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Al percatarse de que estaba durmiendo cambió el cuerpo de posición buscando una postura más cómoda. Arregló los almohadones, se puso boca abajo, de lado, del otro, en posición fetal... ya el cuerpo renunciaba al sueño conciliador y lo más que alcanzaba a permitirle era el estado de vigilia, insoportable cuando lo único que se quiere es dormir profundamente. Alma se sentó sobre la cama, deslizó las tibias sábanas de seda hacia el extremo inferior y puso los pies sobre la alfombra de cisnes. Al caminar por la madera fría se le acalambraron las piernas, efecto que siempre le producía un ligero placer. La habitación con todas sus cortinas, mesitas y armarios en caoba parecía haberle arrebatado el sueño y dormía placidamente.
¿Por qué las ventanas tenían que quejarse? Las estaba liberando de las aldabas, ¿qué más querían? La noche traía consigo un viento helado. No habían lunas ni estrellas, sólo el cielo raso. Alma apoyó los brazos sobre el alfeizar respirando la noche con los ojos cerrados y al volver a abrirlos notó que parte del negro de aquel cielo parecía moverse. Una parvada de cuervos con sus graznidos estridentes se precipitó contra la ventana, despedazando una jarra de cristal y tirando a Alma al suelo. Esta profirió un grito enorme, estremeciendo los sueños de todos y levantando a toda la casa. Pocos segundos se necesitaron para que más de una docena de criadas con sus gorritos de dormir llenaran el pasillo que daba a la habitación de Alma donde Genaro, Helena, Caterina y Nina levantaban del suelo a Camilly. No lograba ésta enfocar bien la vista ni sostenerse por lo que ellos mismos tuvieron que trasladarla hasta su cama. Tenía los brazos cubiertos de arañazos pero salvo a una herida entre la muñeca y la mano derecha no había sufrido ningún daño. No obstante la sangre roja se precipitaba con gran rapidez manchándole toda la falda del vestido.
- Dios Santo, ¡con la sábana no Cecilia! ¿Qué te pasó Camilly? – preguntaba la señora Helena tratando de cubrirle la herida con el mismo vestido de Alma.
- Cuervos madre. – respondió ésta recostando la cabeza en uno de los almohadones.
- ¿Cuervos figlia mia? – preguntó el señor Mazzini juntando las cejas en expresión confusa.
- Si, muchos. – reafirmó Alma.
- Pero aquí no hay nada Camilly. –dijo Helena observando como Silda le quitaba el puesto a Nina y continuaba el vendaje.
- Han de haber salido. – intervino Nina - Son tan oscuros como ellos mismos.
- ¿No cree usted que está demasiado flojo ese vendaje? – Va benne muchacha la escoba, la escoba – Los vidrios también están ensangrentados…
Las palabras se iban desvaneciendo antes de llegar a los oídos de Alma. Entre exclamaciones y acentos fue perdiéndose suavemente hasta dormirse. Los cuervos la habían lastimado, pero quizá era la única forma de que conciliara el sueño.
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Imposible que dejase de ir con Silda al mercado de las fruterías y al parque. Esa noche había soñado que recogía centenares de albaricoques, no podría de ninguna manera desechar el augurio de aquel sueño. Caterina parecía entretenerse leyendo una novela de cubierta malgastada así que decidió dejarla tranquila, tras convencer a la negra de que nada pasaría si se escabullía por debajo de las celdas ambas salieron; Alma con un vestido blanco y muy sencillo, Silda con su pañoleta violeta y chillona que le envolvía cual penacho la cabeza.
Bajaban ambas por la calle principal del mercado de la fruterías, centenares de personas se abrían paso, centenares de hormigas sudorosas y grasientas. Alma envolvía su brazo en el de Silda, pareciese como si única en su especie no le topara el calor y la desesperación la brincara pues se sentía fascinada ante aquel teatro al que no pocas veces antes había asistido. El mercado de las fruterías era mucho más que eso, con sus pollos de carrera, los pesos mal ajustados, las verduras recostadas del suelo y el repollo asfaltando las malas calles. Las voces de los vendedores que se alzaban una sobre otras, el niño que jugaba con los huevos, el hombre que pelaba en un dos por tres las naranjas para lavarlas luego en un sitio de lo menos apropiado, anticuerpos para todos. El paso de las flores, hermosas y con pétalos de mariposa, refrescaba las narices con su perfume mientras las moscas se abandonaban al vuelo libre planeando sus alitas tornasol entre los agitados compradores. Palanganas de pequeñas frutas rojas, de las cuales Camilly no imaginaba el nombre, se extendían reclamando recetas entre los callejones, al igual que los racimos de guineos u otros parecidos servían de guirnalda entre los techos de paja. Y fue allí, entre un trozo de pierna de cerdo colgante y amoscado y un viejo de sombrero de paja mordiscado y sin dientes, que Camilly atisbó, en la esquina de la calle de Las Mercedes con Julito Peralta, a Gustavo Adolfo Benavente. Y entonces de súbito el vestido blanco era demasiado sencillo, y los arañazos en los brazos eran fieras cortadas. No estaba todavía por completo segura de que fuese él, y en verdad no quería saberlo, pero hundió su cuerpo acariciándolo con el de la negra y perdió la mirada hacia otros lados. Sin preverlo se abandonó a hacerle caso a una emoción, sonriendo sinceramente se negaba a descubrir que tal vez aquél no era el que creía. “Prefiero pensar que lo he visto a que me lo he imaginado” se decía, pero tal compasión por ella misma no duraría mucho tiempo.
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“Capataz de la hacienda y encargado de los negocios en la Ca-pi-tal y OTRAS provincias”. Felipe no podía creerlo, ni siquiera la gran sonrisa que se extendía en su rostro podría creer semejante cosa. “Ma tu sabes figlio mio que io te tengo multo multo cariño” se repetía, que palabras tan dulces, que bello es el acento italiano, que gentil era aquel hombre pequeño y rechoncho. “Claro CLaro CLAro CLARo CLARO” Era una pena que el viejo Víctor hubiese muerto pero ya era hora de que alguien más joven se encargara de estos negocios. “Y aún muerto hace buenas acciones”. La Niña se pondría contenta, qué contenta, contentísima, los otros muchachos se pondrían a tocar con los palos, las mujeres bailando, cocinando… “Todo en honor mío. ¡Y la familia sube, y todo se va arreglando… Diosito las cosas no podrían ser mejores!”.
