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Inicio / Cuenteros Locales / AnaAlonso / EL CASO DEL HOMBRE DE LOS DEDOS AMPUTADOS

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Los trámites fueron los normales. Comprobamos que todos los permisos estaban en orden. El certificado de muerte cierta, la hoja de petición cumplimentada por un médico de urgencias. Sólo faltaba la autorización de los familiares que, no existiendo, fue firmada por el director médico. Se trataba de un varón de edad avanzada, que vivía solo y mantenía escasa relación con sus vecinos. Un buenos días o buenas tardes, imagino, al cruzarse en el ascensor con alguno de ellos. Según constaba en la historia clínica, una señora de esas que viven piadosamente pendientes de lo que hacen los demás, llamó a su puerta extrañada por la ausencia de actos cotidianos, bajar la basura, o sacar a pasear al perro, en el caso de que lo hubiera tenido. Al no recibir contestación, telefoneó al 112 y una ambulancia lo trasladó al hospital con la sirena en marcha. Quizás algún peatón se santiguó a su paso, como es costumbre en los pueblos, o en los barrios periféricos. Durante el trayecto sufrió un paro cardíaco y al ingresar en urgencias, se certificó su muerte por infarto de miocardio. Tal vez hubo alguien que se extrañó de su apellido, una combinación de sílabas que no coincidía con los habituales, pero ya se sabe cómo son las urgencias de los hospitales, camillas por los pasillos, salas de espera atestadas de rostros angustiados, gente de blanco o verde corriendo de un lado para otro. El caso es que a partir de convertirse en la A-78-06, la autopsia número setenta y ocho del año en curso, ese detalle quedaría olvidado.

El cadáver aparentemente era como todos. Es curioso cómo se parecen entre sí los cadáveres. La barbilla se afila, las mejillas se hunden, la frente se vuelve prominente, la piel adquiere el color de la ceniza. Los ojos entreabiertos miran sin mirar al vacío, como si hubieran perdido todo interés por las cosas de este mundo. La rigidez postmortem borra cualquier gesto humano. Nace un niño y la familia, las amistades, opinan a través de los cristales que lo separan del nido, es igualito a su madre, no, los ojos son de su padre. La abuela añade, pues fíjate como berrea, se nota que ha sacado mi carácter. Hasta que llega el hermanito, observa al recién nacido, a los demás bebés en sus cunitas, y dice, todos son iguales. Lo mismo pasa con los muertos. Sólo que a éstos evitamos mirarlos, quizás para no sentirnos reflejados.

La técnica utilizada fue la de siempre. El cuerpo yacía, desnudo, sobre la mesa metálica. La observación externa no ofreció signos de interés. Piel blanca, aproximadamente uno ochenta, delgado, ausencia de cicatrices, cabello cano. Se procedió a la apertura de la cavidad torácica, retirando el triángulo del esternón y las costillas. Antes utilizábamos un costotomo que salió por un ojo de la cara, pero el mozo de autopsias trajo un día una podadera, de esas que se usan para cortar las ramas de los árboles, y resultó mucho más práctica. Retiramos el corazón con cuidado y lo depositamos en un cubo con formol. Hasta pasados varios días no procederíamos a cortarlo en secciones transversales que extenderíamos con cuidado sobre una mesa de tallado, buscando los signos de isquemia, el nivel de daño de las arterias coronarias. El resto de los órganos torácicos, al igual que los de la cavidad abdominal y los genitales fueron normales. Se tomaron muestras de cada uno de ellos, que fueron a parar a un frasco.

La extracción del cerebro no ofreció dificultades. Afortunadamente conservaba bastante pelo, lo que sirvió para disimular las zonas de incisión que cosimos con grapas metálicas. En este caso, al no existir familia, esta particularidad tenía menos importancia, pero nos gusta ser profesionales y cuidar los detalles. Como siempre me ocurre con los cerebros, mi memoria retrocedió al cine de mi barrio, la sesión doble de los domingos por la tarde a la que iba con mis hermanos. Cerraba los ojos unos instantes, justo cuando el indio de turno arrancaba la cabellera del vaquero, y al abrirlos de nuevo, ondeaba en su mano como un trofeo. Me sorprendía la rapidez con la que actuaban pero, cuando hice mi primera autopsia, descubrí lo fácil que era. Haces una incisión en la mitad del cráneo, de oreja a oreja, usando el bisturí en lugar de la navaja, separas con la mano el cuero cabelludo, la mitad hacia la cara y la otra mitad hacia la nuca y ya está. En cualquier caso, el estudio posterior del cerebro, después de permanecer sumergido en formol cinco semanas, tampoco aportó ningún dato destacable.

