Recordaba aquella noche como si apenas hubieran pasado unas horas. Apareciste como por arte de magia, sin esperarlo, sin saber muy bien que iba a ocurrir, sólo sabía que estabas allí y que yo no podía apartar la mirada de ti.

Me saludaste, contesté a tu saludo y luego dijiste; ¿Qué tal? Esa pregunta me sonó a música celestial, me parecía que llevaba una carga se sentimiento de alegría un poco controlada y, siendo así, ese sentimiento podría ser por mí.

Tu voz era dulce, muy dulce, parecía penetrar en mis oídos y perforarme hasta lo más profundo de mi mente y, una vez ahí, se iba diluyendo por todo mi cuerpo creándome una sensación de bienestar jamás conocida.

Largo tiempo fue el que estuvimos charlando, largo tiempo que me parecieron segundos cuando nos tuvimos que despedir con la promesa de volvernos a ver.

No pasó mucho tiempo y volvimos a repetir. Esta vez la charla fue un poco más profunda, más intensa, con mayor profusión de datos tanto del uno como del otro; nos estábamos conociendo.

Poco a poco esa voz se fue grabando en mi alma, parecía acariciarla, mimarla, como si tuviera miedo a que pudiera sentir algún daño y también, poco a poco me fui enamorando.

Ahora el universo era azul como el cielo, un azul intenso y brillante que me hacía ver el mundo de otra manera; más limpio, más claro, de un cromatismo difícil de igualar y sobre todo, había convertido mi mundo oscuro y vacío, en un arco iris de colores tan intensos que apenas podía creer que existieran.

Sueños son, quizá como los de una noche de verano, quizá enajene mi mente el sonido de tus palabras o la dulzura que me seduce cuando dices que me amas.

Qué no sea ese sueño, sino el renacer de una nueva vida, el florecimiento de un nuevo sentimiento tan profundo y perfecto en su propia esencia que, llegue a hacerme morir de amor sintiendo el calor de tus labios pegados a los míos.

Y si eres un sueño; que no acabe nunca.