Las frases se le apretujaban en la cabeza, se imagina estrechándole las manos a todos sus compañeros “’Eh Rubén eh que yo se lo he dicho, el que se esfuerza recompensa” “Adió Emiliano pero uté no tiene que comprar eso pote e romo por mí, bueno bueno dele pa’ allá si uté quiere”. Se pasaba las manos deslizando los negros rizos hacia atrás, brincando los escalones de la puerta trasera de aldabas oxidadas para luego meterse por la yerba que en ese tiempo, como ahora, estaba bastante alta subiéndole hasta más allá de las rodillas. Arrancó de paso una espiga y de pronto se creyó poeta empezando a idolatrarla “¡Nada más perfecto que esto, que todo esto!” Exclamó, abriendo los brazos y pasando la vista a lo largo de toda la circunferencia. Se volvió hacia la casa brincando en una especie de danza que acababa de inventar.
Tal vez inconscientemente o a sabiendas fijó su mirada en la segunda ventana, del extremo derecho hacia el centro, del primer piso; era la ventana de Caterina. No esperaba encontrársela y tampoco se hubiese dado cuenta de que allí estaba y de que la estaba observando a no ser por la especie de chapuzón del alma, derretimiento del espíritu que lo asaltó dejando como sola a la conciencia dentro de un cuerpo momificado que no responde tras la pávida fuga de la razón. Se encontraba allí parada, inmóvil y fría bajo la luz de la luna. Los cabellos finos y lacios, casi negros en el centro, iban tornándose sutilmente, difuminándose hasta alcanzar un color miel en las puntas que caían muertas un poco más allá de los senos. La frente despejada, las cejas en un principio revueltas y luego cediendo a ser domadas, unas cejas negras y más anchas que finas. Los ojos que a falta de luz parecían negros, y a falta de luz se describía una sombra entre éstos y el párpado superior iluminando el arco de las cejas. Unos ojos grandes de mirada glacial y abstraída. Hubiese querido Felipe estar más cerca para verles las largas pestañas pero aún haciendo un esfuerzo no le hubiese sido posible verlas. La distancia no le impedía, por el contrario, deslizar su mirada por la piel tersa y recorrer su nariz fina y ligeramente pequeña, los pómulos un poco sobresalientes por el juego de sombras, la boca perfecta de labios levemente encarnados y finalizando por aquella cara ovalada en una barbilla fina y delicada. Claro que su recorrido no podía acabar bruscamente allí. Continuó entonces rodando los ojos, dejándolos seguir su curso a través del cuello para acogerse en el regazo de los huesos de la clavícula que resaltaban hermosamente. Le dolía, le dolía indecible observar a esa mujer. Apartó la vista. “Compadre, nunca más la va a volver a ver usted como la está viendo ahora”. Volvió la vista hacia la ventana.
Seguía allí, sosteniendo las manos un poco más abajo de la cintura, la fina cintura… Llevaba puesto un vestido blanco que hacia un corte recto sobre el pecho y cuyas mangas élficas transparentes apenas se atrevían a tocar suavemente aquella piel tan deseada. Miraba la luna o la luna la miraba a ella; parecían reconocerse la una en la otra.
Tan pronto como Caterina desapareció tras la ventana Felipe sintió a toda la naturaleza burlarse de él; las hojas, la yerba, el cielo, las moscas, el viento, el perro, ese maldito perro - ¡Sape coño! – No sabía si avergonzarse o no pero la sangre, intuyendo la contrariedad, decidió poner fin por ella misma a este innecesario dilema y como de costumbre fue a parar a las orejas que se enrojecieron en extremo y en los extremos. “Ya ya” pensó “Nadie te ha visto” repitió para tranquilizarse. Se sentó sobre unas cajas de madera para convencerse a sí mismo y a la naturaleza y al perro, al que ahora veía con cariño y casi ternura, de que le importaba mucho más su triunfo que aquella imagen de porquería. “Si Felipe, capataz y encargado de los asuntos más importantes, claro, ¡¿quién lo dudaría?! Usted es un hombre Felipe Arau, lo que se llama un trinquete de hombre”. Volvió a pasarse la mano por los cabellos como felicitándose y se dispuso a levantarse con el mayor contento para avisar la más grande noticia que esa gentuza del campo tendría aquel mes, ¿aquel mes? No no no, aquel año. Sin embargo se le helaron las piernas con el intento y se le volvió a fijar la mirada en Caterina que ahora salía a través de la puerta por la que él antes saliera. Siguió caminando absorta en sus pensamientos y recorrió el espacio con la mirada hasta que se topó con aquella fija y estática del muchacho. Felipe la desvió tanteando desesperadamente en aquel terreno una zanja por la que pudiese arrojarse, tirarse de clavado y esconderse hasta que Caterina y la luna y el perro hubiesen desaparecido.
- ¿No es usted el cochero?
“¿Usted cochero Felipe? Nooo, usted-es-NADA”
- Si – “¿Si?” De repente ya no era ni capataz, ni encargado. Las imágenes del señor Genaro despidiéndole, tirándole las maletas a la calle y gritándole que ya no prescindía de sus servicios pasaron a toda velocidad por su mente aturdida. “No carajo” ¿Por qué se rebajaba? ¿Por qué tenían que sentirse inferior ante esa mujer?
- Están bien crecidos aquellos cultivos, ¿de qué es la siembra?
SI, verdaderamente él era una porquería, pero por lo menos con un poco de dignidad.
- Son cultivos de maíz señora, si que está bien crecidito. “¿Bien crecidito?” Claro, ahora tenía que soltar su lengua toda la jerga del campo. Miró al perro salir cabizbajo de entre las tablas olisqueando el camino hasta fijar la mirada de ojos grises en él, “Vergüenza” parecía decirle. Hubiera jurado que el perro se sonreía por tercera vez.
- El frío está violento esta noche. – añadió Caterina, más bien hablando con el cielo.
Felipe prefirió quedarse callado esta vez. “Sí que hace frío” pensó, apretando las manos sudorosas para no dejar duda a la insinuación.
