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Los turistas asomaron en la trocha polvorienta, y la mujer en el rancho, después de avistarlos, se dirigió al hombre con una sonrisa leve y mientras meneaba el caldero humeante. José Isidro dispuesto a recibirlos se puso en pie y dejó sobre la piedra de amolar el machete que había estado afilando mientras esperaba el almuerzo, que ya casi era cena, porque el sol aumentado ya vestía el cielo del rojizo naranja del final de la tarde.
En reparación a la aridez y el poder corrosivo del salitre, este insólito paraje en donde habitan Jose Isidro y su mujer ha sido bendecido por la presencia habitual de los flamencos. Estas tierras estériles del litoral desértico, en donde el viento marero reprende todo lo que tenga más de un metro de altura, fueron premiadas con la presencia de estas hermosas aves de plumaje rosa brillante, espigadas y elegantes en las aguas pocos profundas y majestuosas en su vuelo. Exhiben su belleza con movimientos amplios y sincronizados en sus cortejos en grupo, atrayendo a foráneos desde las tierras más lejanas, y de paso resolviéndoles la vida a los indígenas como José Isidro, quién sabe dónde, cuándo y cómo los podemos ver.
Jose Isidro les salió al paso de inmediato porque nadie viene hasta aquí por otra cosa que no sean los flamencos. Eran todas mujeres y mayores de cuarenta años. Después de cuadrar el precio con el intermediario que las había llevado, en fila india las llevó por un sendero hacia el lugar, y en el camino, la chacota por el licor que habían estado tomando las turistas le hizo pensar que su trabajo sería más fácil de lo que pensaba. Se detuvo para hacerles señal de silencio y al atravesar algunos matorrales de mangle, por un pasadizo enfangado, apareció el espectáculo esperado. Cientos de flamencos rosados dibujaban una hermosa estera viva que posaba sobre el azul del mar, y al fondo, el increíble sol naranja rojizo, cuyo tamaño y belleza eran inusuales para ellas, que no sabían qué mirar, y que no terminaban de maravillarse de aquel paisaje cuando, de repente, un sector de la colonia inició una bellísima danza que duró lo suficiente cómo para mantener a las turistas aleladas e inmersas en este sublime y mágico mundo. Al final, un vuelo de despedida y José Isidro apareciendo como el domador triunfante de este circo natural con los brazos abiertos hacia el cielo.
Las turistas cuarentonas, lo recibieron con aplausos, le hicieron ronda emulando la danza de los flamencos, parecía como si el paisaje hubiese catalizado el licor en sus cabezas y las risas se hicieron más fuertes. Algunas en ropa interior se tiraron en los playones, mientras otras después de revolcarse en los fétidos barriales del mangle ensuciaban a las demás abrazándolas, siempre riéndose. Camila, soltera, cajera de banco por más de diez años, desafiando su fama de amargada improvisó ante Jose Isidro una insinuante danza con la que poco a poco se deshacía de la blusa y la pantaloneta floreada que llevaba. Con las mismas carcajadas con que ella se desvestía y se quitaba las zapatillas deportivas que usaba sin media, varias hacían la música, a ritmo de palmas, ubicadas alrededor de las formas y el exótico trigueño de José Isidro, quién sólo se reía viendo aquel alboroto. En su mente sólo estaba esperar con paciencia, con una sonrisa de oreja a oreja, a que todo ese relajo inefable para él terminara y así asegurar la comida del día siguiente cuanto antes. Quizás el almuerzo al día siguiente fuera más temprano.
El baile de Camila continuó y pidió una fotografía. José Isidro permaneció como una estatua con ella ante el aparato, tan extraño para él como las borracheras de aquellas cuarentonas desinhibidas por la cerveza. Permaneció quieto, mostrando su dentadura blanca y perfecta, sin entender nada. Camila posando se atrevió a agarrarle una nalga que dejaba ver el guayuco adornado con borlas que José Isidro, fiel a sus costumbres vestía. Lo que vino, la fotografía lo resume en forma desgarradoramente exacta. Un indígena desprevenido, de sonrisa mal fingida y los ojos cerrados por el flash, al lado, una cuarentona de los andes, blanca como una rana platanera, riéndose con la mirada torcida, y al fondo, una sombra desde la que sale un machete recién afilado cayendo sobre el brazo dirigido al trasero del acompañante. La mujer de Jose Isidro había sucumbido ante esa oscura pasión que son los celos, tiñendo de sangre esa formidable estampa de mi tierra guajira.

Texto agregado el 24-01-2008, y leído por 1179 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-07-2008 uchh, que tragendia, hasta cómica y todo, muy bueno, me reí mucho, y dije: !mera asesina¡, jaja, sigue así, suerte... ivancamella
24-02-2008 Buen relato, casi me sentí transportada al lugar. Te había perdido en este laberinto de loscuentos.net y me alegra re encontrarte. Un saludo. galadrielle
06-02-2008 Muy buen relato con una asombrosa erudicción! ¡Saludos! compa
30-01-2008 si es verdad que lamentable que los celos conlleven a la tragedia, y si es un cuento de tu inspiracion, tu imaginacion es admirable y la fluidez de tus palabras como un manantial es cautivante definitivamente me gusto, mereces la maxima calificacion y hasta mas. sharick
24-01-2008 Oiga, oiga, que tremendo retrato de los celos; toda una estampa del subdesarrollo de su tierra guajira. Como diría el exacrable ex presidente y ex ser viviente Ronald reagan: THAT'S THE LIFE IN TROPICAL COUNTRIES marxtuein
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