| I
 Seis mil millones de habitantes!
 Así era el mundo cuando se conocieron.
 Antes de eso todo era triste,
 como un árbol gris o un fénix moribundo.
 Sí, así era el mundo antes de conocerse.
 
 Por un lado Rosario
 que siempre a medias vivía su media vida.
 Muchos hombres se derritieron en sus labios,
 ninguno capaz de soportar tanto amor.
 Sus pétalos virginales siempre
 se limpiaban con la bruma y el rocío.
 
 Su danza fina sobre firmes pies
 invitaban al viento a coquetear con ella.
 Y su alba mirada, enmarañada
 por cascadas de cabellos negros, sin dueño,
 se estremecía buscando en el vacío
 la futura aspereza de las manos de su amado.
 
 Por otro lado Rodrigo
 con su llama, a mil kilómetros de distancia,
 encendía a su luna sin saberlo.
 Como estaba destinado al día,
 y ella,
 a la noche de ensueños,
 no podía encontrarla.
 
 Estaba enceguecido por el brillo de la luna
 dueña de la noche.
 Muy escondido en su guarida parca
 no se atrevía a salir, errante,
 a buscarla bajo las hojas caídas del otoño.
 
 Y así, los amantes cuyo amor estaba escrito
 en las dunas, en los cielos, en las montañas,
 no se podían encontrar.
 
 
 II
 
 Las personas en esos días estaban muy solas,
 muy ocupadas en reproducir la moneda esclavizante.
 
 Guerras y genocidios los insensibilizaron.
 Por eso, anestesiados, no se preocupaban
 de las termitas que roían sus huesos.
 
 Ríos enteros se convirtieron en hilos de cobre
 teñidos por la sangre de la tierra que lloraba.
 
 Desde el inicio de los tiempos solo quedaba
 una paupérrima fracción de la fauna original:
 pero las señoras de alta alcurnia
 insistían en lucir sus abrigos muertos.
 
 Y los soñadores, los únicos capaces
 de remecer el mundo con sus paletas de colores,
 sufrían la agonía de la extinción.
 
 La esperanza se escondió en los vericuetos más oscuros,
 muchos ni siquiera la buscaban.
 Solo Rosario y Rodrigo se erizaban con las fábulas de amor.
 Sí, el amor aún existía.
 
 
 III
 
 Muy lejos de Rosario, en un pueblo
 bañado por brisas Atlánticas, nació Rodrigo.
 
 Varias cicatrices deformaron su alma de niño.
 El amor rastrero de su madre, con machetes
 fue talando el borrador de su destino.
 De muy pequeño aprendió a endurecer
 el cuero de su piel.
 De muy pequeño entendió que su madre
 nunca lo iba a abrazar.
 De muy pequeño se le acabó la risa.
 
 Fue creciendo el niño, y la racionalidad
 se apoderaba de sus sentimientos.
 Sus manos limpias de tierra
 moldearon el cascarón blanco
 que siempre usaría para protegerse.
 
 A veces, impávido, con ojos de sol,
 miraba y admiraba a la luna:
 “Por qué no te puedo alcanzar?
 Mi reino, en tú ausencia,
 se convierte en árido desierto, sin vida,
 ni agua, ni flores.”
 
 
 IV
 
 Cualquier cosa que Rodrigo tocaba,
 se reblandecía bajo sus manos de sol.
 Porque encandilaba, nadie lo miraba directamente.
 Sus tormentos, muy escondidos, muy ocultos,
 estaban a salvo de miradas inquisitivas.
 
 Todo lo que Rodrigo se proponía
 lo llevaba a cabo con determinación obsesiva.
 
 Era el responsable de la fotosíntesis,
 de la alegría, del sudor y las lluvias vespertinas.
 
 Muchas damiselas se morían y renacían,
 tratando de probar un pedazo de su corazón.
 Tenía el don de enamorar, engañar y destruir:
 bastaba un rayo de sol para quemarlas de desamor.
 