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Desde que llegó, Gustavo no ansiaba más que irse. Hacia tanto tiempo que no visitaba las reuniones políticas en aquellas salas tan secretas y a la vez tan públicas. Había olvidado por completo aquel ambiente, aquella sensación de estancamiento, como si una mano invisible le estuviera frenando el pecho todo el tiempo. Los papeles, tal vez documentos importantes, tal vez sólo papeles, volaban tal cual hojas en pleno otoño, por doquier. Ruido, todo un fenómeno. Ahora recordaba que con el tiempo la gente se acostumbra y se crea una especie de silencio donde en aquel infierno auditivo sólo se escuchaba lo que conviene. Pero las cosas no siempre eran así, Gustavo Adolfo había olvidado que aquel día era sábado, y más aún, aquel era el último sábado de aquel mes. Entró tratando de no fruncir el entrecejo, emblema de aquel grupo, y mientras trataba de hacerse paso en aquel mar de gente escuchó a lo lejos su nombre. Observando a su alrededor vio como Mauricio Jiménez Scariot se hacía paso trayendo tras si a otro joven alto y a la vez gordo de expresión contrariada.
- Nada más ni nada menos que Gustavo Adolfo Benavente. –dijo Mauricio abrazándolo acaloradamente.
- ¿Cómo te va Mauricio? – preguntó Gustavo con una amplia sonrisa que le marcaba un par de hoyuelos en las mejillas.
- La vida me trata bien, no me puedo quejar. – contestó Mauricio poniendo una de sus manos sobre el hombro de Gustavo para luego murmurarle – Esto está que apesta, las cosas van a empeorar. – y luego en tono alto - Benavente, este es el señor Miguel Morales.
- Mucho gusto. – dijo Gustavo extendiéndole la mano a lo que aquel contestó con una mirada tímida, ahora que Gustavo lo observaba se daba cuenta de que pestañaba en exceso.
Miguel Morales se disculpó y al instante se perdió entre los escritorios y las personas, las hojas y el ruido. Mauricio aprovechó para hablar más francamente con Gustavo.
- Y dime, ¿qué te tenía tan ocupado como para no aparecerte por aquí? No me digas que…
- No. – respondió Gustavo observando hacia un grupo de personas que parecían mirarle fijamente mientras hablaban. – Me he estado encargando de la hacienda y los negocios, ya sabes, me dejé ganar por la decepción de aquella vez.
- Ah Gustavo, la política como todo está llena de decepciones, pero vale, ¿sigues con las mismas ideas de antes?
- Las mismas ideas. – afirmó Gustavo, sonriendo nuevamente. – Pero sabes qué, ahora todo esto me parece tan desconocido, la mayor parte de estas sesiones las he olvidado.
- ¡Pero si estás con la persona más adecuada! – exclamó Mauricio, siempre con su tono jovial. - Déjame introducirte entonces, aunque debo de advertirte que las cosas no han cambiado mucho desde que nos abandonaste querido Gustavo. Las mismas ideas… A la derecha tienes una amplia gama de vividores del gobierno: bajos, altos, morenos, blancos… según tus gustos están todos en exhibición listos para ser comprados. Ahora en el centro está la tendencia fuerte, cabezas tercas como mulos, poseen una gran adquisición de los de derecha. ¿Has visto como suben los ojillos sobre los espejuelos sin ver el espejo que tienen debajo? ¡Me encantan! A tu izquierda, mira como bosteza aquel señor, están los que no están. Los que son como nosotros están esparcidos, no se puede coger el riesgo de concentrarnos. AH, algo que se me olvidaba, ya no quedan asientos vacíos, se han reducido los puestos vacantes por encarcelamiento, para bien o mal te dejo juzgar la respuesta.
Ambos se quedaron un momento observando a su alrededor, tanta diversidad de personas era asombrante. Sin darse cuenta Gustavo acabó por fruncir el entrecejo, más aún cuando una mujer en exceso bajita y de cabellos negros recogidos hacia atrás en un moño le echaba maldiciones por haberle obstruido el paso. Mauricio por su parte se sonreía y parecía disfrutar de aquel ambiente tal como si fuese un espectáculo de circo.
- No sé por que vengo a estas reuniones donde se habla tanto y se dice tan poco. – expresó Gustavo en tono descontento.
- Tal vez para divertirte, por ejemplo, ¿que diferencia hay entre esto y una pelea de gallos? – y adquiriendo un tono de locutor continuó- Y ahora Ramos saca sus espuelas y ¡zas! corta a Olivares, Olivares parece aturdido, pero no, ¡OH tremendo ataque! ¡Que picotazo! Ramos parece desvanecerse, cae Ramos, ya tocan el suelo las alitas, entra entonces Burgos, henchido se pavonea, amenaza, Olivares parece observarle, parece estar pensando en algo, algo piensa… OH pero que digo los animales como estos no tienen la facultad de pensar.
- Sí que piensan – lo corrigió Gustavo, observándole fijamente, un poco más tranquilo por el buen humor de su amigo.
- Y hasta razonan… maldita evolución. – concluyó Mauricio, su rostro adquirió una expresión seria para luego volverse a la misma juvenil y alegre de siempre. - ¿Qué te parece si salimos de aquí?
- Ley de la supervivencia… Estaba esperando a que me lo dijeras. – respondió Gustavo, intuyendo a donde irían y calculando que el tiempo le daría justo para luego pasar a buscar a su padre y llevarlo consigo a la casa de Genaro Mazzini, al cual habían prometido ir aquella tarde. Ambos salieron, Mauricio dirigiendo el paso, cerrando la puerta de aquella sala de papeles flotantes, lo último que Gustavo entrevió fue la mirada minuciosa de Miguel Morales analizarle, sin duda ya nada tímida.
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Dos semanas habían pasado desde que lo vio en la esquina del parque junto al mercado y ocho días desde que le oyó por última vez junto a su padre que fumaba un cigarro en el despacho. Alma hubiese podido hablar con él, entrar por cualquier tontería y aprovechar la situación, pero como no le interesaba en absoluto prefirió permanecer sentada en el salón y disfrutar de la buena lectura junto a Caterina. Esta última no se había decidido a contarle de sus penas y al verla tan ensimismada en la lectura, tan despreocupada y aliviada, juzgó que por el momento era mejor así. Sólo por el momento, no imaginaba el día en que estallara, si es que lo hacía, pero tenía que hacerlo de otra forma estaba segura que el dolor la carcomería desde dentro. Se negó a hacerle la visita a Clara (hija de la difunta Margarita Estévez, hermana de Helena), lugar hacia donde Alma se dirigía mientras pensaba todas estas cosas, pero prometió que al menos no se quedaría todo el día absorta en otro mundo literario. Pasaban las calles rápidamente, tres, dos, una, hasta llegar al parque.