Pese a la sospecha clínica de infarto de miocardio, no se pudo encontrar la causa de la muerte. Al corazón le fueron aplicadas técnicas enzimáticas que permiten detectar lesiones muy tempranas, sin obtener ningún resultado. Pensé, ya han vuelto a engañarme. Los casos de muerte sin causa clínica sospechada son de los forenses, no de los patólogos, pero es increíble lo que mienten los médicos. Mienten a los enfermos para no entristecerles, mienten a los familiares para darse importancia, y mienten a los otros médicos por capricho, para conseguir una prueba no necesaria, o, como en mi caso, por pura curiosidad, por si sale algo interesante, para que la autopsia se realice en el hospital, porque si son judiciales no vuelven a saber nada. No era la primera vez que no se descubría la causa de la muerte en una autopsia. No es frecuente, pero hay situaciones de fallos metabólicos que no dejan lesiones detectables así que, después de estudiar detenidamente todos los tejidos al microscopio, correlacionar las lesiones encontradas e investigar otros hallazgos secundarios, la autopsia 78-06 fue cerrada. Se archivaron los bloques de tejido y cristales, se incineró el material excedente y en el apartado del informe final destinado a la causa de la muerte, se consignó el eufemismo “sin expresión morfológica”, que queda mejor que poner que no sabes qué ha pasado.

La sorpresa se produjo un par de meses más tarde, cuando sonó el teléfono de mi despacho y una subdirectora me comunicó que el cadáver de la autopsia no correspondía a ese hombre. Hay que ver qué mal se explican los directores y subdirectores, me dio un susto de muerte, pensé que habíamos hecho la autopsia a un cadáver equivocado. Pero no era así, sólo se trataba de un nombre falso. La subdirectora me explicó que estaba con alguien de la Brigada Provincial de la Policía Científica, que cuando el juzgado recibió el certificado de defunción de nuestro cadáver se comprobó que no existía nadie con esos datos, que habían tomado fotografías y las huellas digitales, pero las yemas de sus dedos habían sido manipuladas con anterioridad y no había podido ser identificado. Cuando yo aún me reponía del sobresalto y empezaba a recuperar la capacidad de razonar, para qué me contará esta historia, ese es su problema, a mí qué me más me da de quien se trate, hete aquí que añade, con voz muy dulce, que si puedo cortarle dos dedos y dárselos al policía.

Que se los corten ellos, contesté indignada, que lo lleven al Instituto Anatómico-Forense y hagan lo que quieran, no me iban a liar por segunda vez. Pero la subdirectora me dijo que el juez se había inhibido del caso porque no había delito denunciado, que la policía judicial tenía prohibido por orden judicial, valga la redundancia, amputar ningún tipo de miembro ni parte del mismo a los cadáveres, que sin los dedos no podían hacer las averiguaciones dirigidas a la identificación del fallecido, que estaban en un callejón sin salida y por eso me pedían el favor. No quise escuchar más y respondí que ni favor, ni leches, que salvo que un juez me lo ordenara no quería volver a saber nada del tema. Eso dije pero, naturalmente, me quedé intrigada. ¿Qué tipo de persona se construye una identidad falsa y destruye sus huellas dactilares? Ya se sabe como es la imaginación, cuando se pone en marcha no hay forma de pararla. Tal vez se tratara, por la edad, de un nazi huido de la justicia, recuerdo que era de tez muy clara. O quizás un capo de la mafia, que los tenemos a todos instalados en nuestras zonas turísticas. O alguien de la KGB o de la CIA, justo en esos días había salido en la prensa el asesinato en Londres de un espía ruso con polonio, dejando un rastro radioactivo por medio mundo.

Fuera lo que fuera acabé olvidándome del caso, pero pasados al menos dos meses más, la subdirectora me telefoneó de nuevo para decirme qua ya disponía de la autorización judicial pertinente. Hay que ver cómo es la burocracia. Compleja y llena de vacíos, como agujeros negros que se tragan parte de los textos que contienen las normas y, por eso, lo que queda es ininteligible. Me envió una copia de un oficio en el que se indicaba textualmente que, en virtud de lo acordado, libraban la presente para comunicar que, por parte del Juzgado no existía inconveniente alguno para que se procediera a lo interesado (seguía una lista de números y letras sin sentido) para su posterior entrega a funcionarios de la Brigada Provincial de la Policía Científica. Concluía con un garabato de el/la Magistrado-Juez, cuyo nombre no constaba. Eso era todo. Lo leí tres veces. Los dedos, ni nombrarlos. Contesté que con ese texto se podía pedir hasta un regalo de navidad, eso se me ocurrió porque estábamos en diciembre, pero, como tampoco quería conflictos con los jueces porque los conozco de otros procedimientos en los que he tenido que ir a declarar y con ellos nunca se sabe, me conformaría con una orden escrita del gerente de mi hospital en la que expresara con exactitud la intervención a realizar, orden que recibí de inmediato junto a la aclaración de que amputáramos aquellos dedos de la mano derecha que estuvieran en mejor estado.

