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Inicio / Cuenteros Locales / AlohranLeonheart / Una batalla sin final.

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No supe como pasó. No supe tampoco en que segundo se comenzó a hilar todo, para finalmente tenerte frente a mi, a mi lado, a solo un abrazo de distancia, solos tu y yo. Mi corazón latía tan aceleradamente que dificilmente pude seguirle el ritmo. Mi sangre hervía en mi cuerpo como si fuese a explotar por los poros, o a salir despedida cual volcán en tu presencia. Mis ojos, clavados en tu rostro, en tu cuello, en tus hombros, vivían una batalla campal deseosos de bajar desde tus hombros a tu pecho, tu cintura y tus caderas, batalla que sólo era detenida por la férrea razón que repetía para mis adentros, una y otra vez, "no ahora, no en este momento... y por Dios que me arrepiento de estar pensando esto". Tu sonrisa se develaba entre tus palabras y tras tus labios, al tiempo que mis manos se ocultaban bajo mi torso que se apoyaba en ellas, o en el pliegue del bolsillo donde, casi como enfundadas, las replegaba de ir hacia ti. Tu perfume, tu aroma, y tu aliento embriagaban mis sentidos y comenzaban a actuar cual sedante o cual licor, y mis defensas y la razón comenzaban a festinar con mi debilidad y a clamar, conjuntamente, "¡hasta cuando carajo vas a esperar!". Y entre palabras y palabras, mirándote a los ojos, y tu con tu mirada provocativa clavada sobre los mios, las cadenas de mi control se resquebrajaron en mil pedazos, y casi como un cazador que encuentra a su presa, mis manos, mi cuerpo y mis labios se "abalanzaron" sobre ti. En menos de diez segundos, tus manos eran capturadas y sometidas por las mías, tus labios silenciados por mis besos, y tu vientre se agitaba y comprimía mezcla de la sorpresa y el placer. En menos de quince segundos tus manos se liberaron de mi, y arrancaron mi camisa quitándole toda oportunidad de alguna vez soñar con portar botones otra vez. A los veinte segundos, mis dientes se convirtieron en expertas tenazas y pinzas, que arrancaron casi quirúrgicamente los botones de tu blusa, develando frente y cerca a mis ojos tu pecho oculto tras aquella negra ropa interior que tanto me provocaba (y lo sabías), y me invitaban a sumergirme entre ellos y entre su calor y su perfume.

Pude notar como, cuando cedí a dicha invitación, tu mentón se elevó hacia el cielo y tu rostro se inclinó hacia el muro. Pude notar también como tu cuello era, en ese segundo, presa fácil de una mordida o un beso, e inclusive un deleite de mi lengua. Mas era una decisión dificil, elegir entre tu cuello y quedarme entre tus pechos... con la meta de infiltrarme tras su última defensa textil. Y no tuve mucho tiempo para decidirme: tus manos, libres por completo de mi captura, se sumergían entre mis cabellos y los apresaban entre tus dedos, forzándome (y sin que opusiera resistencia alguna) a cumplir mi rol de cuasi-espía, e infiltrarme en la intimidad de tu regazo, como si tu corazón me hubiese querido susurrar al oído. Así, besé cada uno de tus pechos milimétricamente, recordando en mis labios cada centímetro de su piel, de su forma, de su tibieza y de su dulzura. Hice mías las cumbres de ambos, y los coroné con una fresca brisa que desató un pequeño huracán en tus labios.