Alma asomó su pálida carita de buches sonrojados por la ventanilla del carruaje. ‘Debe de estar por aquí en algún lugar’ pensaba mientras sus ojos recorrían con prisa todos los recovecos del parque. Fingía disfrutar de la brisa aún pura que le agitaba las cintas del sencillo sombrero de alas blancas, actuando una expresión de regocijo al tiempo que sus ojos desesperados buscaban a aquel joven. ‘Tengo que verlo’ ‘¿Tengo que verlo?’ Volvió a preguntarse recalcando la palabra tengo. Su mirada se posaba aquí y allá con desconsuelo, con la sutileza y la avidez del saltar insistente del canario; notó que la mayor parte de los concurrentes tenían también la misma expresión de desaliento que ella “Será el calor” pensó.
A medida que avanzaba ahora le obstruían la vista numerosos paraguas de intensos colores: rojos, amarillos, verdes, azules. Habían llegado al mercado y todavía no había ni rastro de aquel que tanto anhelo despertaba en la muchacha. Sólo percibía una masa de mujeres de constitución fuerte con las manos anudadas enérgicamente apretando las canastas atiborradas de víveres y frutas, de expresión enojosa y fatigada y coloridos paños envueltos en la cabeza. Iban con paso apresurado y a menudo miraban a su alrededor de la misma forma desconsoladora que Alma.
El mercado estaba como todos los domingos a estas horas, repleto hasta más no poder de gente afanada y de paso apresurado. Las amas de llave encargaban la mayor parte de sus compras los fines de semana, especialmente los domingos, y las doncellas se veían arrastradas hacia esa multitud de personas que discutían a regañadientes por los precios de los productos, los cuales últimamente experimentaban un alza exorbitante. Las doncellas que primero se veían tímidas y recatadas terminaban por convertirse en verdaderas fieras. Por otro lado, los vendedores eran más suspicaces de lo que aquellas pudieran imaginar, no serían tal vez personas muy instruidas en cuanto a clase y educación, pero habían aprendido el arte de vender y negociar desde el instante en que tuvieran la edad suficiente, es decir, siete u ocho años, para ir a ayudar a los puestos del mercado. Tanto así que lograban hacer que el cliente se fuera satisfecho por alguna rebaja cuando él todavía le había ganado más del doble a la mercancía.
“Sería tan feliz con sólo verlo, ¿Por qué no habrá ido a Avalon?” Pensó, recordando que aquel último día que le oyera había dejado la lectura poco después para internarse en su lugar favorito. ¿Con alguna segunda intención? “Imposible”. En este punto su cara adquirió una expresión seria y los ojos se le tornaron ligeramente más pálidos. El coche acababa de atravesar la calle de Las Mercedes dejando atrás todo: el parque, el mercado y el deseo de Alma de ver a aquel joven. “Después de todo, es sólo algo en que ocupar el pensamiento” decía hundiéndose en su puesto y sacando una novela de amplio grosor que apenas comenzaba a leer.
No pasó mucho tiempo para que Alma dejara la lectura a un lado, disgustándose por no poder concentrarse en aquel material que consideraba tan interesante. Se sentía incómoda e impaciente. ¿Impaciente por qué? Comenzó a mover el pie derecho con el hermoso zapatito de tacón de una forma más que insistente y a dirigir rápidamente la mirada por lo que veía dentro del coche: interior en piel y un estilo alemán, “estrecho tal vez un poco en la parte de atrás pero lo suficientemente espacioso para dar a cuatro personas un paseo cómodo”. Pero la idea de ocupar sus pensamientos precisamente en esto la aborrecía sobremanera, es más, la indignaba, hasta que su vista pasó por la ventana y quedó prendida del paisaje. Una extensa explanada de cultivo de arroz, con una leve capa de agua que suavizaba la tierra, se extendía basta y eterna. El sol la hacía volverse espejo que por instantes herían dulcemente la vista. Las montañas, típicas siempre en aquel panorama tropical, exhibían orgullosas sus picos. “No, no me recuerdan a nada en particular” pensaba Alma, ya más calmada. “Es absurdo, absurdo” Le parecía verle en cada cara, en cada piedra, en cada soplo de brisa. Siguió observando el paisaje ahora en sepia debido a una nube intrusa que entretenía al sol. Sí, ya estaba más tranquila. Observar los paisajes siempre tenía ese efecto sedante en ella, permitiéndole razonar de manera clara las cosas. Meditar le era imprescindible para asegurar la tranquilidad de su espíritu, no aclarar las cosas provocaría que los pensamientos la asaltasen intensamente a todas horas agotándola hasta el cansancio. Por ahora todo estaba resuelto, estaba segura de que todos estos pensamientos se debían a la falta de interés por algún sentimiento en particular, que estaba exagerando y se había dejado llevar por la emoción. Prorrumpió con una carcajada entonces, burlándose compasivamente de ella misma. “A veces el espíritu necesita de esas pasajeras ilusiones”.
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El coche paró suavemente. Entretenida en ver el paisaje había perdido la noción del tiempo y la distancia. Plegó la falda de su vestido y luego agarró el delicado bolso de mano. El chofer, alto y fino en exceso, le recordaba a Alma una de esas varitas de bambú que se utilizaban para hacer unos artefactos que decoraban el cielo revoloteando con cintas de colores y que estaban muy de moda. Este hablaba con otro joven que estaba del otro lado del portón de entrada. Mientras esperaba a que lo abrieran, Alma permanecía en el coche viendo por la ventana izquierda tan exquisito paisaje. Cuando volteó la vista hacia la casa de su prima su mirada chocó de súbito con la imponente puerta de hierro que se alzaba imperiosa, ruda, cruel y protectora, hiriéndole el pensamiento y amenazándole la imaginación. Una muchachita bribona de rizos y lazos y bonitos vestidos. Hierro fiero color ladrillo con sus desdobles de locura y complicada circulación. Todos los extremos enganchados como para no dejar duda en la seguridad de su grandeza. La observaba cuidadosamente, no era más que una puerta, una puerta que se burlaba de ella y le escupía en la cara su ridícula libertad. Seguía mirándola a través de la ventanilla del coche. En un instante inesperado la puerta pareció moverse, pero no a cerrarse y abrirse, sino de la misma forma en que se tambalea el agua al poseerla, al perturbar su placidez. Que miedo sintió, que angustia, un golpe en la cavidad del pecho, un bollo de hojas de literatura que se le hubiera atrabancado en el diafragma. “¡Me estaré volviendo loca!” Pensó con una mezcla de terror e incontenible deseo, de música de Hendel y vino. Volvió a observar la puerta que se sacudía intentando no romperse, finalmente sucumbió como una cortina de agua, una cortina de oro, mierda y lodo que no alcanzó a desparramarse por todo el suelo gracias a la alquimia, transformándose en un vuelo de palomas blancas que se reflejaron acuosas en los ojos temblorosos e inundados de Alma, que se perdieron en los rayos del sol.