Quedé citada con un policía de la Brigada Provincial para el día siguiente a primera hora. Se presentó como en las series de la televisión, con dos ayudantes, un chico y una chica bastante jóvenes que vestían vaqueros y deportivas. El era un tipo delgado, le calculé alrededor de cuarenta años, gafas oscuras, pelo engominado, bien vestido y correcto en su trato aunque un tanto arrogante. Nos dirigimos todos hacia la sala de autopsias en la que ya estaba preparado el cadáver, como una momia, envuelto completamente por un sudario del que asomaba, descubierta, una mano violácea que más parecía una garra, con los dedos curvos y rígidos dirigidos hacia al techo. La escena recordaba una película de suspense, cuando se descubre una parte de un cuerpo que la lluvia y el viento han desenterrado. Pero esto era real. El policía se puso unos guantes de goma y, tras una detenida inspección, seleccionó el índice y el pulgar. Sentí curiosidad por saber qué se podía hacer con unos dedos en tan mal estado. Explicó, con aire de suficiencia, que en la huella de cada dedo hay unos ciento veinte puntos clave y si, tras aumentar su grosor con un proceso químico, identificaban seis o siete, a ellos les bastaba. Con la ayuda de un ordenador, si era español se sabría quien era sobre la marcha, y si no, enviarían las huellas a la Interpol. Le entregué los dedos e introdujo cada uno en un frasquito y, aunque resultó un poco raro, le hice firmar un recibí, como cuando te traen un paquete a casa.

Pasado cierto tiempo, la curiosidad me hizo contactar con la Brigada Científica con la disculpa de que necesitaba la correcta identificación del individuo para nuestros archivos. Al fin y al cabo, pensé, nosotros teníamos parte de él y, además, favor con favor se paga. Nadie supo darme noticias. El policía al que había entregado los dedos había pedido el traslado voluntario a otra provincia. Los funcionarios que me atendieron dijeron que no sabían de qué caso les hablaba. No me lo podía creer, pero soy testaruda, y cuando se me mete algo en la cabeza no paro hasta llegar al final. Conseguí que me recibiera el jefe de la Brigada. Me dijo que la identidad del fallecido no había podido ser determinada, que las diligencias habían pasado a un juzgado de instrucción y el procedimiento era reservado, y que probablemente el juez archivaría el caso. Yo lo observaba mientras hablaba. Sé reconocer cuando alguien miente. Su mirada estaba fija en una esquina de la mesa; su rostro, sin expresión. Las palabras que brotaban de sus labios parecían proceder de otra persona, como cuando se produce una descoordinación en una imagen entre los movimientos de la boca y los sonidos. Cuando salí del despacho me dije, la A-78-06 sigue abierta.

Pero ya se sabe como es la vida, cuántos propósitos se pierden en el camino. Por fin, cuando menos lo esperaba, recibí una llamada del policía que se llevó los dedos, el que supuestamente se había marchado con urgencia a otra ciudad. Me esperaba en una cafetería que hay en una calle trasera del hospital y me pidió que me reuniera con él. Perpleja, dejé lo que tenía a medias y salí corriendo. Estaba sentado en una mesa de la zona de fumadores, con una cerveza en una mano y un pitillo encendido en la otra. Había adelgazado y su aire ya no era altanero, más bien me pareció que su cuerpo desprendía olor a miedo. Me senté a su lado y pedí otra cerveza, para que sintiera confianza. Empezó en voz baja, yo no debería estar hablando con usted, fue lo primero que dijo. Permanecí en silencio, sin dejar de mirarle a la cara, mientras él continuaba. Ya se sabía la identidad del cadáver. Se trataba de un hombre de nacionalidad holandesa empleado de un grupo farmacéutico que investigaba posibles tratamientos para la enfermedad de las vacas locas. Creutzfeldt-Jacob, puntualicé, un tanto molesta por su falta de precisión científica. Hizo como que no me había oído y continuó hablando. El finado desapareció sin dejar rastro cuando la Interpol lo relacionó con una organización de la que se sospechaba que robaba muestras biológicas para venderlas posteriormente a grupos terroristas, aunque con frecuencia eran sus propios agentes los que se infectaban. Tenía prohibido hablar este tema con nadie.

