todas formas; los que eran alcanzados caían al suelo adoloridos y quemados, pero no tardaban en ser retirados por los compañeros para ser reemplazados por otros que llegaban y tomaban su lugar de inmediato.

El tronco, embreado en la punta, no quedó en el suelo por mucho tiempo y enseguida regresó a desempeñar su función. La puerta sur recibió una sucesión de fuertes golpes en el centro, pero no cedió, debía aguantar unos segundos más.

-¡Dispárenle!- le gritó uno de los elfos a los arqueros Nagnárdos.

Desde una torre volaron flechas incendiarias hasta el aceite que había sido arrojada y la encendieron, formando una envolvente hoguera que quemó a muchos de los enemigos cercanos. El ariete cayó a tierra y rodó encendido colina abajo, quemando y aplastando a muchos en el camino. La puerta enchapada, laminada y revestida con cuero resistió perfectamente el fuego en su base.

Así el ejército enemigo estaba cediendo gracias a la labor de todos, pero sobre todo de los arqueros, que desde las empalizadas no dejaban de atacar y ya habían abatido a la mayor parte de los arqueros enemigos, pero era una ventaja que no podía durar mucho. Las flechas comenzaron a escasear, y cedieron protagonismo a las piedras y los troncos, que fueron lanzados desde barbacanas y empalizadas, aunque no tuvieron gran efectividad.

La ventaja que habían mantenido los defensores, a base de un constante esfuerzo y sobre todo, apoyándose en sus flechas, comenzó a ceder pasado un rato y los roles cambiaron.

Ahora, a la par de los arietes que regresaban a importunar en las puertas, los muros también estaban siendo dañados por las hachas de los Hathenn que no lograban subir por las escalas; si mantenían ese ritmo de destrucción, abrirían brechas en poco tiempo a través de la madera y las capas de tierra apisonada.

Desde lo lejos la bestia observaba cómo sus tropas se las ingeniaban par superar los muros, así había estado desde que comenzara el ataque, pero su creciente impaciencia ya no podía contenerse y al fin se decidió a intervenir. Comenzó a correr con su hacha en mano mientras sus soldados se abrían para permitirle pasar, y llegó hasta la puerta en escasas zancadas. En el momento en que estaba por asestar el primer golpe, la quijada le dolió con un frío punzante y lo obligó a detenerse. Buscó con la vista sobre la empalizada sin saber por qué lo hacía, y entre el ruido de las espadas, las flechas que volaban y el desorden de la batalla, su mirada se cruzó con la de Alduris.

El elfo, que ya estaba temblando por los nervios y la tensión del combate, se quedó paralizado cuando notó que lo observaba, pero por alguna extraña razón pudo mantenerle la mirada; en ese momento la bestia supo que ese Anarassar lo había herido, pues sintió que poseía una extraña fuerza que resguardaba su vida.

Sabiendo que en esos momentos ese era el único capaz de volver a herirlo y que justamente ese era uno de los que debía dejar vivos, la bestia se movió a un lugar apartado de la batalla, hacia el oeste, y se retiró de la batalla sin haber intervenido.

-¡Imoruz numarhomur!- les gritó a sus tropas.

Todos siguieron combatiendo, aunque con bríos disminuidos y acometidos por dudas. Y así, mientras se alejaba de la empalizada y de su ejército, escuchó un nuevo clamor de gritos y cuernos cercanos a él.

Desde la puerta oeste Amalrod guiaba a una gran cantidad de tropas de infantería a la batalla, y entre ellos iba Losgan, que encontró al instante a su señalado enemigo. El enano ya le había indicado a Amalrod que él iba a encargarse de la bestia, por lo que los soldados siguieron hacia el campo de batalla mientras él se desviaba solo para combatir a gusto.

La bestia contempló detenidamente al enano que apenas le llegaba a la cintura y olvidó el dolor en su boca. Losgan lo observó unos instantes y se preparó para luchar, no le tenía miedo a la bestia ni temía lo que pudiese pasarle.