De repente sintió como si estuviese estrechando las alas por primera vez, sonriendo con el alma más que con el pensamiento o el cuerpo. Pronto se acordó del sueño de las mariposas y de su amado deseo de seguir durmiendo tantas horas más… Sin duda su vida corriente ya no era más que eso y esto que la convertía diferente, esta mágica facultad, tendría que ser el preludio de algo más grande, más intenso. No le asustaba la idea, es como todas las cosas, antes de dar el salto dudamos y tememos, algunos siguen por otro camino tal vez más seguro mientras otros se deciden a arriesgarse y dar el paso hacia el vacío que tal vez nos sostenga en su aparente quimera. Hoy estaba francamente feliz, la alegría se le desbordaba como vino por la boca del borracho, encendiéndole el cuerpo.
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Clara era rubia y de cabellos cortos ondulados y sedosos, de piel blanca en exceso no obstante los pómulos y la pequeña nariz de ratón siempre se encontraban sonrojados. Grandes ojos castaños oscuros, una pequeña boca en la que nunca faltaba el labial y una sonrisa de dientes perfectamente alineados. De no mucha estatura y un poco delgada. Parecía una de esas muñecas que les regalaban a Alma y Caterina en las navidades y ellas nunca usaban. Era la menor de todas las primas, luego le seguía Camilly, y a pesar de esto era quién más resaltaba en cuanto a carácter, por su manera tan elocuente de hablar y los gestos con los que se acompañaba. Al entrar Alma sin anunciarse la encontró más sonrojada que nunca, riéndose entre los brazos de Luis Manuel Grant y tratando débilmente de zafarse. Este por su parte le hablaba con el rostro metido entre el cuello y los rizos, visiblemente excitado. Clara le empujó rápidamente a un lado sobresaltada mientras que aquél, no habiéndose percatado de la presencia de Alma, volvía a tratar de sostenerla por la cintura.
- ¡Alma que gusto! – dijo ésta, escapando por poco a los brazos de Luis Manuel.
Alma le besó las mejillas para luego sentarse en un sofá verde decorado con tantos cojines que casi era imposible acomodarse. Las palomas y ahora esto, sin duda el día estaría lleno de cosas interesantes. Luis Manuel se apresuró a besarle la mano, saludando y despidiéndose a la vez salió por la puerta con su típico andar de pasos largos y apresurados.
- Alma, no vayas a pensar mal – se apresuró a decir Clara, sentándose al lado de su prima y sin poder dejar de sonreír. – ¡Si vieras todas las cosas que dice y escribe! Mira. – dijo entregándole una pequeña tarjeta.
- “Eres aire fresco que entra por mi ventana, eres como el inmenso mar que mece mi barca, hasta el mundo me sobra cuando te tengo”. – leyó en voz alta Camilly, apartando luego sus ojos claros y mirando a su prima. Esta tenía los suyos absortos en el aire, dando un suspiro dijo:
- ¿No es hermoso? Papá lo sabe y le encanta la idea, dice que los negocios no podrían quedar en mejores manos.
- ¿No crees que te apresuras Clara? ¿Cuánto hace que lo conoces?
- Hace mucho ya, pero de diez días para acá los tratos han cambiado. Las cosas son mejores así, mientras más rápido y súbito es el encuentro, más intensas son las emociones.
Alma había oído decir que así como las cosas llegan, se van. Sin embargo le concedía parte de la razón a su prima, aunque un casamiento era algo de suma importancia y en ese caso no se dejaría llevar por prontitudes.
- ¡Es tan interesante! Si lo conocieras a fondo verías lo que digo. – continuó diciendo Clara, acompañando de gestos las palabras.
“¿Interesante?” De todas las palabras con que Alma podía describir a Luis Manuel ésta sería, sino la última, la más absurda. ¿Qué podía encontrar su prima en aquel hombre que, además de no ser tan atractivo, tenía complejo de poeta, de verso frustrado?
- Y dime, ¿cómo está Caterina? – la interrumpió Clara.
- Ya sabes, dedicada siempre a la lectura. – contestó Alma, casi sin saber lo que estaba diciendo.
- Que pena. Me gustaría poder sacarla del pueblo. Un cambio de ambiente no le haría nada mal. ¡Hasta podríamos ir a la playa! Ya sabes como le encanta.
Pero Alma sabía que Caterina rehusaría a la idea, sobre todo por el carácter de lástima con que vería la invitación. Siguió pensando en Luis Manuel. ¡Que espantosa le parecía la idea de casarse con semejante hombre, de tener que soportar todo el tiempo sus comentarios y sus caricias, su estupidez! No entendía como su prima se fijaba en alguien semejante. “Es repugnante”. Además de que se iba detrás de todas las faldas que encontrara… “Todos tienen derecho a ser amados, todos tienen derecho a que se les quiera” recordó, apenándose por ser tan cruel con Luis Manuel. ¿Por qué se veía tan por encima de él? ¿Qué le había hecho éste para que mereciera tanto desprecio? Era de buena familia y bien capacitado, generoso y hasta gentil… pero, ¿por qué tenía que ser su prima? ¿No podía buscarse otra mujer?
Luis Manuel no le dio tiempo a pensar más, entrando con semblante desesperado por la misma puerta por la que antes saliera, se dirigió apresurado hasta donde Clara y agarrando entre sus manos las de ella se sentó quitándose el sombrero.
