-Quieta...quédate quieta....muy quieta- dijo él, mientras le tomaba la cara con el hueco tibio de las dos manos-. Afírmate fuerte con tus manos en mis hombros. Aprieta todo lo que quieras...Y no temas...
.Está bien- respondió ella, y lo miró con ojos enrojecidos, bañados en llanto.
Él aproximó la cara, y buscó ese llanto con la boca entreabierta. A ella le tembló todo el cuerpo y se le escapó un quejido. Contuvo luego la respiración cuando sintió la áspera proximidad de la barba de él, que le rozaba la mejilla.
La lengua de él, con su punta sutil, asomó por entre los dientes buscando la hendidura, que abrió con lentos movimientos para sumergirse en el sabor salado que manaba con generosidad.
Ella suspiró apenas, y luego contuvo la respiración. Él abrió la boca un poco más para llegar hasta el fondo, para recorrerla ahora con amplios, sostenidos y sedosos movimientos. Su lengua buscó los bordes y los ángulos, los huecos y la exquisita e intangible convexidad. Una vez, y otra vez. Iba y venía. Una vez y otra vez, hasta que la recogió dentro de su boca, aparentemente satisfecho.
-Ya está bien – anunció, elevando la cabeza. Luego liberó la cara de ella, incorporándose. Chasqueaba la lengua, saboreando aún el gusto salado. Ella parpadeó muy seguido y muy rápido, y con un pañuelo enjugó los ojos.
-¿Salió?- preguntó él.
-Gracias- susurró ella, sonriendo desde una cara que no perdía el encendido rubor-. Sí, creo que ya no tengo nada...
Y en esa amplia y abierta oficina, comenzaron a escucharse nuevamente los murmullos y ruidos habituales, que se habían suspendido sincrónicamente entretanto él extraía, con tan curioso procedimiento, ese molesto cuerpo extraño del ojo de ella.