Asió su hacha con las dos manos y la bestia hizo lo mismo con la propia, ambos se estudiaron unos momentos, separados por algo de distancia.

Ninguno de los dos se movió. Desde lo lejos se oían los gritos de agonía de los Hathenn que estaban siendo abatidos desde el flanco izquierdo por Amalrod y sus soldados.

Por la puerta del este también habían salido los soldados de Naignárid que seguían a Ceregrair y estaban encerrando a los Hathenn por los lados. En poco tiempo los redujeron y la mayoría murió intentando resistir en vano. Los que huyeron fueron perseguidos y no muchos murieron. El primer enfrentamiento llegó a su fin de ese modo, aunque la posibilidad de que un segundo tendría lugar en poco tiempo siguió latente.

***

Alduris se encontraba indemne y Garndred también. El elfo había combatido tan veloz y certero como sus temores le habían permitido, protegiendo al muchacho en la medida de lo posible y cuidando a su vez que no quedasen arqueros enemigos que pudiesen dañarlos desde la distancia. Garndred, por otra parte, había logrado reunir finalmente la voluntad necesaria para resistir la impresión y atacar, y fuera por casualidad o por pericia, logró derribar a varios enemigos con el arco de Amalrod.

Ambos buscaron con la vista a Losgan, pero no pudieron hallarlo, tampoco vieron a la bestia desde el momento en que se había retirado de la batalla y temían que su amigo estuviese muerto o herido, pero sus preocupaciones debieron esperar.

En la empalizada los hombres festejaban su victoria momentánea con gritos de alegría y canciones de júbilo, pero desde lo lejos sonó una campana de alarma y un griterío prolongado se escuchó desde el norte nuevamente. La batalla aún no acababa, pues los Hathenn atacaban ahora por el este y el norte con fuerzas considerables.

Amalrod guió a la infantería por la calle principal y los arqueros salieron presurosos a juntar sus flechas para unirse a sus compañeros en el norte de Sarlos, mientras que hordas de pajes y gentes de la ciudad salían a buscar y tratar a los heridos. Pero el primer enfrentamiento aún no llegaba del todo a su fin.

Cuando las puertas se abrieron, Alduris y Garndred corrieron afuera a buscar a Losgan. Por suerte no lo hallaron entre los cadáveres, pero tampoco lo hicieron entre los soldados de la infantería, que partían ahora al otro lado de la ciudad. Corrieron a oscuras por el campo y cerca de una hoguera en el oeste vieron movimiento.

Lo hallaron al fin, pues eran los dos combatientes esos solitarios que se encontraban luchando apartados. Ambos balanceaban sus armas rasgando el aire sin poder obtener ventajas. El enano no llegaba hasta su enemigo por falta de alcance, pero este, a su vez, parecía no poder maniobrar bien con su gran hacha para darle a su pequeño oponente. Un solo golpe habría bastado para deshacerse de él.

Alduris y Garndred llegaron hasta el lugar y la bestia los vio acercarse; al notarlos le fijó la vista al elfo un momento y luego al muchacho, que frenó su carrera y cayó de rodillas, amedrentado. Sin más, corrió entonces con grandes pasos hacia el norte, donde ahora peleaban sus tropas; se fue movido por un motivo oculto, no por temor a que volviesen a herirlo, pero a Losgan no le importó, cualquiera que fuese su razón, no podía ser lo suficientemente buena como para abandonarlo a él a la mitad de un combate.

En poco tiempo se perdió en la oscuridad, Losgan intentó seguirlo, pero no logró ver hacia dónde había huido. Arrebatado por su enojo, regresó y se enfrentó a sus compañeros; Alduris lo miraba aliviado porque se encontraba bien, pero por otro lado, Garndred lo veía con cierto temor mientras se levantaba, pues no sabía si la bestia aún rondaba el lugar.

-¿Qué le hiciste? ¿Por qué se fue?- gritó Losgan, enfurecido.