Como una ola sorprende al descuidado bañista, tu fuerza y energía desatada me sorprendió a mi. Casi como si fuera una hoja de papel, me empujaste a tu costado e inmediatamente fuiste tu quien estaba ahora sobre mi. Tus pechos desnudos me apuntaban, y me llamaban a volver a ellos, mas tus manos y tu sonrisa picaresca me negaban tal acción, provocado tu risa ante mi frustrada empresa. Consciente de que ahora era captivo, y no captor, decidí observar y someterme a lo que tu decidieras, buscando el momento de recuperar mi sitial, o abandonarme a la seducción de tu captura. Irónicamente, mi captora me liberaba del cinturón que atrapaba mis jeans, celebrando una fiesta de independencia al derrocar el reinado del botón y el cierre, reemplazándolo por el de tus largas y cuidadas uñas, y tus manos. Y por lo visto, no fue solo en mi que se desató aquella revolución; tu ejército conquistador también decidió hacer causa común con tus jeans, y removerles de la misma tiranía. Y a la vez se potenciaron: no sólo derrocaron al gobierno de turno, sino que quitaron las banderas de mezclilla nacional, alzando las de la nueva República de la Piel Desnuda. Apenas y pude percatarme que no solo te posesionaste del país mezclilla, sino también de sus respectivas capitales interiores. A duras penas soportaba (si, como no) el castigo (¡ja!) al que era sometido (seguramente), cuando, no contenta con toda la revolución por ti desatada, quisiste además conquistar la libertad de mi ejército, envolviéndola en la suavidad y calor de tu tropa. Ahora era yo quien reclinaba el rostro hacia el muro y el mentón hacia el cielo, mientras tu risa entrecortada por suspiros se burlaba de mi sumisión a tu campaña.

No podía seguir así. Era hora de poner órden en aquella situación.

Raudamente me levanté, haciendo gala de mis abdominales, y atrapé a la invasora entre mis brazos, estrechandola contra mi piel. Sorprendida, tu rostro y tus suspiros se acrecentaron cuando no sólo te estreché, sino que me puse de pié contigo en mis brazos, fundida tu piel con la mía. No sé cuantos erúditos autores se desplomaron al piso en mi camino contigo hacia la ducha, ni cuantas filosóficas teorías se dieron de bruces en mi casi desbocado caminar, ni me importaba realmente. Sólo sentía como tus manos se clavaban en mi espalda para no soltarse ni caer, y como tus piernas se cruzaban tras mi cintura de una forma que ni el mejor koala podría imitar. Afortunadamente para la cortina de mi baño, desde antes de tu llegada se encontraba ya arriada, por lo que pudo escapar del vendaval que éramos nosotros dos. Sentí como tu piel se estremeció contra las frías cerámicas que cubrían el muro. Y me contagié en parte de ello, pero rápidamente, besando tu cuello, suspirando en tu oido, y estrechando tus caderas con mis manos, fueron las cerámicas quienes ahora se estremecieron de calor ante nosotros. Besé tu cuello, y tracé la ruta a tus labios con la punta de mi lengua, así como el camino alternativo a tus hombros, tu espalda, y tu pecho. Tus piernas subían y bajaban por mis caderas y mi espalda, causando, colateralmente, que una tibia lluvia cayera sobre nosotros, rodeando de húmedo vapor nuestros ya húmedos y sudados cuerpos. Besos iban, mordidas venían; mis manos estrecharon tus glúteos, y las tuyas los míos. No sé cual de nuestras respiraciones estaba más agitada. Inclusive creo que estaban fundidas en una sola. Parecía casi como si hubiéramos terminado de correr una maratón eterna, luchando codo a codo por ganar. Tu tibio aliento humedecía mis labios, mientras las gotas de la tibia lluvia salpicaban los tuyos. Mi aliento te imitaba. Y de pronto, tan rápidamente como comenzó esta batalla, nuestras miradas izaron dos banderas blancas no de paz, sino de tregua. Y como toda tregua, merecía una celebración, una reunión entre ambos estados. Yo estaba en ti, pues tus fronteras me permitieron el libre paso hacia tu ser. No más alientos fuertes, no más respiraciones tensas, no más uñas marcadas sobre mi espalda. Mis brazos ahora no te atrapaban, sino que te rodeaban. Tus piernas ya no luchaban con mis caderas, sino que se sumaban a su rítmico movimiento. Los suspiros ahora eran variados, desde muchos hasta pocos, desde bajos hasta altos. La tibia lluvia seguía cayendo, y junto con ella, fuimos descendiendo hasta llegar al lago que ya se había formado tras la previa tempestad. Con mis brazos a tus costados, te observé cara a cara, y mis caderas retomaron el ritmo que antes habían establecido. Las tuyas quisieron oponerse y plantearon una nueva sinfonía, que gustoso quise acompañar. Tus manos acariciaron mi pecho, mientras yo, con mis ojos cerrados, percibía tu tacto en mi piel, completamente.