 En un canto enamorado, evocaba el futuro recuerdo de Rosario:
 “A ti no te puedo abrasar, mi luna, mi amada.
 Gracias a mí, eres la reina de la noche,
 eres motivo de cantatas y viajes intergalácticos.
 Mueves océanos enteros, con sus pescadores y pecadores.
 De las mujeres, brota el espeso rojo de sus vientres,
 solo por ti, mi luna, mi amada.”
 
 
 V
 
 “Lo que toquen mis brazos de luz, allá lejos en el horizonte,
 te lo regalo.
 Es mi tierra, bañada por aire espeso y penetrante,
 humedecida por el rocío en las mañanas y
 lluvias tropicales por las tardes.
 
 El viento que refresca los días soporosos,
 nace de mi aliento.
 El verde que puebla cada centímetro de mis ojos,
 nace de mi voluntad silvestre.
 Pero son las noches, te veo y no te alcanzo,
 las más terribles, ocupadas por tú presencia.”
 
 
 VI
 
 En el otro extremo del cono latino,
 cercado por murallas de cordilleras, océano,
 desiertos y bosques lluviosos,
 el capullo de las mariposas inventó a la más bella,
 la más colorida y risueña.
 
 La primavera la trajo en una revolución de perfumes.
 
 Y como fuera su destino,
 se posicionó en el cielo junto a las estrellas, sus hermanas.
 Al contrario de Rodrigo,
 el amor matrístico nunca escaseó.
 El río de leche que nacía en los montes de su madre
 parecía eterno, y la niña crecía
 aprendiendo los misterios del amor.
 
 Rosario vivía su racionalidad a partir de las emociones.
 Todo lo convertía en llanto o risas o armonía.
 
 Cuando apenas aprendía a volar,
 se dio cuenta de la influencia que el sol ejercía sobre su ser.
 Se estremecía con escalofríos de olvido por los rayos
 que contactaban su piel blanca de hielos antárticos.
 
 El príncipe dorado, con sus brasas,
 expandió el mundo ficticio de Rosario,
 lo convirtió en cruda realidad, de deseos,
 de efervescencias y de anhelos.
 
 
 VII
 
 Al escuchar el canto solar, del otro lado de la cordillera,
 Rosario responde:
 
 “Estoy guardando mi ternura para cuando llegues,
 y desciendas del cielo con tu luz vital.
 Trata de no demorarte amor de mi vida,
 de mi día y de mi noche, de mis sueños y de mis cuentos.
 
 Quiero que sepas que pura,
 con mis alas blancas y mis pétalos blancos,
 te espero con desespero,
 para fundir mi fértil colmena,
 y llenar de miel tus labios serios.
 
 Quiero que sepas también,
 que ya no soy una niña.
 Otros hombres trataron de domar este corazón,
 pero solo cuando sintió el calor de tus rayos,
 comenzó a palpitar de alegría, mi sol, mi amado.
 
 Antes de nacer, ya te ansiaba.
 Fuiste siempre la promesa del hombre
 que algún día me llevaría a conocer las nubes rosadas.
 Todos los caminos que recorro llegan al destino de tu corazón.”
 
 
 VIII
 
 Mientras los futuros enamorados
 tan distantes, pero tan cerca a la vez,
 se ilusionaban con promesas de locuras,
 por todas partes la miseria tomaba forma,
 como las sombras ocupan las esquinas por las noches.
 
 Un tercio de la población mundial
 carecía de agua potable.
 Las pestes diezmaban a cientos y
 la desnutrición se llevaba a miles.
 
 Era tal el caos del mundo,
 que al escuchar los desvaríos de
 los enamorados ausentes en cuerpo,
 se ponían a reír, o llorar o morir.
 
 La paloma blanca del continente americano
 estaba pereciendo por culpa de inescrupulosos.
 En su último vuelo por los cielos de Chile,
 escuchó la respuesta de Rosario al sol,
 y decidió gastar su última energía
 en seguir al fustigador, al indomable, al reverendo,
 para así poder entregar el último mensaje de amor.
 
 
 IX
 
 La paloma imbatible rasgó los cielos helados
 teniendo como suelo una sabana de montañas nevadas,
 la misma que separa a Chile del resto.
 