Tras esta escueta información se calló, clavando en mí sus ojos asustados, mientras yo intentaba ordenar mis ideas. Todo el mundo sabe que el agente infeccioso del Creutzfeldt-Jacob no posee vida, carece de material genético, pero contamina todo lo que toca. Ya había tenido experiencias previas con tejidos de pacientes en los que se sospechaba esta enfermedad, pero estábamos advertidos e intentábamos tomar las medidas de precaución que el protocolo establecía. Digo, intentábamos, porque no siempre lo conseguíamos. A veces una cadena de errores se desencadenaba, como en los accidentes aéreos. Había niebla, no funcionaron los frenos y el piloto se equivocó de pista. En los hospitales pasa lo mismo. Suba esto y dígales que, y la persona que lo sube se para a hablar en un pasillo con un compañero y se acuerda de pronto que tiene que ir al cajero, si no te importa dejas esto en, y alguien del laboratorio lo recoge sin leer la petición, pura rutina. Cuando llegaba a nuestras manos, la muestra se había paseado por medio mundo. Como es lógico, se armaba la bronca, pero todo quedaba en casa, estas cosas pasan en todos lados, pensabas, a cada uno lo suyo, al fin y al cabo yo no me caeré nunca de un andamio.

El estudio de estos casos con las técnicas habituales no detectaba nada. Teníamos instrucciones de enviar los cerebros, en recipientes herméticamente cerrados, a un centro de referencia que contaba con medios especializados. Las cajas las recogía el personal de una empresa de transporte, tan contentos, sin la más remota idea de cual era su carga. A lo mejor hacían apuestas entre ellos. Esto debe ser una impresora, o un equipo de música. Como para tener un percance. Caí en la cuenta, de pronto, del hermetismo oficial existente. No había pruebas, ni documentos que atestiguaran lo que se enviaba, sólo a veces una escueta contestación verbal, la misma siempre, que informaba de la negatividad de los resultados. Un sudor frío envolvió mi cuerpo y sentí que me faltaba el aire. ¿Cuánta gente habrá por el mundo infectada? Si nuestro hombre había muerto contagiado, nosotros también podríamos estarlo. Habíamos manipulado el cadáver, seccionado, extraído sus órganos. El ayudante de autopsias, los técnicos de laboratorio, los equipos de procesado, corte, teñido, los archivos, todo estaría contaminado. El policía que tenía delante. Los informáticos que trabajaron en la reconstrucción de las huellas dactilares, los ordenadores, quizás el propio juez. Por supuesto, yo misma. La cadena era imparable.

Uno ve en la televisión un programa que trata de guerras biológicas mientras sostiene sobre las piernas la bandeja de la cena. Siempre sucede en países lejanos, nosotros estamos acomodados en nuestro sofá, a salvo. Lo mismo ocurre con la enfermedad y la muerte. Fallece un amigo, un familiar, y te entristeces. Pero siempre es algo que le sucede a otro y, casi siempre, la culpa es del muerto. Por fumar, por no hacer ejercicio, por no cuidarse. Hasta los médicos se indignan, ¿por qué no vino antes? Cuando te ponen fecha cómo cambia la vida, cuántas veces lo he visto en otros, cada día se convierte en el simulacro de un día. Todo eso pasaba por mi cabeza mientras intentaba recuperar el control y el policía encendía un cigarrillo tras otro. A punto estuve de pedirle uno, pero llevo diez años sin fumar y no iba a estropearlo, al menos todavía. Además, el periodo de incubación de esta enfermedad puede durar muchos años, diez, quince, veinte, incluso más. La de cosas que pueden pasar en ese tiempo. El policía seguía esperando. ¿Qué podía decirle yo? Hice lo mismo que todos. Con expresión tranquila y voz segura, afirmé, tranquilícese, no hay peligro, la autopsia 78-06 está cerrada. El paciente murió de un infarto de miocardio.



Texto agregado el 30-01-2008, y leído por 245 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
17-02-2009 Buena historia, bien escrita. margrave
15-12-2008 Esta muy bueno eh!. Me recordó algo de Patricia Cornwell o de Robin Hook. Un importante peso sobre las técnicas de investigación. Pero con una anécdota cerrada y visto desde un punto de vista, de humor negro. Que bueno que haya quienes escriban bien para este género policiaco que normalmente está abaratado. Me gustó. meaney
09-02-2008 Pues que cabrones, le amputaron los dedos al tio guarro, que le han amutao los deos y el culo gordo! marxtuein
04-02-2008 WOW!!!!! Realmente es bueno, muy bueno!!!Todas mis ***** anyglo
04-02-2008 Aquí un fan, con ganas de más. Bienvenida. juanrojo
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