- Los negocios pueden esperar, estar contigo me es más importante, es insoportable tenerte a tanta distancia. – decía mientras le besaba las manos. El rostro de Clara volvió a encendérsele. – Espero señorita Alma que le hayan gustado a su padre los diez toros de lidia que le envíe. Excelente constitución, un animal poderoso en verdad.
- Lo son ciertamente, muchas gracias señor Grant es usted muy gentil. – contestó Alma, observando un reloj de mesa que al juzgar por tanto decoro lo clasificaba como antiguo. A cada lado de éste estaban sentados, sobre una repisa de mármol negro que servía de base al pequeño reloj, un par de niños con la vista baja al parecer buscando algo. Al resto de su mente le comenzaba a gustar la nueva forma con que Luis Manuel se dirigía hacia ella. Cierta distancia era todo lo que necesitaba para comenzar un nuevo trato.
Clara se percató de que Alma se interesaba por la pieza.
- Es una antigüedad francesa, un regalo del señor Jean D’Aulon para mi madre. Todo un caballero de la alta clase francesa Camilly, deberías conocerlo. –. Parece ser que estas últimas palabras se le atrabancaron en la garganta a Luis Manuel, quién empezó a toser “disimuladamente”. – Acaba de enviarle a mi padre una docena de vacas Charolesa, entiendo que son excelentes. – continuó dirigiéndose ahora a Luis Manuel.
- Sí – respondió Luis Manuel con el entrecejo fruncido. La raza charolesa era excelente, sobre todo por la fertilidad de sus machos y su buen aplomo.
- ¡Por Dios del cielo! Mira que hora es, si quiero llegar a tiempo para la cena debo apresurarme. – exclamó Alma, cansada de estar en aquella habitación donde presentía que hasta las cortinas la juzgaban de inoportuna. Además, estaba aburrida y sabía que si se quedaba más tiempo se quedaría ensimismada con el andar lento de las agujas del reloj francés.
- ¿Qué te parece si te acompañamos? ¡Tengo tantos deseos de ver a Caterina! – exclamó Clara. – Al menos que tengan ya planeado cenar con alguna visita en particular.
- Estaremos encantados de recibirte, el señor Rodrigo Silva también nos acompañará a cenar. – contestó Alma.
- ¡Rodrigo! Es un amor ese joven. – exclamó Clara, con una sonrisa que hacía visible la perfecta dentadura. - ¿Qué crees Luis Manuel?
Obviamente ¡Rodrigo! había dado un giro a los planes de Luis Manuel para aquella noche. Hoy sólo había cumplido con pasar por la hacienda de los Benavente… Por su mente pasaron todas las negociaciones que había desechado aquel día, además de la importante junta de negocios en la Plaza Alameda. Sacudió mentalmente la cabeza retirando toda obligación para aquella noche; arreglándose el cuello de la camisa blanca y aclarándose la garganta repuso con tono firme:
- Claro mi hermosa dama, no tengo mejor plan que pasar contigo esta noche.
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Durante todo el trayecto sólo se escuchaba la voz de Clara, con su tono firme y elocuente pareciese como si en lugar de labios hubiese un péndulo que con su vaivén lento y suave hipnotizaba la mirada de Luis Manuel. Una fina corriente de agua, que quizás se pudiese llamar arroyo, se extendía como una vena más sobre la piel de la tierra, en aquellos tiempos tan fresca y fértil. “Ahora Clara hablará de lo bello que es el paisaje, Luis Manuel asentirá y apretará sus manos contra las de ella, ella lo mirará, ambos se reirán, y él atraerá su rostro al de ella” pensaba Alma.
- Es increíble que dos par de ojos puedan disfrutar de tanta belleza. No hay país más bello en todo el mundo. – afirmó Clara, sus ojos absortos en el horizonte.
Y en efecto, Luis Manuel sonrió, apretando entre sus manos las de Clara sus miradas se encontraron; el señor Grant no pudo entonces resistirse a la tentación de llevar su rostro al de ella. Camilly se impacientó, no por la escena en sí, sino porque odiaba poder adivinar con tanta facilidad y certeza las acciones de otros, es más, detestaba y aborrecía todo lo que fuese rutina, todo lo predecible.
En el horizonte, un árbol izquierdista alzaba su follaje verde selva, proveniente de la nada. El cielo se trazaba en colores naranjas y amarillos con retazos de azules que se extendían aquí y allá. ¿Por qué siempre que pensaba miraba hacia allá, hacia aquel horizonte? ¿Qué había detrás de aquella línea, de aquel prominente final? ¿Y por qué final, si cuando llegaba allí se extendía ante sus ojos otra basta existencia? A veces se sentía tan cansada de echar a andar el pensamiento. “¿Y todo para qué? No he visto nada que se repita tanto como las acciones de los hombres” - pensaba, mientras el coche se tambaleaba levemente al conducirse sobre las piedras, y su mente, al igual que éste, se tropezaba entre los límites de su imaginación. Por más vuelta que le diese a este asunto siempre regresaba al mismo punto de partida: ¿Por qué existía? Estaba segura de que le daba lo mismo estar en este auto sentada, viendo aquel paisaje de hermosas pinceladas, que estar en un ataúd recostada contemplando la grandiosa eternidad, si es que existía. “Eternidad” repitió. Sí, de alguna forma tendría que existir ese concepto, porque a pesar de que conocía la debilidad de los hombres y sabía con certeza de que en algún instante decisivo de la historia tuviesen éstos que inventar algo a que aferrarse, no era posible que unos meros seres humanos fuesen el ser más grandioso que existiese en el universo, y mucho menos que éstos, con su simpleza de carácter, hubiesen podido llegar hasta donde están ahora, evolucionar por así decirlo, sin una fuerza mayor que los estuviese apoyando, una fuerza que creyera en ellos. Claro, los hombres tienen esa característica de moverse, seguir con sus vidas, mientras alguien crea en ellos, sea quien sea. Entonces continúan con la carga de su existencia, pesada o ligera, al menos que el deseo de morir se sobreponga, con infranqueable firmeza, ante cualquier posibilidad de vida. “¿Y qué pasará cuando Dios deje de creer en los hombres y éstos dejen de creer en ellos mismos?” se preguntó Alma.