 Se aburrió planeando en la aburrida pampa argentina,
 con tan pocos bovinos para tantas planicies verdes.
 
 Al cruzar el límite con Brasil,
 su sangre, más rápida, al ritmo de la música,
 comenzó a recorrer su cuerpo.
 
 Su ala derecha se quebró por el esfuerzo,
 así que de la izquierda inventó el doble aletazo.
 La vista cansada, se apagaba minuto a minuto,
 hasta que solo pudo ver el brillo, su guía mayor.
 
 Sudada y temblorosa llegó al fin a su destino.
 A los pies de Rodrigo, con su último aliento,
 la paloma miró directamente el fulgor de sus pupilas.
 
 
 X
 
 “Por qué me visitas, ave de la paz y el amor?
 Qué te ha pasado? Por qué tus plumas sin brillo están?
 Por qué el pulso filiforme se apodera de tus arterias?”
 
 Rodrigo, en sus anchas manos, acogió a la paloma herida,
 y como una puntada de dolor, vio ante sus ojos
 el último mensaje de amor, apenas por unos instantes.
 
 En un torbellino de confusiones y pensamientos
 entendió que su amor, su luna blanquecina
 no estaba cerca. Tendría que ir a encontrarla.
 
 La paloma, feliz, murió sin el terrible calvario
 de mantener la armonía entre tanto terror,
 ese ya no era su trabajo.
 La esperanza fue martillada
 en los anchos hombros de Rodrigo
 y en los tiernos y finos y blancos de Rosario.
 
 
 XI
 
 Iba a dejar en sombras a su país de mulatas y cocadas.
 Pero ya no importaba, nada importaba.
 Con sus rayos, su luz y su calor de plenitud,
 marcharía a lo desconocido.
 
 Se despidió de los árboles, los pájaros y los ríos,
 de los cerros, de las olas oceánicas y de la tierra.
 Besó por última vez las flores y por última vez
 danzó a la sensualidad del viento.
 
 Miró el cielo e hizo que las gotas se desprendieran de las nubes,
 solo para beber la última lluvia tropical.
 
 Se despidió también del panadero con sus panes
 y del lechero y su leche.
 
 De todos se despidió, para partir,
 con una lágrima en la mejilla
 y con una sonrisa en la plenitud de su facie.
 
 Ya estaba todo listo, y una última mirada,
 a lo que había sido el hogar de su vida,
 le oprimió el corazón vulnerable.
 
 Repentinamente un zorzal se posa sobre su hombro.
 Con sus plumas mojadas por lágrimas de despido,
 le dijo que partiera tranquilo a fundir su destino,
 pero que nunca se olvidara de su pasado.
 
 
 XII
 
 En el mismo instante en que Rodrigo partía,
 Rosario sufrió una convulsión de ternura,
 y vio como se partía el sol en mil pedazos
 menguando la luz divina, que se esparcía
 por todo el continente.
 
 “Vienes en mi busca, mi amado?
 Sí, sé que es así, pues mi corazón
 estático se puso en movimiento
 y mi cabellera sin brillo
 se lavó en la espuma de los vientos.
 Te imagino cabalgando en tu caballo etrusco
 con pectorales metálicos deformados por el sable.
 Te imagino como un poeta,
 son tus palabras las que moldean los ríos
 y los mares y los árboles.”
 
 En la noche, todas las estrellas se reunieron,
 y le confirmaron a Rosario
 que sus sentimientos no eran en vano,
 solo la paciencia permitiría mantener
 a la locura enclaustrada durante la árida espera.
 
 
 XIII
 
 Camino al poniente, allá donde muere el poderoso,
 esa era la ruta de Rodrigo.
 Se guiaba por las estrellas y el olor a clima Mediterráneo.
 
 Su barba crecía y el torso se endurecía
 en un manojo de músculos y tendones
 mientras caminaba, a veces lento,
 muchas veces rápido, por la obsesión
 de su amor ausente.
 
 También en el camino, las mariposas
 se enredaban como lianas a sus piernas,
 cosquillas tiernas, mariposas que nunca entendieron
 que buscaba a la más bella, su luna blanca.
 