-No le hice nada, parece escapar cuando me ve… desde que le di el flechazo en la boca- respondió este.

-¡Entonces, cuando lo esté enfrentando, no te acerques! Lo voy a matar, no sirve de nada que salga corriendo cuando te vea- le reprochó el enano -si lo mato por la espalda perderé la ansiada gloria y no será lo mismo beber de su cuerno o hacer que el otro suene entre las quebradas. ¡No habría honra para mí!-

-¿No crees que es demasiado grande para enfrentarlo tu solo?- preguntó el elfo -hace segundos no podías siquiera acercarte a más de seis pasos de él-

-¡¿Lo viste golpearme, acaso?! ¡No pudo tirar un golpe que me pasara cerca!- gritó el enano, sintiendo su orgullo herido -si sigues hablando así, no te dejaré beber de su cuerno-

-¡Del otro lado de la ciudad están atacando!- los interrumpió Garndred, su voz bastante vacilante -¡Discutir acá es una perdida de tiempo! ¡Hay que volver!-

Alduris y Losgan quedaron sorprendidos ante el repentino arranque del muchacho y aceptaron que tenía razón, pactaron entonces una tregua silenciosa, dejando la discusión para otro momento, pues ahora era necesario llegar al otro lado de Sarlos y combatir. Volvieron a entrar por la puerta sur, que permanecía abierta y corrieron presurosos por la calle principal.

En las afueras de la ciudad quedaban aún algunos soldados trayendo las últimas flechas, las puertas se cerraron tras ellos al regresar. Unos pocos se quedaron en las empalizadas del sur ayudando a los heridos o haciendo guardia, el resto corrió a combatir y defender las puertas norte y del este.

Alduris, Garndred y Losgan llegaron a la puerta norte luego de correr unos minutos y se dividieron. El enano se fue con la infantería y Garndred siguió a Alduris hacia la empalizada. Ambos se situaron al lado de una de las torres y vieron el ataque en su real potencia.

Desde los lados llegaban Hathenn constantemente, el frente de la empalizada estaba cubierto, y el piso parecía moverse y retumbar bajo los miles de pies, tal era la cantidad de enemigos, que no se notaban los pastos ni la tierra bajo ellos. Los Nagnárdos conjeturaron que el primer ataque había sido una estrategia para dividir sus fuerzas y que las defensas de estas puertas quedaran débiles, pero algo había fallado en la maniobra y se había dado a destiempo, resultando inútil. Tal vez, para la salvación de todos, el error había estribado en la ausencia del terrible comandante en el primer asalto del sur, ya que si hubiese permanecido allí, quizás aún estarían defendiendo esa zona. De todas formas, todo el sitio estaba siendo ejecutado de un modo muy extraño, carente de comunicación y congruencia, y falto del equipamiento apropiado.

Pero esas obviedades no eran suficientes razones como para detener a los Hathenn. Ahora la situación se desarrollaba de forma distinta a la que pudo haberse previsto y las flechas volaban por miles, desde las murallas y hacia ellas. Los hombres tiraban agua, brea y aceite hirviendo a los atacantes, pero estos no retrocedían ni mermaban sus esfuerzos; muchos fueron quemados o atravesados en intentos infructuosos, pero nada parecía debilitarlos.

La infantería permanecía dentro porque mandarla a luchar fuera hubiera sido una muerte segura, así que se distribuían ahora en las empalizadas y combatían a los Hathenn que subían por las escalas o retiraban a los heridos, aunque ninguna medida o previsión parecía bastar para contener el ímpetu del ataque, o para evitar sus consecuencias.