Doblé mis brazos y me apoyé sobre mis codos, para liberar mis manos y acariciar tu rostro. Tu piel, suave y tersa, invitaba a mis palmas a posarse sobre ella, acariciando tu mojada cabellera y tus perfectas mejillas. Y el ritmo continuaba, la sinfonía se acercaba ya a su clímax. Rodamos sobre aquel lago una y otra vez, tu sobre mi, yo sobre ti. Nos sentamos, me diste la espalda, nos situamos frente a frente, nos apegamos como si solo hubiera un lugar donde teníamos que permanecer los dos juntos. No necesitábamos vernos la cara para saber como estaba el otro. No necesitábamos vernos los ojos para saber el éxtasis de cada uno, aún cuando al vernos a la cara nuestro éxtasis estallaba y se desbordaba. Perdí la cuenta de los minutos y las veces que nuestro encuentro parecía cesar, y se reiniciaba.

Poco a poco, tanto tú como yo, comenzamos a sentir el cansancio y las últimas fuerzas de las incontables batallas sucedidas. Era la hora de finalizar la guerra (al menos de ese día) y decidir al vencedor. Muchas veces estuviste a punto de derrotarme. Muchas veces te derrotaba yo, pero tenías la ventaja que esas pequeñas derrotas no eran ni un ápice de la real derrota a la que debía (y quería) hacerte llegar. Y, casi como un silencioso tratado y acuerdo en la intimidad, juntamos nuestras bocas y entrelazamos nuestras lenguas, al mismo tiempo que en el puente que nos unía, se sellaba la paz al mismo tiempo (por ese día). Los suspiros ya no eran ni aguerridos, ni tampoco confundidos; ahora eran suaves y tranquilos. En tu rostro se dibujó una sonrisa, y tus dedos, ahora ya veteranos conquistadores, se sumergieron nuevamente en mis cabellos pero con cuidado y suavidad, mientras apoyabas tu rostro y tu cabeza sobre mi hombro y mi pecho. Mis brazos te cobijaron, y nuestras piernas se entrelazaron. La tibia lluvia no cesaba de caer, y nos invitaba casi a un profundo sueño, el cual no quisimos conciliar. Nos miramos a la cara, y sin palabras nos amamos y nos besamos, casi tanto como hacía pocos minutos atrás.

Por una ventana y entre el vapor que nos rodeaba, los primeros rayos del alba se asomaron. Como si fuera el final de una película, un coro de gorriones recibía el nuevo día, y celebraba nuestra conjunta victoria. Y al mismo tiempo, en nuestros cuarteles generales, nuevas estrategias eran trazadas en una silenciosa "guerra fría", donde la recién pactada tregua no era otra cosa sino una pausa... Una pausa, en esta hermosa y permanente guerra, donde como fuera éramos victoriosos los dos.

Texto agregado el 15-01-2008, y leído por 257 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
09-03-2008 Es una presentación más que interesante, apenas para sugerir una revisión ortográfica para eliminar algunos acentos de más y de menos. La trama del texto está bien desarrollada, el fluir es excelente, las metáforas si bien son simples, son adecuadas. Se trata de un texto sensual, con los que habitualmente no me siento muy cómodo, sin embargo, lo llevas de manera tal que no hay chabacanería, cualquier incómodo lugar común se minimiza por el ritmo que le das al relato. Un saludo. OrlandoTeran
31-01-2008 toda una realidad buena forma de expresar eso que pasa dentro de nosotros..*****saludos guero
15-01-2008 Me gustó. Muy sensual. Mis 5* por ti. maryalba
 
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