 Mientras los pies se endurecían,
 vivió la explosión del conocimiento,
 la apertura a lo desconocido.
 Muchos amigos hizo en su jornada interminable,
 pero no podía conservarlos, siempre partía,
 siempre partía…
 
 A lo lejos, del alto de la colina, su familia
 rogaba por que no se perdiera, y sufriera
 los ventisqueros de la soledad.
 Ellos no podían ver al hombre en cuerpo de niño.
 
 
 XIV
 
 Rosario, en una de esas noches mágicas,
 soñó con Rodrigo.
 Fue tal la sorpresa, que de su cuerpo,
 como un volcán, se desbordó el magma de la sensualidad.
 No se atrevió a mirar directamente en sus ojos
 por el miedo de no poder soportar tanto amor.
 
 “Eres como te había imaginado mi sol,
 y esta lágrima que derramo es apenas
 una gota que se escapó de mis olas oceánicas.
 Espero que mis pétalos de colores
 te entorpezcan el sentido, y vueles como abeja
 a alimentarte de mi néctar.
 
 Tus brazos como anchos ríos
 me recibieron, junto a los peces y algas,
 nos fundimos en besos desesperados.
 El color de nuestros ojos se confundió y mezcló,
 aturdido por la severidad de esa primera mirada…”
 
 Durante toda la noche, Rosario conoció
 a su futura esperanza de amor.
 
 
 XV
 
 Desde que nacieron los destinados
 veintiún años tardaron en conocerse,
 con todos sus meses, semanas y días.
 
 Rosario y Rodrigo vivían otra primavera más que se acababa.
 Él ya había arribado a su destino,
 estaba aprendiendo a conocer a Chile.
 Estaban tan cerca
 que a veces sus olores se entremezclaban.
 
 Primero Rodrigo y luego Rosario, ambos se enteraron
 que en siete días más, por la mañana,
 un eclipse solar oscurecería los cielos.
 
 Rodrigo, todavía cansado de su largo viaje,
 renovó sus energías con la noticia.
 La luna,
 su luna en un momento de esplendor
 escondería sus rayos de sol en un beso.
 
 Los amantes comenzaron los preparativos,
 el evento, el gran evento, sería en el norte de Chile,
 en el Valle de la Luna,
 inspiración de canciones y cuentos por su mística,
 y su geografía de cráteres y tierra seca.
 
 Faltando tres días, en una noche de espera,
 la luna completa, con todos sus lados,
 se posicionó entre las estrellas.
 Rodrigo al verla, le dijo:
 
 “Vas a estar esperándome?
 Sí, se que lo vas a hacer…
 Pero, podré encontrarte?
 Mi corazón cavila entre tanta incertidumbre.
 No serán los años que inventaron
 junto a esta imaginación voluptuosa, la locura del amor?
 Si no te encuentro en ese valle,
 quizás mi sangre se estanque,
 y como una piedra, me convierta parte
 del paisaje del desierto.”
 
 
 XVI
 
 Finalmente el calendario cumplió su palabra.
 Rodrigo en su caballo y Rosario suspendida por los vientos,
 llegaron por caminos diferentes al Valle de la Luna.
 Muchas personas más concurrieron,
 quizás para observar el milagro cósmico,
 quizás para presenciar la fusión de las almas gemelas.
 
 Se buscaron hasta el cansancio,
 pero seguían sin encontrarse.
 Apenas unos segundos traicioneros,
 que ahora parecían ser más rápidos,
 quedaban para el todo o nada.
 
 Una primavera más estaba llegando a su fin,
 y junto a eso, Rosario, con la certidumbre
 de tener que esperar otro año, se puso a llorar.
 
 “Por qué lloras mujer?
 Yo también estoy triste y si compartimos los tormentos
 quizás la lluvia o los ríos inunden este desierto
 para llevarse nuestras lágrimas.
 Levanta tu cabeza, déjame secarte las mejillas.”
 
