Una de sus hijas fue en busca de su padre. Kebede asomó de su choza cogiéndola de la mano. Atento escuchó la traducción de nuestra propuesta. Aceptó diciéndonos: “¿Quieren observar con ese aparato cómo recojo café? Vengan mañana temprano. Al marchar fíjense en el bosque que bordea el riachuelo. Allí estaré”. Amable, abrió un saco con granos verdes. Recién secados. “¿Les apetecería probarlo?” No tardó en tenerlo preparado y servido. En cuatro tazas metálicas que sacó de un barreño sobresalido por ollas y cuencos. Las había comprado en uno de sus viajes a la ciudad. Sus pequeñas insistieron en beber. “Mamá os dio una tacita antes. Por hoy ya tenéis bastante.” Saboreando una segunda taza nos enseñó los rincones de la aldea de seis cabañas. Keim, Berhane y Tizalem señalaban pequeños detalles a cada paso. Nos preguntaban sin parar. “¿Quieren saber quién son? Ellas nunca han visto la televisión. Yo la he visto un par de veces en la ciudad, pero creo que no era su programa.” Nos hizo reir. Kebede, recogía granos de café en las sombras del bosque húmedo desde que era como sus pequeñas.
-Tal vez, algo mayor que ellas -acabó precisando-. Afortunadamente las tres estudian. Es una vida dura. En los últimos años el que recolecta no gana. Los precios cada vez son más bajos...
-¿Sabe que el café recolectado en Kafa es de los más caros del mundo?
-Intermediarios -renegó resignado-. Desde el bosque no podemos hacer nada.
Kebede, acarició el moflete carnoso de su hija menor. Agachándose pidió a Berhane que nos cantara su nueva canción. La había aprendido en la escuela. Cada día caminaban varios kilómetros de ida y vuelta para asistir a las clases. Aplaudida por todos, sonrojó su rostrito y salió corriendo a jugar. Las miró entristecido mientras trepaban una montonera de leña. Kebede temía que el gobierno etiope obligara los uniformes escolares. “Si los implantan tendrán que dejar la escuela. Comprar las telas nos supondría la cosecha de un año.”