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Llegaron pasadas las seis, un nublazón se extendía tal cual humo detrás de las gomas, amenazando con romperse entre truenos y crujidos. No bien descendían del coche ya caía una espesa lluvia tocando maracas en el suelo justo detrás de ellos. Las pobres damas con sus vestidos no pudieron más que rendirse ante la cortina de agua que avanzaba con excelente ritmo de atleta. Ya al llegar a la puerta estaban ambas empapadas como dos polluelos.
En el recibidor se encontraban sentados, cada uno en una silla estilo patriarca forrada en grandes líneas amarillas y rojas que se trasponían rodeadas de un fino color verde, Gustavo Adolfo y el señor Benavente. El primero se apresuró a colocar su levita sobre los hombros empapados de Alma (está de más decir que Luis Manuel ya se había encargado de Clara).
- Muchas gracias señor pero no es necesario, al instante subo y me cambio. – aclaró Alma, observando los ojos de Gustavo.
- Me apenaría usted si no lo acepta. – contestó aquel con una sonrisa, y su mirada se perdió en los ojos de Alma, para luego desviarse con naturalidad hacia Clara. – Buenas tardes señorita Clara, hace bastante tiempo desde la última vez que nos vimos.
- En la fiesta de cumpleaños de la señorita Almonte, si mal no recuerdo. Es un placer.- decía Clara con una inmensa sonrisa al tiempo que Gustavo le besaba la mano. – ¡Señor Benavente! Que honor contar con su presencia. ¿Cómo está usted?
- Bien hija, bien. – respondía aquel con esfuerzo mientras volvía a sentarse. - ¿Pero por qué no nos dejamos del protocolo por unos instantes y se van ambas a cambiar? Si dejamos estas cosas en manos de la formalidad lo más seguro es que agarren las dos un buen resfriado.
- Tiene mucha razón señor, vamos Alma. – decía Clara avivada, al tiempo que enlazaba su brazo derecho en el izquierdo de aquella. – Hasta luego caballeros. – concluyó, dirigiéndole a Luis Manuel una mirada de contento y complicidad.
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Mientras subía por la escalera, con tanta sutileza que siquiera un murmullo se escuchaba entre sus zapatos y el mármol, su mente se ocupaba en un nuevo entretenimiento. Habiéndose olvidado por unos instantes de sus reflexiones, ahora una sola imagen llenaba el proyector en su cabeza: unos ojos café que se extendía más allá de simples pupilas, pudiéndose ver detrás todo un universo de constelaciones. Alma Camilly nunca se había fijado en los ojos de Gustavo, es más, juraría que él también buscaba algo en los ojos de ella. Se sorprendió al llegar a su alcoba pues no se había percatado de nada de lo que hasta entonces hacía. Y al sentarse delante del espejo ovalado la sorprendió aún más la imagen de aquella joven de castaños rizos que caían más allá de la cintura casi hasta llegar al suelo. Una joven de mejillas sonrojadas y vestido empapado ceñido al cuerpo, que sostenía por el cuello el frac del señor Gustavo Benavente. Sonrió al percatarse de que se veía como si estuviera parada junto a ella, aunque no visible sabía que estaba allí y no dentro de aquella joven que ahora estallaba en risa. Veía el cuadro desde afuera y desde dentro, eso la divertía. Apretó la levita contra su cuerpo y la sola imagen de que en vez de aquel pedazo de tela lo que la estuviera abrazando fuese el cuerpo tibio de Gustavo la conmovió. La levita estaba impregnada de su aroma, algún perfume que Camilly no conocía pero que sin duda olía extremadamente bien. Comenzó entonces a temblar, percatándose de que todavía estaba mojada deslizó el frac verde oscuro (conjunto a todos los pensamientos que éste suscitaba) sobre la butaca, y se desvistió, para luego volver a vestirse, con el mismo aire de criatura celestial de siempre.
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Mientras Camilly se dedicaba a la tarea de vestirse, en el cuarto de al lado no paraba de oírse el cotilleo de Clara. Ya podía Alma imaginarse la cara de desesperación que debía tener Nina, quien, ordenes de doña Helena, entresacaba vestidos del armario de huéspedes buscando uno que le viniera bien a la pequeña cotorra Liliana. No bien había terminado de cambiarse entró Clara al cuarto de Alma.
- ¿Qué tienes prima? Vamos, ¡arriba! – decía mientras la alaba ávidamente por un brazo. Alma no hizo más que sonreír ante aquel ánimo, perpetuamente continuo, de su prima. Levantándose de la butaca en la que antes estaba sentada le dio un beso a ésta en la mejilla, disponiéndose ambas a bajar las escaleras para reunirse con los invitados.
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- ¡Son los tiempos, amigo mío! – exclamaba el señor Benavente, indicando las arrugas que se marcaban en su frente.
- ¿No querrá decir usted El tiempo? – preguntó a su vez Rodrigo Silva, sonriendo, mostrando una perfecta dentadura que iba a la par con tan apuesto rostro.
- No no Rodrigo, del tiempo puede uno culpar la primera, pero las otras dos… son más por el peso con el que las preocupaciones se encargan de entretenernos. – continuó diciendo el señor Benavente.
- ¡Ma eso es lo belo, lo belo de la vita! Se le acusaría a usted de inmortal si no las tuviese…
- Ninguno las tuviese, si la época no quisiera deshacerse de ellas tirándolas sobre nosotros… - continuó firme el señor Benavente.
