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Un Sueño de Mujer.

a Lucía Scosceria, (doctora), con admiración.




Sus avanzados doce años conocían muy bien los pormenores de aquella estrecha calle pueblerina por donde caminaba, carente de aceras y que sin mayores cuidados no había cambiado nada en todo el tiempo de transitarla. Las mismas casas y los mismos baches y arbustos a un lado y otro. Sus sueños de niña de uniforme azul y blanco habían correteado con la imaginación cientos de aventuras entre vuelos de mariposas al ir y venir del colegio año tras año por aquella vía. Pero esa tarde, de regreso una vez más, el mundo era extrañamente distinto. Se sentía en eclosión, agitada de deseos, feliz e invadida de libertad.
Allí estaba el verano. El curso de sexto grado había terminado y tres meses se abrían sin prisa a partir de ese día entre estridencias de chicharras, sol inclemente y vuelos de golondrinas. Y atrás, como un bosque sombrío, quedaba el abandono del acogedor y tibio refugio de la cama para penetrar y rasgar las mañanas en lento caminar hacia las horas de clases y fastidios en las aulas. El mundo de las obligaciones, tras nueve meses agotadores, quedaba ahora esfumado en una neblina absolutamente lejana entre las paredes del colegio.
Ya se veía en su cuarto, imaginando grandes planes de todas las posibilidades, cambiando el decorado, reordenando sus adornos y sus cosas hasta el último detalle. Sentía que tendría tiempo para hacer lo que se le ocurriese. Iría a la playa, visitaría a sus amigas y se quedaría a dormir con ellas, asistiría a todas las fiestas y se movería a plenitud sin tener que tomar en cuenta la medida del tiempo con la anterior rigidez. Estaba feliz.
Y así, plena y ansiosa, caminaba por otro sueño más. Y sin embargo, desde algunos días atrás, como un ritmo nuevo y sutil pero abrasador que latiese en sus venas, algo irreconocible pero atrayente en su misterio le decía que no todo era igual. En su mente se afincaba la incertidumbre que quería conocer y en su pecho se agitaba una inquietud que la arrastraba de emociones entre la candidez y la energía y necesidad de su vibrante pubertad. Sí, no todo era igual. Había llegado a un confín en que sabía y desconocía y donde todo podía ser cierto y nada ser seguro. Recorría el sendero de la confusión.
Y pensando y sintiendo esa vorágine interior, inundada casi hasta el placer, caminaba en ese momento por aquella calle con los libros bajo el brazo, ahora más despacio, como dejando todo atrás. Y así, avanzaba en dirección a la calle en que vivía.
Y de pronto, al llegar a la esquina desde la cual ya lograba divisar la fachada azul de su casa, se quedó casi sin aliento, como asombrada, y, en el tiempo de un relámpago, sintió que su mundo infantil y juguetón la abandonaba para siempre. Se detuvo, respiraba diferente, como si sus pechos breves fueran toda ella. Y entonces sí todo fue diferente. Una alborada de sonrisa sorprendida surgió en transformación de salto y euforia sin freno para colocarla frente a un nuevo horizonte. Y comprendió que un tiempo extraño se había quebrado en su pecho para aislarla de cuanto conocía, sola y vital, renacida, alejada hasta lo inimaginable hacia una nueva vida.
Y así, en medio de la calle, hermosa y fresca como nunca antes, se afianzó en la totalidad de los vínculos rotos y en el espacio de los años venideros que serían sólo para ella. Se sentía dueña de la hondura de su ser. Luego, en una plenitud de corazón de pájaro, se llenó de calor y se supo renacida.
Y ya no pudo contenerse. Con sus tersas palomas redondas gritando fuerza y rosa bajo el uniforme llegó corriendo a la casa. Era una represa desbordada. Su bárbara euforia avanzó con ella escaleras arriba, empujándola sin tregua, haciéndola sentir en cada pisada la eclosión maravillosa de diez latidos en el pecho. Sí, la euforia no podía ser otra cosa.
Ya en su cuarto, dejó los libros dondequiera y se fue a la ventana, necesitaba absorber el mayor espacio posible y respirar un aire nuevo. Vívida y total se colmó de luces y colores en una embriaguez de sensaciones y descubrimientos nuncas antes vividos. Durante unos minutos permaneció observando aquel mundo que ahora era nuevo, viendo la vida en derredor como nunca la había podido ni tan siquiera imaginar. Y así, hasta alcanzar una identificación diferente con esa vida en la que sin remedio tendría que sumergirse. Todo el caudal de sus emociones, como una infinita lluvia interna, fue abarcando cada punto de su cuerpo en un reclamo que no aceptaba la lucha ni la negación. Ya no era la misma. Y tendría que dejarse ir.
Y regresó, a una habitación que era la suya y que sin embargo era distinta, como ella, descubierta y entregada en un vivir que ya nada podría detener. Se paró frente al espejo, y sin prisa, con una seguridad desconocida, se desnudó completamente. Se miró casi hasta el rasguño, más allá de la piel y de los ojos, con lucidez de amanecer y primavera y sin el menor vestigio del pasado. Estaba extrañamente tranquila, también como nunca antes. Ya no era una niña.
Y lentamente, muy lentamente, el agua de plata penetró en su interior y en su vivencia para entregarle los plenos y hondonadas que en todo su cuerpo jamás había identificado tan claramente. Se calmó mucho más. Sus casi trece años, con sus rojos y negros tempranos, se abrieron como heridos por finos puñales. Y muy suave y nerviosa, temblando entre los dedos y la piel, un sueño de mujer se deslizó gravemente por sus manos al vibrar en contactos por todo su cuerpo, por veredas de virgen y maleza fresca hasta alcanzar y reconocer entre sus muslos el nacimiento húmedo y cálido de otras euforias. Indefensa en su entrega se tiró sobre el lecho. Roces, imágenes, movimientos y ensueños la hicieron una esclava. Y el sueño se hizo fuerza, y la imagen se transformó en densa neblina, y el placer del movimiento y las caricias fueron incontenibles. Todo fue un abandono en brazos de un torrente.
Después, una inmensa carrera y una larga caída. El tiempo se quedó vacío hasta convertirse en un fluir elástico e impreciso que no contaba para nada. Todos los relojes se detuvieron y la luz no fue más luz. Se mezclaron el sueño, la fuerza del deseo y el calor de la entraña. Hasta que abandonada, ciega y completa se hundió en el negro precipicio que no conocía un fondo. Después, el clímax del éxtasis aniquilador, un sentirse morir y un último momento de temblor en la piel.





Texto agregado el 03-03-2008, y leído por 183 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-04-2008 mis 5 estrellas de oro para este texto ! julyvane
05-03-2008 Luis, debo decir, y no porque me has dedicado este texto, que es maravilloso. Alberto Moravia, en su novela La romana, narra desde el punto de vista femenino con una pluma magistral los pensamientos màs ìntimos de la protagonista y eso me llenò de amiraciòn, como mujer, me sentìa identificada con el personaje, por su manera de pensar, y eso consigues tù con este texto, donde en forma perfecta hablas de un despertar femenino en forma perfecta, por eso me hiciste acordar de Moravia. Si a eso le agregas la exquisitez con que describes muchas situaciones y pensamientos, la elegancia de tu estilo, hacen de tu texto algo propio para una antologìa. Felicitaciones y yo muy honrada con esta dedicatoria. doctora
 
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