Pagar deudas

Conmigo siempre habló de mujeres.
-Mire Don Raúl, decía, las tetonas me pueden. Tienen algo especial, parece que uno las desnudara dos veces cuando les saca la ropa, ¿vio?- Y los dos nos reíamos fuerte para espantar a la desgracia, como solía comentar.
-Lo único que le envidio al Cara de Goma es que se machetea a la Perica Guglielmino….qué hembrón Don Raúl, que par de tetas… - y se le perdían los ojos en los pezones del sol que estaba saliendo por atrás de los tanques y los parrales preñados de cañerías en lugar de uvas.
Cierto que gustaba de la historia, pero cambiaba el repertorio según quién lo conversara. Conmigo era más llano, más popular si se quiere. Me contaba dónde estaban los añejos prostíbulos, quiénes eran las turras más famosas…. Y siempre nombraba a un tal Titi, cafishio, que tenía como pareja a una pobre mujer a la que le faltaba una pierna.
Según Don Caña el tipo le había revelado gimnasias increíbles que practicaba la pupila en la cama todavía tibia, una vez que los clientes se habían ido y la plata esperaba en el cajón de la cómoda.
-¿Sabe Don Raúl? -me dijo aquel miércoles, unos dos meses antes de mi traslado a las oficinas de Buenos Aires- tengo una oportunidad única de encamarme con la mujer del Titi. Ayer me la ofreció.
Después habló de su propia esposa enferma, de las malarias que habían pasado, de su cuerpo raquítico a fuerza de comer cualquier porquería. Pero yo también tengo necesidades, ¿vio? Y aunque a mi patrona le guardo un respeto sagrado, antes de que no pueda hacer más nada, me quiero dar el gusto.
Cuando terminó me miró tan fijamente que me sentí un desgraciado sin escrúpulos.
-Hay un problema, agregó, el Titi me cobra un precio simbólico, como para justificar que es un negocio y no una degeneración, porque la mujer de uno jamás se presta, ¿sabe?
-¿Y cuánto le cobra? Pregunté con ganas de reírme un rato.
-Un dólar. Me cobra un dólar, Don Raúl.
Siguió el silencio chico de las charlas de café, el de la espera de ayuda, el de tensión ante el naipe que flota delante de la mirada del rival en la mano decisiva.
-Un dólar, ¿quién ha visto un dólar? –imité al General y solté su risa de poca nafta.
-Yo, sentenció Cañita. Yo nunca vi, Don Raúl. No tengo.
-Eso es fácil, hombre. Tome, llevo uno en la billetera para que me dé suerte.
-Pero no sé cuándo se lo voy a devolver.
-Por favor, olvídese. A un amigo no se le niega semejante favor.
Después no volví a ver al camionero. Pasé a trabajar en la capital y algunas mañanas, demasiado cerca de la depresión, me reí lindo recordando los sueños de Don Caña.
Un martes, sería junio, trajo la voz flaca de mujer en el teléfono. Soy la esposa de Don Caña, reveló asumiendo el apodo familiar. Después dijo Cañita murió recién, esta tarde, en el Hospital. Neumonía parece, una mojadura, el cigarrillo. Siempre hablaba de usted. Le quería avisar.
Quedé congelado. Se me hizo un nudo en la garganta. Perdí la mirada entre papeles de esos que nunca van a importar. Colgué antes de escuchar lo que seguía.
Hoy, con la correspondencia, llegó este sobre arrugado, sucio de gasoil y tierra. Para Don Raúl escrito al frente con letra prolija y cuidadosamente dibujada, respetuosa. Adentro, doblado, un billete norteamericano.