Los arqueros no dejaron de arrojar flechas ni un momento, pero la efectividad de los arcos parecía no notarse ahora, pues la cantidad de enemigos era tan grande que superaba lo conocido por los hombres de ese país. Muchos creyeron que eran fantasmas inmortales que no recibían daño y se entregaron a la locura. Otros perdieron toda esperanza y simplemente dejaron de combatir. Pero hubo muchos que si lo hicieron: arqueros inagotables lanzaron flechas precisas sin descanso, soldados de cotas brillantes y poderosas espadas rechazaron a toda amenaza que cruzó la muralla de troncos, fueron muchos los que se mantuvieron firmes y pelearon esa noche como diez hombres cada uno, gran parte de ellos de la milicia, pero resultaron ser muy pocos contra las fuerzas atacantes que los abrumaba con sus cantidades.
En el cielo resonaron fuertes truenos y se desató una copiosa lluvia que cayó como una cortina enceguecedora, tal vez un regalo de Augos tercero a los Nagnárdos, ya que de no haber sucedido así, los proyectiles incendiarios de los Hathenn no hubiesen tardado en reducir a cenizas toda la fortificación de madera. Los fuegos de los faroles de las calles y los muros fueron los únicos que permanecieron encendidos y el suelo se volvió afuera un barro blando y profundo, pues los pastos no llegaban a la base de las fortificaciones. Muchos enemigos resbalaban y otros tropezaban antes de llegar a las empalizadas, rodando cuesta abajo pesadamente; así los hombres y elfos ganaban algo de tiempo, evitando además enfrentar en lo inmediato a los que giraban en el lodo bajo los pies de sus compañeros.

La lluvia cayó pura como nunca antes en esos lugares se hubiese percibido, desde lo alto llegaba enviada como una bendición y les daba a los hombres las fuerzas necesarias para resistir. Al menos el agua estaba de su lado esa noche.

Muchos recobraron sus esperanzas y lucharon con gran valentía. Los Hathenn comenzaban a temer y ahora eran cada vez más los hombres que resistían firmes sin vacilar. El viento sopló desde el sur, girando de forma imprevista y con el atrevimiento típico del Astalar, la corriente austral; las últimas flechas que pudieron ser lanzadas desde las murallas por los hombres cobraron gran fuerza, mientras que los dardos de los invasores se frenaron y perdieron estabilidad en el vuelo. Mientras batallaban, los Nagnárdos gritaban alabanzas y agradecimientos a los Seres, la lucha estaba siendo ganada por sus ayudas.

Muchos Hathenn huyeron, acobardados al escuchar esos clamores, que no hacían más que confirmar sus desgracias, que eran malos presagios. Los hombres por otro lado, lucharon cada vez más esperanzados, sin dejar lugar a la cobardía, igualando e incluso superando las hazañas que en la noche habían conseguido los Anarassar. Al menos fue así hasta que llegó la figura del terror y sintieron la congoja y la angustia cayendo sobre ellos nuevamente, pues la terrible bestia regresaba a la batalla. La inmensa hacha en sus manos se elevó en el aire y un poderoso grito retumbó en todo Sarlos:

-¡Luego de esta noche se recuperará lo que antes perdió! ¡La época del cambio ha iniciado!- el lugar quedó quieto unos segundos, incluso los mismos Hathenn temieron moverse.

Y arrebatada por una furia destructiva, tomó firmemente su arma con ambas manos y desde lo lejos la arrojó hacia la puerta norte. Un silbido prolongado rasgó el aire, muchos Hathenn casi fueron alcanzados por el filo al no apartarse a tiempo, pero el arma no se detuvo ni se desvió, llegó con una fuerza brutal hasta las puertas y las derribó, a pesar de los duros goznes, las trancas que la aseguraban y los apuntalamientos. El terror se sembró en la empalizada, el enemigo había abierto una brecha.

La bestia corrió velozmente, superando a sus tropas y llegó hasta su arma; había matado a muchos hombres, derruido parte de la piedra de la barbacana y destrozado al menos una torre de defensa, tal poderío descansaba en los brazos de la criatura. Y cuando el hacha regresó a esos brazos inclementes, las esperanzas de levantar el sitio dieron con tierra, no había forma de que nadie contuviera sus balanceos o lograse penetrar la gruesa coraza que la defendía.