 Con su cabeza aún escondida entre los hombros,
 inspiró profundamente.
 Lentamente se levantó,
 fijándose primero en sus botas gastadas,
 luego en sus piernas y muslos de caminador.
 Siguió recorriendo su cuerpo de hombre,
 se fijó en las nerviosas y palpitantes carótidas de su cuello,
 hasta finalmente dar con sus ojos.
 
 Y esa única mirada bastó
 para que se completara el eclipse.
 En la oscuridad del valle y el silencio oceánico,
 los labios se fundieron, sin preguntas, sin presentaciones,
 no era necesario.
 Ese momento fue eterno, todo se detuvo.
 El viento dejó de arremolinarse entre las personas.
 Las personas impávidas dejaron de hablar.
 Los pájaros, el cielo sin nubes, hasta Dios,
 todo se detuvo en el nacimiento del amor.
 
 
 XVII
 
 Se besaron y siguieron besándose,
 en un reconocimiento corporal,
 hasta que se hizo la noche.
 
 Rodrigo miró a su alrededor
 y se dio cuenta que estaban solos en el valle,
 todas las personas embotadas de amor y esperanza,
 regresaron contentos a sus casas.
 
 En un gesto de sus ásperas y gruesas manos
 convirtió el suelo árido y pedregoso
 en suave planicie de flores y verde.
 Ahí se tendieron los encontrados,
 se fundieron en carne y alma por primera vez,
 y muchas más durante la noche,
 se amaron sin cansancio,
 como si no existiese el mañana,
 como que tuvieran que pagar una gran deuda.
 
 
 XVIII
 
 El sol naciente posó sus primeros pasos
 en el cuerpo desnudo y dormido de Rosario,
 mientras Rodrigo, con la respiración entrecortada,
 se extraviaba con el blanco cuerpo.
 
 “Tu cabellera larga como las hojas de un sauce,
 negra como el ébano más puro,
 se entrelaza en rizos de contorsiones,
 en una cascada brillante sobre tus hombros finos.
 Así eres de bella cabellera.
 
 Rostro claro, formación de nubes algodonosas,
 todos los ojos del mundo encajan en los tuyos,
 mientras tranquilos, reposan bajo las sábanas de tus párpados.
 
 Tus senos firmes, dulces peras,
 los moldeé a partir del blanco yeso
 con mis manos de artista,
 y tu pequeña cintura se hizo más pequeña
 gracias a mis brazos y abrazos,
 acentuando la curva de tus caderas.
 Ay mi luna, mi amada!
 Crecientes o menguantes,
 así son tus caderas.”
 
 
 XIX
 
 Sintiendo el calor de las palabras silenciosas de Rodrigo,
 se despertó Rosario, y antes de besarlo nuevamente,
 le dijo:
 
 “Hombre, cuerpo de hombre,
 tus ojos se ven cansados.
 Se que recorriste mil kilómetros para encontrarme.
 Déjame curarte las amargas cicatrices.
 Mi piel reconoce solamente tus manos grandes,
 y en ellas escondo ahora mi vulnerable ser.
 
 Que tu espalda sea mi techo
 y tus anchos muslos mi caballo.
 Que tu piel de cobre sea mi manta tibia por las noches
 Que tus dedos sean de músico,
 y recorran todo mi cuerpo creando melodías de ternura.
 Que tus rayos sean mi luz
 para seguir brillando por las noches.
 
 Soy tuya y tú eres mío
 y de lo que antes mitad fuera,
 ahora solo existe el nosotros.
 
 Nosotros mi sol, mi amado.
 
 
 XX
 
 Más tranquilos, se besaron, lentamente
 e hicieron el amor durante varias horas.
 Ausentes del mundo, las dos estrellas celestiales
 enredaban sus piernas en el colchón del desierto.
 
 Frente a ellos, sobre una piedra de hierro y cobre,
 se posó una paloma blanca, joven,
 con sus plumas relucientes.
 
 Los amantes entendieron que el amor
 se había expandido a todos los rincones,
 y la esperanza, una vez perdida,
 renació entre las plumas, los besos y el amor.
 
 Sí, el amor aún existe.
 
 
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