Camilly optó por hacer lo que acostumbraba en aquellas situaciones. Primero observó al señor Benavente, acalorado como estaba, sostenía el tenedor hacia arriba en posición defensiva, descuidando por completo su plato. “Así es como las mejores cosas de la vida pasan desapercibidas” – pensaba Alma. Luego a la derecha de éste estaba el señor Rodrigo Silva, desplegando encanto en todo cuanto hacía. Varios años habían transcurrido desde que lo vio por última vez. Aún así conservaba el toque de Narciso con el que le recordaba, y ese aire de Eros que tanta fama le había conseguido en aquella sociedad de espejos. Su rostro de facciones finas, un poco alargado tal vez, mantenía siempre un aire de dulzura, que hipnotizaba cuando hablaba por tanta sencillez y melodía, sin mencionar la boca de perfectos labios detrás de cuya armoniosa fisonomía se encontraba la dentadura más hermosa jamás vista. Sus cabellos negros, los hombros fuertes, la alta estatura… todo esto contribuía a que la natural gracia y gentileza de gestos de aquel hombre no hiciera más que querer oírlo por el resto de nuestras vidas. Aunque no podía negarse que denotara de vez en cuando algunos vestigios de femineidad, Rodrigo Silva, con su fortuna que prometía no más que acrecentarse, era el mejor partido, la más codiciada alianza y el más potencial amigo con el que cualquier madre, suegra, jovencita, podría soñar jamás. Y es que detrás de aquella constitución claramente deseable se albergaba la más modesta y tierna alma de todas… Alma continuó, para no perderse, hacia su padre. El señor Genaro, a la cabeza de la mesa, dirigía ahora la conversación, no por eso descuidando su plato. Pensando en que la ternura que reservaba para su padre no tenía igual, siguió su curso hasta su prima Clara, que ahora hablaba entretenidamente con el señor Rodrigo Silva. Muchos gestos, elocuentes palabras, toda una gracia. Sonrojada, sin motivo aparente. A la izquierda de ésta estaba sentado Luis Manuel Grant. Con el rostro contraído, la mirada fija en el plato, sin decidirse a probar bocado. Sonrojado, con razón aparente. Alma no hizo más que sonreír de buena gana, lo que captó por un segundo la mirada de Gustavo Benavente, que se encontraba sentado frente a ella. Al lado de Camilly estaba Caterina. Ya se imaginaba ella lo aburrida que estaba. De vez en cuando echaba ésta una mirada por la ventana del comedor hacia afuera. Del lado izquierdo de Camilly, en la cabeza inferior de la mesa, se encontraba la señora Helena, que hablaba desde hacia tiempo con Gustavo. Su madre, que si bien iba más allá de los cuarenta, era toda elegancia. Al observar a Gustavo, empezó por las manos que en ese momento se deslizaban sobre el mantel. Unas manos de dedos largos y delicada masculinidad. Al subir sus ojos para mirar su rostro, éstos se toparon con los de aquel. Ligeramente avergonzada, desvió naturalmente la mirada hacia el señor Benavente, no pudiendo evitar volver a posarla en Gustavo después, pues todavía no había descifrado su personaje aquella noche, y si había podido hacerlo con todos, por qué no en él. Volvió entonces a encontrarse con su mirada, mezcla de gracia, inteligencia y astucia. Tal como si estuviesen jugando algún juego, sintiéndose a la vez cómplices, ambos sonrieron sumergidos en conversaciones ajenas.
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Terminada la cena, Caterina se apresuró a retirarse. Llevándose como única compañía un libro, se adentró entre los matorrales hasta un poco más allá del primer espantapájaros, en cuyo claro se encontraba una carreta descompuesta (el señor Genaro se negaba a las súplicas de la señora Helena de deshacerse de tal artefacto pues, a su gusto, resultaba una exquisita obra de arte campestre). El sendero que llevaba allí estaba rodeado de paja seca, de tal forma que aún cuando cayese la noche, era bastante fácil regresar a la estancia sin perderse en otros caminos.
Mientras caminaba, mordía una manzana que había cogido de una cesta a la entrada de la puerta de la cocina, y al mismo tiempo leía una novela inglesa cuya trama y ambiente no podían ser más sombríos y tempestuosos, precisamente el tipo de literatura que más le atraía. Al llegar al claro, los ojos haciendo un pequeño esfuerzo por falta de luz, apoyó la espalda en la carreta. Poco tiempo después comenzaron a mecerse algunas ramas, Caterina no despegó los ojos de la lectura pues Catalina había empezado otra de sus magníficas escenas, impidiéndole a ambos, Linton y Caterina, moverse de sus puestos. De tal forma que, al sentir Caterina un pequeño empujón por la espalda ladeada, saltó hacia un lado sin poder impedir un grito, introduciéndose el libro por un orificio de la carreta.
Al voltear la mirada se topó con aquella profunda e inquieta de Carmencita. Sonriendo débilmente, Caterina le acarició el lomo, todavía un poco espantada. Subió un pie en una de las ruedas caídas y, alargándose lo más que podía mientras se sostenía firmemente con la mano derecha en la rueda, alcanzó el libro cuya cubierta se había mojado de agua sucia en hojas. Lo limpió con su propio vestido, lamentando la suerte de tan buen libro. Tal vez por despecho, o simplemente por que el sol era poco más que visible, reanudó el paso hacia la casa, deseando que los invitados ya no estuvieran para poder así pasar desapercibida hasta su cuarto. Carmencita le seguía fielmente, con la cabeza agachada iba con paso de orquesta a su lado. El sol le tornasolaba el pelaje champaña. En la distancia se observaba una larga fila de campesinos, cantando se dirigían por fin de regreso a sus casas.
- ¡Aquí estás condenada! ¡Llevo rato buscándote! - exclamó Felipe, poniendo sus manos sobre las nalgas de la mula, sorprendiéndose después, pues no se había dado cuenta de la presencia de Caterina.
- Disculpe usted señorita, no…
- ¿Sabe usted que está coja la mula? – le interrumpió con aire distraído Caterina – A mi parecer lleva más de dos semanas así.
Felipe se agachó rápidamente para observarle las patas a la mula, mientras lo hacía por detrás, Carmencita, molesta por aquella inspección tan confiada, meneaba la cola de un lado a otro, con expresión confiada, hasta que le pegó en la mejilla. Caterina sonrió de buena gana tras la cara de disgusto de Felipe.
- Fíjese usted, es esta pata la que está sangrando. – dijo, todavía sonriendo.
- Claro – contestó Felipe, avergonzado, pero a la vez alegre de ser él la causa de que la señorita se riese.
- Debe tener algo incrustado en la pezuña, lo mismo que al Reo. – continuó Caterina, mientras Felipe, para nada atendiendo las patas de la mula, pretendía observarle las pesuñas al animal.
- Ya está, vamos a tener que vendarla. – dijo finalmente.
- Cuide usted de que no la monten, es mi animal preferido. – decía Caterina, mientras volvía a reanudar la marcha.
Felipe estaba fascinado por aquella pequeña conversación, mientras veía con que elegancia meneaba Caterina las caderas, le sonreía a Carmencita, exhortándole a que se perdiera más a menudo.
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(A seguir)

Texto agregado el 11-04-2004, y leído por 157 visitantes. (0 votos)


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