Todo pareció perdido hasta que llegó quien en el futuro sería su más aguerrido contendiente:

Losgan, el Morokrand de Uskaroll. Se detuvo frente a la bestia y atacó, en la hora límite de los Nagnárdos un enano se levantó en armas y luchó con más fiereza que ningún otro lo hiciera allí, haciendo salir del cerco a su enemigo y alejándolo de las empalizadas. Los Hathenn se abrieron para permitirles alejarse mientras seguían los impulsos de la briosa pero pareja lucha; tal espectáculo tuvo grandes efectos morales en ambos ejércitos.

Los hombres y elfos, impulsados por tan grata sorpresa, se avocaron a la defensa de la brecha y se lanzaron a su resguardo. Los primeros en llegar fueron los mercenarios que formaron su estrecha falange tres filas y lograron una densa pared de escudos y picas que contuvo la arremetida del enemigo, no sin graves esfuerzos.

Las flechas volaron entonces por cientos, pero su efectividad fue limitada contra la gran cantidad de Hathenn que aún quedaba; el número de arqueros efectivos se había visto reducido de forma alarmante por diversas razones y la eficacia de esos no era la mejor. A pesar de los beneficios de la lluvia, esta había traído sus desventajas, ya que había humedecido las flechas y los arcos, impidiendo su uso; ahora solo los elfos podían valerse de ellos, ya que contaban con resinas y barnices secretos que inmunizaban sus armas a los efectos del agua y la humedad.

La brecha fue sellada con grandes trabajos por largo rato, mientras que la noche seguía pasando. Pero los atacantes aún eran miles, y la lluvia no se detenía y el viento seguía soplando. Nunca los Nagnárdos habían sido sometidos a tan dura prueba desde el exilio del inicio; los elfos, por su parte, difícilmente podían haber previsto un desenlace tan sorpresivo, pues no estaban preparados para enfrentar tales números y de ninguna forma los esperaban.

Pero cosas aún más imprevistas habían acontecido en la noche, después de todo ¿Quién habría creído posible la existencia de una bestia como la que Losgan enfrentaba, y augurando tal posibilidad, quién habría creído que el enano iba a ser capaz de hacerl frente? Pero así era. Aún después de un largo rato, sin descansos, seguían combatiendo incansablemente. Enfrascados como estaban, bajaron la colina y se alejaron de las empalizadas y la puerta; el Morokrand se movía veloz y esquivaba todos los golpes que se le arrojaban, y en varias ocasiones alcanzó a la bestia y logró golpearla con violencia, pero sin poder dañarla debido a la gruesa coraza de metal, bastante similar a la del enano en muchos aspectos.

Y mientras eso y tantas otras cosas sucedían, la mañana estaba próxima a llegar. La precaria falange estaba por ceder, su empuje era mínimo, las flechas se acababan, los hombres estaban débiles y cansados, había incontables heridos y los muertos se apilaban; con la llegada de las primeras luces tal vez la situación mejorase, aunque los pronósticos no eran buenos. La lluvia cesó y el viento sopló con más fuerza, las nubes en el cielo comenzaron a dispersarse y algunas estrellas titilaron, casi perdidas por la mañana. En el horizonte se asomaron al fin unos rayos débiles de luz y los hombres los vieron esperanzados; resistieron cuanto pudieron con sus últimas energías y rogaron a los Seres que la luz cobrara fuerza más rápido, teniendo la falsa ilusión de que los invasores entonces temerían y se dispersarían.

