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Hace un mes, cuando llegamos, éramos unas veinte personas. Desde aquel día no me han dejado mirar el sol ni aspirar el aire que corre libre por entre los árboles. Aquí todo huele a descompuesto. El viento se ha empantanado. Levanto mis manos y siento una nata pastosa, la imagino verde, semejante a la natilla que se forma en las superficies de las aguas estancadas; flota cerca de nosotros como queriendo acariciar nuestras pieles para después meterse, desapercibida, a pasear en los pulmones de cada uno de los que aquí estamos. Eso es lo que aquí se respira.

Nadie de nosotros sabe por qué nos trajeron; quienes lo preguntaron aún no salen del hospital. Yo estoy tirado en el suelo junto a una mujer que no reconozco. Me siento incómodo porque la ropa que me cubre está mojada de sudor, de mi sudor y, también, a veces, de mis propios orines que, sin yo notarlo, salen expulsados hacia mis piernas. A veces me alegra que eso suceda porque es un síntoma de que estoy vivo.

La oscuridad es profunda. De las paredes nace un frío seco que se cuela por la piel como arrancandola, como si los tejidos blandos fuesen un estorbo, como si su único objetivo fuera llegar al hueso. Parece que nos quisiera robar la vida. Por eso no me gusta recargarme en la pared. La mujer grita insistente pero no siempre la escucho, pocas veces la entiendo. En ocasiones dice que no quiere vivir en el exilio, que prefiere morir, otras que nunca le podrán robar sus ideas. Grita otras cosas pero intento escucharla lo menos posible. Intento olvidar su voz a cada frase que termina; es fácil, apenas puedo recordar recordar mi propio nombre.

Estando aquí, tan infinitamente solo, creo que el exilio es una ausencia que me enfrenta a la muerte, pero, también, creo que la muerte es la mejor manera de acercarse a la vida. Es esta lejanía la que me obliga a replantear mis ideas y reconstruir los conceptos que me han acompañado a lo largo de los años. Siempre busco la mejor respuesta de acuerdo al problema amorfo que tengo enfrente y, a veces, las respuestas nunca llegan y me siento derrotado como en una lucha contra la nada que me obliga a ser extranjero hasta de mí. Recuerdo que cuando estaba fuera de aquí, mirar al oriente, cuando el sol se ponía, era una buena opción para meditar. Fue, en aquellos instantes, cuando tomaba conciencia que el tiempo era finito, que se terminaba, pero también, era conciente que para otros apenas comezaba, que en unas horas saldría nuevamente por el lado contrario y tendrían una nueva oportunidad para la vida, para continuar en la reflexión de las cosas y los replanteamientos de los conceptos guía de sus decisiones. Al estar ahí, frente al sol y en el atardecer, podía suponer que lo que estaba mirando era el frente del mundo pero, también, podría pensar que le estaba dando la espalda. Y en realidad son las dos cosas; con esa bipolaridad tenía que vivir. Con aquel doble filo que nos regala la vida, con el peligro que con un paso más adelante estemos al otro lado del mundo, al otro lado de la vida, al otro lado de la ausencia. El silencio y la soledad son una buena opción para conocernos a fondo y reinventarnos. Deshacernos y rehacernos una y otra vez hasta encontrar el modelo de nosotros mismos, el que más nos satisfaga. El exilio es la medida exacta para olvidarnos de los asuntos materiales, de la carne. Para encontrar al espíritu, aquel que nos mantiene vivos a pesar de que lo dejamos olvidado por tanto tiempo. Para ello es necesario cerrar los ojos, imaginar el ensueño, dormir y despertar con risas de lentejuelas. Cerrar nuestras manos sobre el pecho para escuchar la palabra, para calmar los latidos del corazón. Imaginaré, entonces, un murmullo cada vez más alto y tan bello como el eco de la música que, detrás de muchas sonrisas desplegadas, dirá un bienvenido por siempre. Y las voces serán cada vez más altas hasta dejar de ser un murmullo y convertirse en un grito al unísono, definido, concreto y tan cercano que se podría oler.

Mientras los minutos avanzan, el frío repta por los tejidos de mi piel hasta filtrarse y llegar a los huesos. La oscuridad me invita a hundirnme en un vacío cada vez más profundo. Me duele el silencio. El calor me humedece los ojos de un líquido espeso. Me obliga a mantenerlos cerrados y soportar lo pegajoso de los párpados, como cuando era niño y comía un mamey y me quedaba con una sensación de no poder separar los labios, pero en esta ocasión son los ojos. Hay preguntas flotando en el aire que se meten por mi cabeza, la saturan de ideas que no traen consigo respuestas a pesar de tanto invocarlas. Me desespero poco antes de quedarme dormido. Así sucede de manera cíclica no sé cada cuánto tiempo, pero deben ser dos o tres veces durante el día. Me siento débil.

Texto agregado el 06-04-2004, y leído por 219 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-01-2005 bien narrado. yussi
10-01-2005 interesante, un pensamiento trabajado pacientemente, el exilio, la carcel, la vida la muerte, las ideas, bueno. curiche
20-04-2004 Esta no es una pluma improvisada. Hay transpiración aqui. Buen trabajo,muy bueno. gracias por compartirlo hache
09-04-2004 Tienes buena mano narrativa, me hiciste leerte hasta el final, pero como que me quede esperando algo. Gatoazul
 
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