Al fin logró el sol revelarse en las colinas e inundar Sarlos de una luz pura y brillante. Los Hathenn debieron desorganizarse entonces y replegarse, aunque no por temor, sino que por una razón mucho más simple: tras una vida acostumbrada a la oscuridad, la luz llegaba a dañarles los ojos. Si bien no eran criaturas nocturnas plenamente, habían vivido en penumbras por muchos años y su adaptación a la luz solar no era completa por esos días: debían refugiarse antes del mediodía. Por eso fueron perdiendo efectividad a medida que el sol ascendió y dejaron así de combatir; en pocos minutos rompieron filas para correr a ocultarse y no quedarse a morir irremediablemente. Desde la empalizada volaron las pocas flechas que le quedaban a los Anarassar y aún mataron a algunos en la retirada. La bestia vio a sus tropas replegarse y también las siguió, sin temor a los soldados defensores, ni por temor a la luz del sol, sino porque él era su capitán y por órdenes de su señor debía permanecer con ellos. De esa forma los enemigos se retiraron y la batalla tocó fin.

En la ciudad los hombres gritaron de alegría, habían pasado la noche y aún había esperanzas de resistir. Algunas tropas de infantería persiguieron a los Hathenn rezagados y mataron a unos cuantos, pero estaban tan cansados que no se entregaron en demasía a tal labor.

***

Losgan dejó que su oponente huyera sin seguirlo y sintió alivio, nunca había enfrentado a un enemigo tan poderoso como aquel. Tiró su hacha al suelo y se desplomó sobre el pasto fresco, estaba agotado.

A lo lejos vio a Garndred y detrás de él a Alduris, acercándose a la carrera. Se alegró mucho de saber que seguían vivos y agradeció a Jhubluk por desearlo así. Cuando lo vieron en el suelo, corrieron a su encuentro; el joven andaba bien, pero el elfo, en cambio, rengueaba por una herida en la pierna derecha.

-¿Te encuentras bien, Losgan? ¿Alcanzó a herirte?- le preguntó Garndred, algo preocupado, tal vez por su amigo, tal vez por la cercanía de la bestia.

-No, en ningún momento su hacha logró tocarme, es más, yo le propiné un par de buenos golpes, pero solo abollé su coraza y dañe el filo de mi compañera- acarició el filo mellado de su arma -¿Qué te sucedió en la pierna?- le preguntó al elfo, con cierta simpleza, como si solo se hubiese ensuciado o roto la ropa.

-Un tajo de uno de los que se metió en las empalizadas. Una escalera se situó justo frente a mí y subieron dos; uno saltó antes de que pudiera rechazarlo, cayó a mis pies, y me cortó con su espada-

-Ah... fue solo mala suerte- dijo Losgan.

-No. En realidad fue buena suerte, pudo haberme matado… de no caerse-

-Pudo ser, en realidad no me importa, sabiendo que no pasó… Por ahora me preocupa más irme a dormir- dijo con soltura.

-Hay mucho que hacer antes de dormir- le recordó Alduris y señaló hacia la empalizada.

-Que lo haga el que tenga que hacerlo. Cuando dos se juntan para hacer cada uno la mitad de un trabajo, hacen la mitad del trabajo de uno entre dos-

-Pero hay suficiente como para que cada uno haga muchos trabajos por su cuenta- replicó el elfo.

-Cuando haya dormido-

Perfilaron hacia la ciudad, caminando los tres lado a lado, con paso cansino. Los hombres juntaban flechas y apilaban cadáveres enemigos, algunos reparaban la puerta y otros socorrían a los heridos. Era muy probable que en la noche el ejército de los Hathenn regresara. Aún tenían grandes fuerzas disponibles, la luz del día no significaba más que un descanso para ambos bandos, una suerte de tregua.

Texto agregado el 04-01-2008, y leído por 165 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-01-2008 NkaGahedros: Tu novela es excepcionalmente increible. Este capitulo es excelente. En especial me parecio genial y brillante la idea de la llegada de los Gotoros. Fue un muy buen giro en el argumento que estos exterminaran a los Ekermas y aun asi se mostraran hostiles contra la ciudad de Sarlos. Esto significa que el enemigo es aun mucho peor que lo que seria la amenaza de los Ekermas. Sos un escritor excelente. Por supuesto, te doy mis 5 ***** N3eK0
 
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